Región y regionalización: su teoría y su método. El nuevo orden espacial del territorio argentino

Region and regionalization: its theory and its method. The Argentinean territory’s new spatial order

Resumen

En la actualidad, la región parece haberse convertido en una metáfora y un lugar cómodo al discurso. No existe hasta la fecha ninguna propuesta o antecedente de ‘regionalización’ que haya trascendido, en Argentina, la mera división a priori del espacio y la posterior indagación acerca de las formas y contenidos de los diversos pedazos así obtenidos. En la tesis doctoral del autor de este trabajo -cuyos hallazgos aquí se presentan-, se han denunciado las falacias propias de esos enfoques y se ha planteado una alternativa coherente, a saber: que el territorio conoce un proceso de regionalización que en cada período histórico asume formas diversas, segmentando al país en virtud del diferente grado de modernidad de sus puntos y áreas. Omnipresente, esa fragmentación puede ser estudiada a partir de densidades, velocidades, productividades, fluidez y racionalidad locales que, estructuradas en los conceptos de verticalidades y horizontalidades, y operacionalizadas en las redes y la división territorial del trabajo, permiten descubrir e inventar un nuevo mapa regional, poblado de áreas luminosas y opacas.

Summary

Región – Regionalización – Modernidad – Medio técnico-científico- informacional – Áreas luminosas y opacas

Palabras claves

At the present time, region seems to have been turned into a metaphor, into a comfortable place to the speech. It does not exist so far any proposal or antecedent of ‘regionalization’ that has transcended, in Argentina, the mere spatial division ex ante, and then to investigate about the diverse obtained pieces forms and contents. In the doctoral thesis of this paper’s author -whose discoveries are here presented-, the traditional regionalization’s focuses and proposals fallacies have been denounced, and is thought about a coherent alternative: territory knows a regionalization process that it assumes diverse ways in each historical period, segmenting to the country according to their points and areas modernity’s different grade. Omnipresent, such a fragmentation can be studied starting from different local densities, speeds, productivities, fluency and rationality that, structured by the uprightness and horizontalities concepts, and operacionalizated in networks and territorial division of labor, they allow to discover and to invent a new regional map, made up of luminous and opaque areas.

Keywords

Region – Regionalization – Modernity – Technician-scientific-informational medium – Luminous and opaque areas

Introducción

Siempre la cuestión regional ha permanecido limitada, en Argentina, a propuestas de división y clasificación del espacio atentas a las singularidades fisiográficas del territorio, y a estudios de caso, ora locales, ora de circuitos productivos. Obstando sus especificidades y sus diferentes perspectivas y prismas metodológicos, esos antecedentes de ‘regionalización’ comparten algunos atributos, a saber: la antecedencia de la compartimentación del espacio nacional respecto del análisis empírico de los fenómenos relevantes que, en principio, justificarían los diversos pedazos obtenidos; la perennidad de regiones y regionalizaciones, así consideradas ‘eternas’; el énfasis en los aspectos físico-naturales; y la contigüidad o vecindad territorial como parámetro o condición sine qua non. No existe, pues, una visión general del proceso, la cual queda, por lo general, ausente o, en el mejor de los casos, opacada. En la tesis doctoral del autor de este trabajo, se han denunciado las falacias propias de los enfoques y propuestas tradicionales de regionalización, y se ha planteado una alternativa coherente, basada en el pensamiento dialéctico y la teoría de Milton Santos; en ella se demuestra: que las categorías analíticas utilizadas para estudiar las diferenciaciones y desigualdades del espacio devienen fundamentos existenciales u ontológicos de los recortes regionales; que es necesario emprender el análisis estudiando los procesos que dan origen a las regiones, y no al revés, entendiendo que la regionalización es un devenir constante imperfectamente captado y, al mismo tiempo, teñido por las herramientas utilizadas por el investigador; que el espacio y el tiempo forman una unidad, una totalidad, de ahí que las configuraciones regionales resultantes deban necesariamente variar en cada período histórico; y que la segmentación del país en virtud del diferente grado de modernidad de los puntos y áreas que lo componen debe tener en cuenta a las diversas densidades, velocidades y productividades de los lugares, y sus respectivas condiciones de fluidez y racionalidad, todo lo cual, al ser analizado en el marco que proporcionan los conceptos de red y división del trabajo como macro- variables, permiten descubrir e inventar un nuevo mapa regional, poblado de zonas luminosas y opacas. El presente artículo es, pues, un intento de apretada síntesis de ciertas cuestiones teórico-metodológicas y hallazgos empíricos más relevantes de esa tesis doctoral.

El trabajo se estructura, en su desarrollo, en cuatro acápites: en el primero, se analizan cuestiones teóricas en las que los conceptos de espacio, región, regionalización y regionalidad ganarán particular énfasis, sobre todo al ser abordados tanto a la luz de los conceptos y relaciones propuestos por Milton Santos cuanto en su vinculación al proceso histórico global; en el segundo, se ensaya una somera descripción de las principales ‘regionalizaciones’ -apenas meros inventarios del territorio, en rigor de verdad- propuestas para Argentina, señalando sus singularidades y sus falacias más significativas; en el tercero, se explicitan los cimientos metodológicos que sustentan el enfoque aquí adoptado, tanto en relación con las variables vinculadas al estudio de las desigualdades regionales -densidad, velocidad, productividad, racional, luminosidad y letargo- como en solidaridad respecto de las aproximaciones en tal sentido desarrolladas -verticalidades y horizontalidades, redes de circulación y división territorial del trabajo; y a continuación, se plasman los principales hallazgos empíricos derivados de la aplicación de los supuestos anteriormente señalados, los cuales decantan en el descubrimiento-producción del nuevo orden espacial del territorio argentino. Finalmente, se presentan las conclusiones a las que se ha arribado.

Resultados

Espacio y región, regionalización y regionalidad: cuestiones teórico-conceptuales

En la actualidad, la región parece haberse convertido, conceptual y metodológicamente, en una metáfora, en un lugar cómodo al discurso. Sin embargo, ella debe ser reclamada y rescatada por la geografía, que debe empeñar sus esfuerzos en renovar y enriquecer el hoy día vaciado y obsoleto contenido de los enfoques regionales; esto implica rebatir cinco falacias profundamente enquistadas en el imaginario geográfico: a) la región es una entidad estrictamente físico-natural; b) la región (y las regionalizaciones) son productos estáticos, inmutables y eternos; c) la región es función de una escala geométrica; d) la región es un resultado exclusivo de la organicidad de su constitución; y e) la región es una construcción sólo verificable a partir de la contigüidad espacial o la vecindad territorial. Las exigencias planteadas no pueden ser satisfechas a partir de una simple descripción de los hechos: éstos deben, ciertamente, contar con un sentido, con un significado resultante de un esfuerzo de interpretación; caso contrario, se trataría apenas de un mero discurso, un relato despojado de método. Surge, pues, la imperiosa necesidad de utilizar un esquema lógico-histórico, pertinente y operacional, que permita la interpretación de las múltiples formas materiales y sociales propias del mundo contemporáneo.

Sólo el pensamiento dialéctico cumple con esos requisitos, pues permite trascender, mediante un rodeo, la esencia de los fenómenos para escrutar su misma esencia, la verdad oculta de la cosa, y descubrir, bajo la aparente superficialidad y casualidad de aquellos, las leyes subyacentes y las conexiones necesarias para la aprehensión del todo (Kosic, 1967: 29 y 62). Negando los hechos aislados y los sistemas parciales como modo de ser del mundo, la dialéctica rechaza la existencia empírica e independiente del fragmento, más sí lo reconoce como funcionalización o empirización del todo. El Universo presenta un orden social, espacial y temporal, y debido a ello, el conocimiento parcializado y fragmentado es imposible; de ahí la pertinencia del concepto de totalidad concreta, unidad del fenómeno y de la esencia (Kosic, 1967: 28). No se trata, empero, de utilizar un método que pretenda ingenuamente conocer todos los aspectos del Universo, o que aspire a ofrecer un cuadro ‘total’ de sus infinitas propiedades, sino que desarrolle una teoría de la realidad y de su conocimiento como realidad que, si bien no es capaz de captar y describir absolutamente todas las relaciones y procesos, sí lo es de interpretar el modo en que el todo se funcionaliza en la parte y el fragmento empiriza y, al mismo tiempo, niega la totalidad-mundo. Ninguna totalidad, por perfecta y acabada que parezca, es completa. Sartre (1968: 20-21) acuñó el concepto de totalización para describir el paso de la totalidad por sus momentos de tesis, antítesis y síntesis. Es un movimiento de fragmentación, re- significación y reunión: en un momento, lo único se vuelve múltiple, y en el instante siguiente, lo múltiple se torna único; la totalización conduce de la antigua a la nueva totalidad, convirtiéndose en base del conocimiento de ambas (Santos, 1996a: 100-101). El espacio, al configurarse como una ventana o dimensión de la realidad es una totalidad.

Según Santos (1996a: 39), el espacio geográfico es un conjunto indisoluble, solidario y contradictorio de sistemas de objetos y sistemas de acciones, mediados por las normas, síntesis de la configuración territorial y la dinámica social, una constituida por objetos, formas y técnicas, la otra conformada por acciones, normas, actores, funciones, estructuras y procesos -lo cual permite discutir los fenómenos espaciales como totalidad- (Santos, 1992: 51-51). Si los objetos -formas heredadas de la historia natural y socializadas por el hombre, o bien resultado directo de la acción humana- pergeñan una densidad técnica -los diversos grados de artificio del espacio-, las acciones, siempre teñidas de intencionalidad, generan una densidad informacional que indica el grado de exterioridad de los lugares y la propensión de éstos a entrar en relación con otros subespacios, privilegiando sectores y actores (Santos, 1996a: 205). Las normas -cristalizaciones socio-políticas de la acción- obran de puente entre ésta y los objetos; ellas se revelan duales, de suerte que regulan el espacio, más también permiten que éste imponga comportamientos, lo cual redunda en la producción de una densidad normativa (Silveira, 1997: 43), surgida de la comunión de vectores tanto públicos como privados, y también, de motivaciones e intereses que pueden ser tanto locales y regionales cuanto nacionales y globales.

Las acciones son, a su vez, eventos. Singular, único, cada evento difiere del precedente y del siguiente, sin jamás repetirse (Russell, 1968: 287; Morin, 1972: 6 y 20; Kubler, 1973: 105), configurándose como destellos del mundo (Goldmann, 1967: 41), como gotas de existencia que repiten en el microcosmos lo que el universo es en el macrocosmos (Paul, 1961: 125). Son, pues, pedazos de una totalidad global que, produciéndose conjuntamente en la unidad superior del todo (Sartre, 1968: 11), constituyen la matriz espacio-temporal de todos los fenómenos. Es así como el espacio -sinónimo de territorio usado (Santos y Silveira, 2001: 22)- adquiere una dimensión no sólo social, sino también histórica: el tiempo es una sucesión de eventos; el espacio, una acumulación de tiempos (Santos, 1996b: 152). Ontológica y epistemológicamente, tiempo y el espacio son inseparables; por relación transitiva, igualmente deberían serlo las nociones de período y región, o mejor aún, las de periodización y regionalización. En el análisis espacial, la periodización es una regla de método fundamental, pues permite distinguir pedazos coherentes de tiempo -períodos- en los cuales un nuevo arreglo territorial revela una modernización material y organizacional, infundiéndole un valor a las cosas que permite comprender la re-jerarquización de las fracciones del territorio (Silveira, 1999a: 23-24 y 29). Se trata, en cierto modo, de una ‘regionalización del tiempo’, paso esencial para la regionalización del espacio. Como cada época produce sus fuerzas de concentración y de dispersión (Santos y Silveira, 2001: 303), la regionalización del espacio, al asentarse sobre la base del marco histórico proporcionado por la periodización, ofrece un retrato del territorio signado por fracturas y segmentaciones. No obstante, esa relación no es lineal, pues cada período histórico es un continuum de condiciones contiguas en el tiempo, más las regiones del espacio no satisfacen en igual medida tales exigencias de vecindad y continuidad (Gómez Lende, 2006: 142).

Ese armazón epistemológico se sustenta en un concepto-clave: la modernización. Si los diferentes sistemas de tiempo dependen de la presencia y perdurabilidad de determinadas condiciones materiales e inmateriales de existencia, los usos del espacio, forjados sobre la base de la articulación entre objetos, acciones, normas, técnicas, ideologías y agentes, dan cuenta de la naturaleza de una época, sintetizando sus contenidos y racionalidades. No es la modernización, empero, un mero símbolo la ‘occidentalización’, ni siquiera de la difusión o propagación de un patrón dominante de civilización, sino, por el contrario, un proceso por el cual un territorio incorpora datos centrales del período histórico vigente que acarrean metamorfosis en objetos, en acciones, en suma, en el modo de producción (Silveira, 1999a: 22). Surge así la modernidad como modelo de articulación de materialidad y poder (Santos y Silveira, 1998: 110), suspensión temporal y metodológica de la modernización, tal como la totalidad lo es respecto de la totalización. Objetivado como espacio, ese modelo revela un orden propio, una diferenciación socio-territorial más o menos durable, aquello que se ha convenido en denominar ‘regionalización’, cuya perdurabilidad se encuentra sujeta a la continuidad de las condiciones materiales e inmateriales propias de esa época; de ahí que cada espacio nacional conoce regionalizaciones que varían según cada período, siendo sometido a un proceso de totalización / modernización que lo fragmenta, re-significa y vuelve a reunificar. Los conceptos de medio natural, medio técnico y medio técnico-científico- informacional (Santos, 1996a: 187-189) son los más apropiados para identificar a los diversos macro-períodos históricos que obran de marco para las modernidades del territorio, siempre plausibles de ser escindidas en sub-períodos y fases -regiones de tiempo- (Gómez Lende, 2006: 148). Silveira (2001: 160) explica que la historia crea una continuidad temporal susceptible de ser dividida en períodos significativos, y una coherencia espacial determinada por la presencia de sistemas de eventos en los lugares, afianzando así la inseparabilidad entre períodos históricos -sistema de tiempo- y medios geográficos - ontología del espacio- (Gómez Lende, 2006: 158). Ninguna región ni regionalización puede, por definición, ser eterna o estática.

Surgidos para asaltar a un intelecto preocupado por entender al espacio como totalidad significativa de la realidad, varios interrogantes se hacen entonces presentes. Necesariamente, ¿el concepto de región es escalar? Si así es, ¿qué fenómenos pueden ser considerados ‘regionales’? ¿Existen diferencias entre la región y el lugar? ¿Qué criterios metodológicos existen para delimitar lo regional de aquello que no lo es? ¿Es la región la que preexiste a la escala, o viceversa? ¿Es la escala una cuestión pura y meramente geométrica, definida en función del tamaño o extensión de los recortes analizados de un espacio determinado? Allí se halla la raíz de la respuesta para otras problemáticas igualmente importantes, como los límites regionales, la duración de las regiones en cuanto tales y la exploración de la naturaleza objetiva o subjetiva de éstas. Siempre la geografía ha analizado la realidad a partir de su compartimentación en tres niveles o escalas: la mundial, la nacional y la urbana; pero Taylor (1985: 187-189) critica esa nomenclatura, señalando que ésta convierte a esas tres escalas en algo tan ‘natural’ como la división que establece la ciencia social entre actividades económicas, sociales y políticas: se trataría, para ese autor, de simples ‘ganchos’ en los cuales se ‘cuelgan’ conjuntos de ideas. En igual sentido, Lacoste (1990: 54) expresa que, habitualmente, la elección de la escala de un mapa es abordada como un problema de sentido común, en el que cada geógrafo escoge el nivel que le conviene sin conocer ni interrogarse acerca de las razones que motivan y justifican tal elección.

No es extraño, pues, que en la actualidad la relación entre escala y región sea tan oscura y nebulosa; lo que en verdad ocurre es que el concepto de región es objeto, como afirma Barsky (2001: 121-122), de una indeterminación escalar: una región puede abarcar la mitad de un continente, parte de un país o un área de cultivo de pocas hectáreas, un bloque económico o comercial constituido por varios países, un simple grupo de ciudades contiguas o una minúscula fracción del espacio devenida sede para el ejercicio del poder de ciertos grupos sociales. En términos generales, la escala ha sido comprendida más como un problema geométrico y matemático que como una cuestión epistemológica; de esa cosmovisión secular surge la idea de las regiones como entidades rígidas, y de las divisiones regionales como configuraciones históricas eternas. Simplista, la inmensa mayoría de los estudios regionales se contenta con delimitar las regiones a priori, para posteriormente encarar la descripción, el análisis o la interpretación de los elementos -físicos, sociales, económicos, políticos, culturales- que aquellas en principio ‘contienen’; nacen así divisiones regionales -y regiones- estáticas, reduccionistas, dotadas de pretensiones de inmanencia, incluso de perpetuidad. Como la llamada ‘escala regional’ suele basarse apenas en el tamaño o extensión de los recortes del espacio, impone límites claros, tajantes inmutables, los cuales diseñan y afianzan un formidable mecanismo de legitimación de la supuesta -y claramente equívoca- perennidad de regiones y regionalizaciones. Otro obstáculo surge de las diferentes percepciones y valorizaciones -tanto epistemológicas cuanto ideológicas- de lo regional y la escala a él asociada: la geografía regional francesa y el regionalismo excepcionalista alemán y norteamericano, consideraban a la región como base, objeto y fin último de sus estudios; las geografías cuantitativas nacidas de la revolución neopositivista de mediados del Siglo XX, consideraron a la escala regional como punto de partida para la inducción y la verificación; y el marxismo ortodoxo negó o, al menos, limitó sus posibilidades explicativas, pues al considerar a la escala mundial como la única realmente importante (Taylor, 1985: 194), extirpó las particularidades del todo, pues la idea de que el nivel regional fuera más que el escenario pasivo de reproducción de lo universal contradecía la estructura teórica y lógica de sus argumentos (De Castro, 1997: 58)

Superadora, la alternativa ofrecida por De Castro (1997: 60-61) propone diferenciar entre fenómeno y medida, es decir, entre la escala en tanto problema histórico y epistemológico y la escala en su acepción tradicional -un ejercicio de cuantificación fundado en criterios de superficie y geometría-: como medida de proporción, la escala es un problema matemático, generalmente plasmado en una representación gráfica concreta del espacio; pero cuando indica contenidos analíticos, es un problema epistemológico, objeto de la empirización de una realidad que, por definición, es multiescalar. Queda así efectuada la distinción entre universo o nivel de análisis y escala propiamente dicha. Santos (1996a: 99) va todavía más allá y liga a esta última con la noción de evento, postulando que la escala es un dato temporal y no propiamente espacial; y añade que, como el contenido de las diversas áreas tiene que ver con la naturaleza de los eventos que en ellas se extienden, éste, al cambiar a lo largo del tiempo, genera cambios en la superficie o área de incidencia, la situación y su extensión. Observada a la luz de ese enfoque, la escala deja de ser una noción geométrica para pasar a ser condicionada por el tiempo, convirtiéndose en un límite y un contenido que siempre está mutando, al calor de las variables dinámicas que deciden sobre el acontecer regional o local (Santos, 1996a: 98-99, 110 y 145). Se asocia el nivel regional, pues, a la escala de impacto o realización extensa de los eventos, dependiente a su vez de otra clase de escala -el origen o motor de tales acontecimientos-, responsable por la fuerza de los vectores implicados. Si, a su vez, se continuara considerando a la escala como un problema matemático, la región y el lugar serían diferentes el uno del otro; si se adoptara el enfoque de la escala como problema epistemológico e histórico, ambos conceptos se fundirían en una misma figura, volviéndose conceptos equivalentes: como la región es, también, un lugar -un pedazo del espacio configurado en teatro de tiempos externos múltiples-, la antigua distinción jerárquica y geométrica, en la que el segundo debía ocupar una extensión menor que la primera, pierde relevancia (Santos, 1996a: 90 y 108-109), volviéndose obsoleta y falaz.

No siendo inmutables o perennes, las regiones pierden longevidad, pues su escala -la extensión de los fenómenos que le dan vida y la configuran- varía con el tiempo. Obstinada y falaz, la insistencia del postmodernismo en decretar la muerte ontológica de la región y su caducidad como escala de análisis e interpretación procede justamente de este dato. Se vuelve necesario aquí recordar, con Santos (1992: 66), que una región es el locus de determinadas funciones de la sociedad total en un momento dado. Si a cada temporalización práctica corresponde una espacialización práctica, que no respeta las solidaridades y los límites anteriores, creando otros nuevos (Santos, 1996a: 108), el resultado es una permanente producción de desorden, que a cada momento es diferente del desorden precedente y del desorden siguiente (Santos y Silveira, 2001: 298). Se observan a menudo mutaciones en las respectivas escalas regionales, a veces extendiéndolas, en ocasiones comprimiéndolas, y en otros casos incluso disolviéndolas. Las regiones nacen, se desarrollan y mueren, mas no se trata de un proceso evolutivo lineal, sino de un movimiento desigual y combinado, en el que la duración de cada uno de esos momentos resulta, en verdad, impredecible, toda vez que depende de los avatares de los tiempos del mundo y del territorio, esto es, de los vectores que, externamente, definen la extensión o escala del ámbito local o regional. En el pasado, la duración de cada momento era más dilatada, lo cual impedía captar por completo esa metamorfosis, legitimando así la idea de la región como construcción estable; pero en la actualidad, las aceleraciones del período imponen cambios más repetidos en la forma y el contenido de las regiones: lo que hoy día hace a la región ya no es, para Santos (1996a: 226; 1996b: 196), su longevidad, sino una vida más corta y un nivel de existencia más complejo.

No siendo, pues, un parámetro fijo, la escala como problema histórico y epistemológico implica a su vez otra cuestión: así como los límites antiguos no son respetados por el proceso de cambio, tampoco lo son los criterios de vecindad espacial o contigüidad territorial que primaban otrora. Si en el pasado las regiones se configuraron por medio de procesos orgánicos, expresos a través de la territorialidad absoluta de un grupo, donde prevalecían sus características de identidad, exclusividad y límites -desarrollando solidaridades orgánicas casi exclusivamente dependientes de arreglos locales-, hoy imperan solidaridades organizacionales, arreglos externamente impuestos que determinan que ya no sea imprescindible que un subespacio cualquiera, para integrar una región, deba hallarse próximo a otros que sí la compongan, puesto que lo que define a aquella no es la cercanía, sino la coherencia funcional (Santos, 1996a: 226). Se asiste entonces al pasaje de una visión horizontal a un enfoque vertical de la región, en el que las solidaridades organizacionales convierten a los lugares en soporte y condición de relaciones globales que de otra forma no se realizarían (Santos, 1996b: 196), superponiéndose a los nexos y estructuras orgánicas preexistentes para reestructurar, destruir y recrear sus límites y sus duraciones, es decir, sus escalas. Surge así una paradoja: partiendo de la unidad entre tiempo y espacio, entre periodización y regionalización, el orden derivado o resultante se muestra, en términos temporales, como una sucesión continua de eventos, más se expresa, en términos estricta y específicamente espaciales, como una acumulación de fragmentaciones; existe, en otras palabras, contigüidad en el proceso histórico -un período sucede a otro, con fases de transición-, y dualidad en el plano geográfico (Gómez Lende, 2006: 156-157), puesto que los vectores derivados suelen fluctuar entre la vecindad y la discontinuidad - esto es, una misma región puede hallarse constituida por subespacios tanto próximos cuanto distantes-.

Otra cuestión atañe a la siempre inacabable discusión acerca de la objetividad o no de regiones y lugares -y, dadas las circunstancias, de la escala regional o local-, esto es, si ellas deben ser consideradas como entidades reales o, caso contrario, como construcciones metodológicas ad hoc; para De Castro (1997: 62), se trata de un falso debate. Sabido es que la realidad es, siempre, una construcción, una representación, una visión, que, así, asume la forma de un concreto pensado, captado y construido por aproximaciones sucesivas a partir de un conjunto sistémico de ideas -una teoría-, en el que el investigador descubre y al mismo tiempo inventa la variable-clave responsable por la producción de la unicidad y la diferencia, seleccionando los factores asociados y jerarquizándolos (Silveira, 1999b: 65; 2001: 161-162 y 166). Es falaz, por consiguiente, plantearse si las regiones del espacio-tiempo son una estricta creación del investigador o si poseen existencia objetiva y real, pues tienen un poco de ambas propiedades (Coraggio, 1978: 143), formándose a partir de un proceso real que les otorga legitimidad ontológica y que a su vez demanda un esfuerzo intelectual que les confiera validez epistemológica; mejor que discutir si hay o no validez explicativa para el concepto de región -escribe De Castro (1997: 62)- es buscar un nuevo mirar que, capaz de visualizar hechos nuevos, permita comprender la realidad, siempre proyectada en diferentes escalas y a su vez reflejada en cada una de ellas.

Otra cuestión concierne, finalmente, a satisfacer parámetros de rigurosidad y exactitud del lenguaje. No es lo mismo ‘división regional’ que ‘regionalización’. Según Mesquita (1997: 67-69), la división regional contempla la aplicación de una técnica racional de recorte del territorio, y es por tanto un concepto de válida aplicación a la clasificación de aquella resultante -la cual suele ser, por lo general, un inventario-, en tanto que la regionalización se refiere, por el contrario, a un proceso que siempre está ocurriendo, independientemente de la voluntad y la mirada del investigador, y que obliga a éste a procurar descubrir, conocer e interpretar las metamorfosis y disoluciones derivadas. Santos y Silveira (2001: 289) afirman que cada momento de la historia tiende a producir su orden espacial, que se asocia a un orden económico y a un orden social: es justamente ese orden espacial lo que se ha convenido en llamar ‘regionalización’; en cada período se verifica una regionalización del territorio, una diferenciación u orden espacial más o menos durable que, propio de un país dado, es determinado por la incorporación desigual de los datos intrínsecos a esa época. He aquí otro argumento que refuerza la tesis de la falsa perennidad de las regionalizaciones -y de las regiones a ellas asociadas-, pues, como explica Santos (1996a: 107), como los eventos no se dan aisladamente, sino en patrones o modelos movibles, que siempre están cambiando para ofrecer una nueva trama y una nueva verdad. No es la regionalización del espacio apenas una técnica analítica de recorte del territorio; se trata más bien de un proceso: el espacio está siempre rehaciéndose, sin jamás detener su incesante devenir -un movimiento desigual y combinado en el que algunos de los usos del territorio envejecen o desaparecen en ciertos lugares, en tanto que otros son perfeccionados y renovados en esas u otras áreas-. Sólo es posible, sin embargo, capturar un instante de ese proceso de metamorfosis, creaciones y disoluciones; éste constituirá un retrato fiel al momento en que fue atisbado, más ya no será exacto en relación al momento inmediatamente posterior, quedando parcialmente desfasado, obsoleto. Lo que se obtiene es, en verdad, una ‘regionalidad’, una cristalización del todo en movimiento, un momento del proceso de regionalización, que es a la regionalización lo que la totalidad y la modernidad son respecto de la totalización y la modernización (Gómez Lende, 2011).

Se puede entonces afirmar que el nivel regional es el resultado espacio-temporal de un conjunto de actividades, prácticas, reglas, normas, etc, no siendo apenas una parte del todo, sino el todo mismo concretado en lo local; las regiones son la totalidad, a raíz de sus vínculos con una estructura única, más también son el otro de la totalidad, en virtud de su singularidad o individualidad (Silveira, 1995: 55-57). Santos (2000: 112) sintetiza magistralmente esta posición al escribir que es el espacio -esto es, los lugares- el que realiza y revela el mundo, tornándolo historizado y geografizado, esto es, empirizado: los lugares son el mundo, que ellos reproducen de modos específicos, individuales, diversos: ellos son singulares, más también globales, erigiéndose en manifestaciones de la totalidad-mundo, de la cual son formas particulares. No es, pues, ya válido continuar contemplando a la región como un producto estático y eterno, estudiarla a partir de la realización de meros inventarios o catálogos enciclopédicos caprichosamente demarcados, o entenderla bajo el prisma de patrones antiguos, obsoletos, ya superados, como contigüidad, cohesión y organicidad, parámetros todos que, huelga señalarlo, han sido elementos centrales de la tradición regional de la geografía argentina.

Inventarios del territorio y divisiones regionales: antecedentes y propuestas de regionalización en Argentina

No existe hasta la fecha ninguna propuesta o antecedente de ‘regionalización’ que por ventura haya adoptado, en Argentina, un enfoque teórico y / o un camino metodológico similar al que aquí se ensaya. Siempre, y como ha ocurrido desde los albores de la geografía moderna hasta la actualidad, la inmensa mayoría de los estudios regionales se ha contentado con seguir un mismo camino de método, en esencia predominantemente cartesiano: dividir el espacio nacional para luego indagar acerca de la singularidad de los diversos pedazos obtenidos; por otra parte, la inmensa mayoría de los estudios regionales realizados por geógrafos, economistas, sociólogos y urbanistas se ha preocupado, sobre todo, por imponerle límites rígidos (y eternos) a las configuraciones derivadas, ora transformando a los subespacios resultantes en meros fragmentos dispersos, ora constriñendo al proceso general a límites arbitrarios, derivados tanto de meras cuestiones político-administrativas cuanto de la simple demarcación metodológica del universo de análisis. Son, si se quiere, simples ‘divisiones regionales’, más no regionalizaciones en stricto sensu, en virtud de las nítidas diferencias ya comentadas entre uno y otro concepto. Y, en los contados casos en que la geografía asume el desafío de emprender y concretar el análisis de un gran proceso histórico territorializado, las configuraciones regionales resultantes se reducen a hallazgos empíricos sin ninguna gravitación metodológica. Son comunes, además, algunas propuestas regionales que, sobre la base de distintos criterios, decantan en regiones ‘geográficas’ delimitadas vía una desordenada yuxtaposición de factores despojada de un sistema teórico-conceptual -un método- que le imprima coherencia. Todo esto confluye, decididamente, para que la región sufra, en el contexto de la geografía argentina, un proceso dual de banalización conceptual y proliferación metafórica que la conduce a ser confundida con nociones vagas, imprecisas, como área de influencia, zona.

Ofreciendo un rápido e interesante inventario de los antecedentes de ‘regionalización’ de la Argentina, Velázquez (2001: 107-108 y 178-181) explica que fue la necesidad del Imperio Español de otorgar límites ‘naturales’ a sus territorios coloniales -explicitada en la promulgación de la Ordenanza de Intendentes de 1772- la que inauguró una tradición de divisiones regionales basadas en criterios fisiográficos que posteriormente sería continuada por los trabajos de Parish, de Moussy, Burmeister, Delachaux y Kühn. No obstante, cuando a mediados del Siglo XX se produjera la incipiente incorporación, a los estudios regionales, de algunas dimensiones sociales y económicas, la hegemonía del naturalismo decimonónico experimentaría cierta erosión y resquebrajamiento, acusando el impacto que sobre esa doctrina generara la propuesta de Rohmeder (1943). Este autor, al distinguir entre las siguientes áreas: a) Quichua; b) Sierras Pampeanas; c) Cuyo; d) Cordillera Meridional; e) Chaco; f) Misiones; g) Mesopotamia; h) Pampa; i) Gran Buenos Aires; y j) Patagonia, forjó el germen para la construcción histórica de ciertas ‘regiones’ (GBA, Patagonia, Cuyo, Mesopotamia, Pampa, Quichua -luego Noroeste Argentino-), cuya supuesta ‘existencia’ permanece aun firmemente arraigada en la práctica disciplinaria de la geografía y el imaginario colectivo.

Sin embargo, poco tiempo después la obra de Daus (1957) conseguiría recuperar gran parte del terreno perdido por el naturalismo. Orientado a realzar la influencia de los accidentes del relieve y los factores físico-naturales en la división del territorio, ese autor clasificaría al país en: a) Noroeste; b) Chaco; c) Mesopotamia; d) Sierras Pampeanas; e) Cuyo; f) Pampa; g) Estepa; y h) Patagonia. Nacía así una tradición aún hoy vigente, sustentada en el falaz supuesto de que existen tantas regionalizaciones como criterios de posible aplicación, lo cual plasma y refuerza una estrategia didáctico-ideológica típica de la geografía argentina: enseñar primero lo que hay ‘debajo’ -lo físico-, luego lo que hay ‘encima’ -lo humano determinado por lo físico- y, por último, producir una pseudo-integración o ‘síntesis’ geográfica que, generalmente, nunca llega a concretarse (Barsky, 2001: 123-126). Tal tradición positivista se afianzaría con Difrieri (1958), postuló la existencia de trece unidades naturales: a) Puna y su borde; b) Sierras Subtropicales; c) Andes Áridos; d) Andes Patagónicos; e) Precordillera; f) Sierras Pampeanas y sus bolsones; g) Chaco; h) Pampa Seca; i) Pampa Húmeda; j) Mesopotamia; k) Patagonia; l) Islas Malvinas; y ll) Antártida Argentina. Ese sesgo naturalista y fisiográfico se volvería aún más predominante cuando, en ese mismo año, Siragusa (1958) diferenciara entre: a) Noroeste; b) Chaqueña; c) Mesopotamia; d) Pampeana; e) Sierras Pampeanas; f) Cuyo; g) Patagonia; h) Tierras Australes; e i) Mar Argentino, el cual a su vez resultó escindido en diversas sub-regiones.

Nada alteraría ese estado de cosas hasta la obra de Chiozza (1975), provista de una rica descripción empírica del territorio argentino, dividiera al mismo: a) Noroeste; b) Chaqueña; c) Noreste; d) Oasis Serranos; e) Oasis Cordilleranos; f) Pampeana; g) Metropolitana; y h) Patagónica. No obstante, un año después Roccatagliata (1976) propondría una ‘regionalización’ que, basada en criterios formales- funcionales y delimitada por amplias fajas de transición, retomaría algunos de los aspectos metodológicos más importantes del enfoque de Daus: a) Región Metropolitana de Buenos Aires; b) Macro Región Pampeana; c) Región Agro-silvo-ganadera con frentes pioneros de ocupación del Noreste y del Chaco; d) Región de los paisajes heterogéneos con economía mixta del NOA; e) Región Cuyana; f) Región de los núcleos económicos fragmentados de las Sierras Pampeanas; g) Patagonia; y h) Región Marítima Antártica. Se observa así un enfoque en el que factores sociales, económicos y ‘naturales’ son mecánicamente aglutinados en un esquema confuso y reduccionista dotado de cierto sesgo geométrico-formal, toda vez que recupera una antigua tradición, la de rotular a las regiones según su extensión. Veinte años casi debieron transcurrir para que surgiera una nueva propuesta: regresando al más crudo determinismo, Lorenzini y Rey Balmaceda (1992) realzaron la importancia de las características formales y fisiográficas del territorio, imprimiendo nuevos bríos a la ya clásica diferenciación de éste de acuerdo a su relieve, clima y recursos; las ‘regiones’ obtenidas de ese enfoque fueron: a) Llanura Platense; b) Meseta Subtropical; c) Noroeste; d) Cuyo; e) Sierras Pampeanas; f) Patagonia; g) Mar Argentino; y h) Antártida.

No agotada en la geografía, la cuestión regional ha sido también estudiada por otras disciplinas, especialmente por la economía, cuyas perspectivas analíticas y, sobre todo críticas, con recurrencia han compartimentado al país en apenas dos regiones: pampeana y extra- pampeana. Los estudios respecto de la dinámica de acumulación del capital y sus implicancias en cuanto al proceso de diferenciación regional condujeron a la economía de vertiente más crítica o radicalizada a la aplicación de los enfoques centro-periferia -muy en boga en las décadas de 1970 y 1980-, derivados de una filosofía estructuralista cuya esencia era diametralmente opuesta a los postulados del determinismo de las llamadas ‘regiones naturales’; elementos como la lógica de acumulación agraria e industrial, los procesos urbanos, y los conflictos y las alianzas urdidas entre distintas facciones de la burguesía como clase social pasaron a constituirse en fundamentos de una línea de pensamiento que sustituiría a la noción de ‘región’ por la de ‘economía regional’. Obras como las de Rofman (1974), Gerber y Yanes (1986) y Manzanal y Rofman (1989) inauguraron una tradición basada en la incorporación de cuestiones tales como las desigualdades, los circuitos productivos ‘regionales’ y la pobreza; sus aportes fueron, empero, más allá de lo empírico, convirtiéndose en verdaderas propuestas de método. Rofman (1979: 15-16) incluso estableció los criterios metodológicos para la diferenciación y clasificación de las regiones, entre los cuales sobresalían la capacidad productiva, los índices de productividad, el nivel de adopción del cambio tecnológico, el nivel de difusión del sistema capitalista, la cualificación de la fuerza de trabajo, la diversificación y especialización económicas, los niveles salariales, la dotación de infraestructura, el régimen de tenencia de la tierra, la capacidad de generación y retención de excedentes, la flexibilidad de los procesos de producción, la importancia de la industria y del sector agrario, la estructura del aparato estatal, los niveles de urbanización y el papel de las clases dominantes. No pensando al territorio como protagonista, ese enfoque estudiaba a los fenómenos económico-sociales como realidades desarrolladas sobre el espacio.

Inspiradas en el marxismo y el estructuralismo, las conclusiones del análisis centro-periferia del sistema mundial eran extrapoladas y trasvasadas a las realidades internas del país. Opulentas, urbanizadas, ricas y desarrolladas, las ‘regiones industriales’ se oponían a las ‘regiones agrícolas’, pobres y atrasadas; así, los estudios regionales del ‘colonialismo interno’ se confundían, en reiteradas ocasiones, con los del dualismo estructural. No obstante, uno de los grandes méritos del pensamiento estructuralista fue conferirles pertinencia epistemológica a las desigualdades regionales, aunque les haya negado identidad ontológica: las comprendió como manifestaciones empíricas de la expansión del modo de producción capitalista, pero sin reconocer su papel de variables activas en la génesis, la reproducción y la modernización de los recortes regionales del territorio. Nunca dudando de la legitimidad de las regionalizaciones con las cuales trabajaban, esos enfoques se contentaron con ensayar una descripción y una interpretación de las desigualdades existentes o verificadas en el seno de unidades regionales arbitrariamente delimitadas. Obstando sus limitaciones, tal enfoque tuvo la virtud de desafiar la idea de la contigüidad espacial o la vecindad territorial como categorías epistemológicas y fundamentos ontológicos de definición de las configuraciones regionales. Sustentado en algunos indicadores macroeconómicos -PBI per cápita, ingreso, estructura productiva, peso de las actividades industriales, etc-, la obra de Manzanal y Rofman (1989) dividió al país según jurisdicciones provinciales como unidades analíticas básicas y, así, distinguió entre las llamadas ‘regiones de industrialización tradicional’ -Polo Metropolitano, Capital Federal, y provincias de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza-, las denominadas ‘regiones de industrialización promovida’ -Catamarca, La Rioja, San Juan, San Luis y Tierra del Fuego-, las ‘regiones de escaso desarrollo industrial’ -Chaco, Corrientes, Entre Ríos, Formosa, Jujuy, La Pampa, Misiones, Salta, Santiago del Estero y Tucumán- y el ‘área patagónica’ -Chubut, Neuquén, Río Negro y Santa Cruz-; esa fue la primera vez que las normas jurídicas -los regímenes de ‘promoción industrial’, en este caso- fueron empíricamente consideradas como factores pertinentes a la diferenciación regional del país. Tal esquema se convirtió más tarde en una referencia, siendo repetido por la obra de Rofman y Romero (1997: 289-294).

Otra vertiente a considerar concierne a las propuestas de regionalización del territorio argentino encabezadas por el propio Estado nacional y algunas instituciones privadas; ellas proliferaron algunos años antes, en el marco de la década de 1960, cuando algunos entes burocráticos estatales y ciertos organismos públicos y privados - Ministerio de Economía, Ministerio de Salud, CONADE, INDEC, Consejo Federal de Inversiones, etc- adoptaron las bases metodológicas y las doctrinas ideológicas emanadas de la ‘ciencia regional’ norteamericana; así pues, las ‘regiones argentinas’ comenzaron paulatinamente a ser concebidas como ámbitos de planificación tecnocrática y, en consecuencia, a ‘adaptar’ sus contornos a los límites políticos- administrativos. Surgía, así, el germen de un fenómeno que, dos décadas tarde, decantaría en el desplazamiento e, incluso, la exclusión de lo regional de los estudios geográficos en nuestro país.

En efecto, desde las postrimerías del Siglo XX los estudios regionales han desaparecido casi por completo de la geografía argentina, a raíz de la pérdida de interés por parte de ésta en lo que atañe a las propuestas de ‘divisiones regionales’ o ‘regionalizaciones’. El apogeo del postmodernismo ha determinado la proliferación de estudios de caso estrictamente restringidos al ámbito local, en ocasiones incluso acotados a niveles de desagregación espacial mucho más pequeños, como la ciudad y el barrio; la más de las veces despojados de un sistema de conceptos, o bien basados en enfoques bastante eclécticos como el desarrollo endógeno y el desarrollo local, esos estudios poseen un impacto ciertamente limitado y, por añadidura, escasa gravitación epistemológica. Se ha asistido, durante la década de 1990, tanto a la aparición de ‘nuevas’ propuestas y cuanto a la reedición de otras de larga data, generalmente destinadas a la enseñanza pre-universitaria de la geografía y la realización de trabajos de divulgación (Velázquez, 2001: 108), lo cual consolida la tendencia de relegamiento de lo regional a manos de lo provincial. Obstando todos esos obstáculos, hoy día se impone, como imperiosa necesidad, abandonar la realización de simples inventarios enciclopédicos basados en accidentes de relieve, límites administrativos o factores inconexos, y reconocer que aquello que en el pasado solía llamarse ‘dependencia regional’ o ‘colonialismo interno’ asume actualmente nuevas formas y relaciones.

Cuestiones de método: las desigualdades regionales; categorías y variables de análisis

Quedó sentado que el territorio conoce un proceso de regionalización que, en cada período histórico, asume formas diversas, en virtud del diferente grado de modernidad de los puntos y áreas que componen a un país determinado. No obstante, en tal sentido surgen numerosos interrogantes ¿cómo ‘medir’ esa modernidad y, así, atribuir un valor a todos y cada uno de los subespacios involucrados en la constitución del espacio nacional? ¿Qué parámetros y criterios deberían ser tenidos en cuenta y a qué resultados conduciría la aplicación de los mismos? ¿Qué aproximaciones podrían, en resumidas cuentas, ensayarse a la cuestión? Santos y Silveira (2001: 259 y 268) proponen, como primera medida, distinguir entre zonas de densidad y raridad - diferencias en cuanto a cosas, objetos, hombres, movimiento y acciones, que pueden ser vistas sólo como números (indicadores), o bien como una situación y una historia -procesos evolutivos de factores urbanos, demográficos, económicos, técnicos, informacionales, normativos, comunicacionales, etc-. Otro enfoque posible es aquél que segmenta al territorio en espacios de la rapidez -dotados de mayor número de vías, vehículos y transportes, con una mayor vida de relaciones y una división del trabajo más espesa- y de la lentitud, y en espacios de la fluidez y la viscosidad -en virtud de la intensidad y frecuencia de la circulación- (Santos y Silveira, 2001: 260-263). Otro aspecto a considerar es una cuestión eminentemente política: los espacios que mandan y los espacios que obedecen. Santos y Silveira (2001: 263-264) señalan que los espacios del mandar son ordenadores de la producción, del movimiento y del pensamiento en relación al territorio como un todo, toda vez que la producción que dinamiza a ciertas áreas tiene su motor primario o secundario en otros puntos del territorio nacional o incluso del extranjero; no es que haya un lugar comandando a otro; es más bien una metáfora, en tanto y en cuanto los límites a la elección de comportamientos en un lugar pueden ser atribuidos a intereses localizados en otro (Santos, 1996a: 109). Los espacios del mandar de un país periférico son, en resumidas cuentas, hegemónicos apenas dentro de sus límites, más también obedientes a los mandatos del mundo, imponiéndolos como un credo al resto de la sociedad, la economía y el territorio; ellos ejercen, por tanto, una suerte de regulación delegada, situada fuera de la competencia doméstica, que sólo deja exiguos márgenes y contados resquicios para la libre elección de derroteros y destinos.

Se puede, a su vez, discriminar los lugares conforme a su productividad, es decir, de acuerdo a su aptitud en para el eficaz desenvolvimiento de una actividad o el desempeño de una función valorizada, considerada moderna o estratégica. Es en tal sentido que algunas regiones son reconocidas como las más aptas para el ejercicio de determinadas producciones, en virtud de determinadas virtualidades (Santos y Silveira, 2001: 299). Los vectores que permiten distinguir entre espacios rápidos y lentos, densos y raros, fluidos y viscosos, pergeñan una productividad espacial (Santos, 1996a: 197), síntesis híbrida de las densidades técnica, informacional y normativa (Silveira, 1999a: 422). No obstante, tal diferenciación puede entrañar cierto reduccionismo; al analizar exclusivamente los intereses y criterios de evaluación mercantil del capital, los aspectos despreciados por éste podrían ser ignorados o subestimados. Santos y Silveira (2001: 299 y 301) explican ese riesgo implícito cuando escriben que las exigencias de productividad varían conforme a las actividades o funciones desempeñadas, y que el territorio puede valorizarse en un momento dado para el ejercicio de cierto nivel de capital y tornarse, paralelamente, menos valioso para los hombres.

No agotando el análisis, esos conceptos conducen a la cuestión de la racionalidad del espacio. El concepto de ‘espacio racional’ concierne a las áreas donde se dan cita los vectores de una racionalidad superior o hegemónica, a la cual responden la producción, la circulación y el consumo (Santos, 1996a: 244). No obstante, el concepto de ‘espacio racional’ o ‘de la racionalidad’ es un tanto restrictivo, pues no se trata de cualquier racionalidad, sino de la dominante: esos puntos y esas áreas deberían ser considerados, entonces, como espacios de la racionalidad hegemónica. Opuestos a los anteriores, los demás espacios deberían ser considerados irracionales, más esto es sólo así desde el punto de vista de quienes desearían ver como única a la lógica dominante; se trata, en verdad, de contra-racionalidades, divergentes de la voluntad de unificación y homogeneización propia del orden global (Santos, 2000: 110). Son, en cierto modo, sede de situaciones no razonables, incapaces de subordinarse completamente a la lógica dominante o de acceder a la modernidad actual: ellas son atestiguadas por los pobres, los excluidos, las actividades marginales y las áreas menos modernas; y, oponiéndose a la ceguera y a la complacencia intrínseca a los llamados espacios de la racionalidad, esos lugares devienen teatros de la contrafinalidad y la revuelta (Santos, 1996a: 193, 206 y 246), en virtud de su marcado y en ocasiones agudo -incluso deliberado- desfase de los designios del orden global.

Obrando de mediadora entre los espacios racionales e irracionales, la ideología desempeña un papel-clave, pues actúa como legitimadora de las diferencias y como eficaz justificación de la adopción del modelo hegemónico de modernización. Silveira (1999a: 434) explica que, hoy, se difunde una narrativa de la modernización del territorio que, pretendiendo asegurar un consenso social para la modernización, enseña una lección moral: la modernización territorial es un proceso necesario e inevitable, y cualquier alternativa que se le oponga es, por definición, irracional. Surge así la psicoesfera, conjunto de ideas, creencias, pasiones que opera proveyendo de reglas a la racionalidad o estimulando el imaginario (Santos, 1996a: 172) con imágenes y relatos de la modernidad; agentes públicos y privados crean la ilusión del desarrollo y enmascaran la desidia y perversidad del capital, ocultando tanto el empeoramiento de los problemas económicos, sociales y ambientales que en teoría las nuevas funciones, vectores y dinamismos venían a resolver, como la generación de otros nuevos, por lo general más graves que los preexistentes. Otrora ciegas y complacientes, las áreas que sucumben al encanto de ese canto de sirenas suelen darse cuenta demasiado tarde de la trampa en la cual han caído, y ensayan una rebelión contra el nuevo orden establecido, forjando una nueva contra-racionalidad.

Síntesis de los enfoques hasta aquí presentados, los conceptos de geografía luminosa y geografía opaca o letárgica esclarecen la cuestión. Los espacios luminosos son, para Santos y Silveira (2001: 264), aquellos más proclives a acumular densidades técnicas e informacionales, los más aptos para atraer actividades con mayor contenido en capital, tecnología y organización; son locus de los eventos propios del nuevo orden, áreas y puntos movedizos en los que el trabajo universal y el trabajo local crean una solidaridad ad hoc, funcional a los designios del mundo (Silveira, 1999a: 415; 2008: 11). Se aglutinan, en un mismo concepto, las cuestiones de densidad, rapidez y fluidez, de productividad espacial y racionalidad, proponiendo una visión más abarcativa, más integradora; por oposición, los subespacios donde tales características se hallarán ausentes serían los espacios opacos. Otra cuestión a subrayar es la luminosidad no implica necesariamente homogeneidad. Silveira (1999a: 416-417) distingue entre dos clases de luminosidad: una, equiparada a la noción de ‘espacio del mandar’, es la luminosidad primaria, donde son acogidas las instancias de control en el comando del territorio; la otra atañe a una luminosidad secundaria, de segundo grado, dependiente, donde las regiones, al constituir islas competitivas orientadas a la exportación, son estratégicas para la expansión de la modernidad, teleorganizadas, comandadas desde puntos lejanos, convirtiéndose en espacios movedizos e inconstantes del orden global, donde ciertas instancias opacas filtran el pleno avance del medio científico-técnico-informacional.

Como la estructura del espacio es, en virtud de su fuerte componente material, la instancia social de más lenta metamorfosis, ella es también la más desigual, debido a la persistencia de elementos venidos del pasado que tienden a reproducir el todo tal como éste era en la fase precedente (Santos, 1982: 54). Son áreas letárgicas u opacas, ciertamente ajenas a la modernidad actual e incluso a las oleadas modernizadoras que la antecedieron; de los datos del período contemporáneo, esos lugares conocen más su nombre que su existencia concreta, pues, al buscar reproducir una totalidad anterior, expresan una división territorial del trabajo obsoleta, producto de una combinación explosiva: sus nexos orgánicos dejaron de contar con el apoyo del Estado, al paso que no son escogidas por los nexos organizacionales (Silveira, 1999a: 414; 2008: 11). Se trata de espacios sujetos a una inercia más o menos prolongada, integrantes de lo que Walker (1978: 36-37) denomina ‘ejército de reserva de lugares’, que sólo importa en tanto garantía para la reproducción potencial, en el futuro, de la plusvalía. No obstante, algunas de esas áreas componen, más que un ejército de reserva, una masa marginal de lugares, porque ni siquiera presentan o conservan las variables superadas propias de modernidades pretéritas: es otra forma de definir a los espacios lentos, viscosos, improductivos, irracionales. Necesaria para permitir el análisis de las desigualdades regionales, la coexistencia en un mismo país de áreas luminosas y letárgicas, da lugar a un desarrollo desigual y combinado (Santos, 1996a: 107), surgido de la combinación de las nuevas lógicas - plasmadas o encarnadas en objetos, acciones, normas, técnicas, ideologías, agentes, funciones, etc- con las herencias de otras épocas; el resultado es el contrapunto entre medios concretos o perfectos del medio técnico-científico-informacional y medios repulsivos a la modernización (Silveira, 1999a: 443-444), y un variado espectro de situaciones intermedias. Siempre, empero, debe recordarse que ambos extremos del abanico son tan sólo pistas heurísticas, puntos de partida para el análisis, pudiendo ampliar su número y calidad al ser confrontados respecto de la realidad empírica del territorio.

Orientado a ofrecer una renovada concepción de la región que entienda a ésta como una escala de la realidad y del pensamiento, el espíritu del presente trabajo reconoce en aquellas tres identidades que funcionan en tres niveles: a) una totalidad de tercer orden; b) una particularidad concreta, empírica, de la segunda totalidad -el país en su conjunto-, y; c) una funcionalización de una totalidad superior a ambas, la totalidad-mundo. Surge, pues, como objetivo central de esta obra, descubrir e interpretar la constitución en Argentina de un nuevo mapa regional, resultante de la combinación de las herencias del pasado y las fragmentaciones introducidas por el período contemporáneo; esto dependerá de la validación de las siguientes hipótesis de trabajo: a) la esencia de cada período histórico-medio geográfico es encarnada por un modelo de modernización -modernidad- que penetra y conquista el territorio de manera puntual y heterogénea, lo cual permite que, en los lugares, se produzca tanto la sucesión cuanto la coexistencia de vectores modernos y antiguos; b) a cada período histórico le corresponde una regionalización, una forma de diferenciación más o menos durable del espacio nacional, determinada por la incorporación social y territorialmente desigual de los datos propios de la época considerada y la combinación de éstos con los vestigios de edades pretéritas; c) la irrupción de las variables-clave del medio técnico- científico-informacional (la modernidad actual), al superponerse a la impronta dejada por el pasado, fragmenta (regionaliza) el espacio nacional, forjando un nuevo retrato empírico plausible de ser intelectualmente descubierto y recreado; y d) el nuevo mapa resultante no se rige exclusivamente por criterios de contigüidad territorial, sino, y sobre todo, por parámetros de coherencia funcional, rehaciéndose continuamente según varían las condiciones materiales e inmateriales de existencia del período.

No se trabaja aquí sobre una división regional pre-constituida, sino para la regionalización, de suerte que la comunión entre el gran proceso histórico territorializado y el prisma forjado por el investigador - edificio teórico, categorías y variables escogidas, reinterpretación de los hallazgos, etc- revela y, al mismo tiempo, inventa, un nuevo mapa ‘regional’, que resulta de: la relación del país con el mundo y de ambos con los lugares; y de la combinación de lógicas y retratos tanto contemporáneos como pretéritos: las áreas luminosas y opacas resultantes, en vez de emerger como fragmentos propios de cada región establecida ex ante, despuntan como recortes del espacio que conforman categorías definidas ex post a partir de su descubrimiento- invención. Se ha escogido el nivel departamental para descubrir-construir una ‘regionalización’ debido a que esa división político-administrativa permite revelar la naturaleza general y particular evitando tanto los riesgos de la excesiva agregación espacial como la tentación postmoderna de adoptar niveles analíticos demasiado pequeños.

Silveira (2003: 23) propone dos pilares metodológicos para el estudio del espacio: la periodización -que permite distinguir fracciones coherentes de tiempo y, así, develar la formación y valorización de las porciones del territorio-; y la construcción articulada del orden global y los respectivos órdenes locales -que proporciona instrumentos conceptuales para emprender el estudio del mundo y los lugares, con la necesaria mediación del país o territorio-. Sobre la base de distintas herramientas analíticas -epifenómeno y estructura, configuración territorial y dinámica social, variables motoras y dominantes, mercado mundial y Estado, lo antiguo y lo moderno, clases dominantes internas, capitales hegemónicos externos y actores hegemonizados, técnica y política-, y siempre al abrigo de los conceptos de medio natural, medio técnico y medio técnico-científico-informacional, se erige el primer pilar, del cual han surgido los siguientes períodos: 1) el ocaso del medio natural (1492-1776), fundado en el llamado ‘modelo potosino’, signado por la conquista española, la esclavización y exterminio de los aborígenes y la extracción de metales preciosos; 2) el medio técnico (1777-1975), desagregado en tres fases: a) la ‘Argentina Criolla’ (1777-1870), con epicentro en la independencia política formal, el auge de la ganadería y la formación de la clase terrateniente doméstica; b) el ‘modelo agroexportador’ (1871-1929), basado en la hegemonía del capital británico, la modernización de la maquinaria de circulación, el ingreso masivo de migrantes europeos y la remesa al exterior de carnes y cereales; y c) la ‘industrialización sustitutiva de importaciones’ (1930-1975), caracterizada por un patrón mercado-internista entre cuyos rasgos se hallan la distribución progresiva del ingreso, el brío cobrado por la urbanización, las grandes migraciones internas y la intervención en la economía de un Estado- empresario devenido primero populista y luego desarrollista; 3) el período técnico-científico (1976-1989), donde los regímenes autoritarios de la época precipitaron el desmoronamiento parcial del modelo industrial, suplantándolo por el auge de la valorización financiera; y 4) el medio técnico-científico-informacional que, inaugurado a partir de 1990, y consumado por el pleno imperio del sistema de poder neoliberal, implicó la privatización de las empresas estatales ligadas a la producción y distribución de bienes y servicios, la ‘desregulación’ de la economía, la reprimarización y extroversión de la estructura productiva, y el exacerbamiento de las desigualdades sociales y territoriales: es el período que obra de marco para el hallazgo-producción de una regionalización del territorio.

No obstante, el segundo cimiento -la construcción articulada del orden global y de los respectivos órdenes locales- exige un desarrollo ciertamente más complejo, sustentado en los conceptos de verticalidades y horizontalidades (Santos, 1996a: 206), síntesis del omnipresente contrapunto que se advierte en el territorio entre las fuerzas del Estado y mercado, lo interno y lo externo, lo antiguo y lo nuevo (Santos, 1992: 75-80). Si se considera a las verticalidades, ellas atañen a los puntos adecuados a las tareas productivas hegemónicas que, características de las actividades económicas que comandan este período histórico, responden a los intereses de los macro-actores; entablando solidaridades apenas organizacionales que reflejan la funcionalización del mundo en el lugar, esas fuerzas se componen de reglas egoístas y utilitarias, vectores de una integración jerárquica regulada a distancia que, procurando una homogeneidad funcional a dictados externos, siembran el germen del desorden en las regiones en las cuales se instala (Santos, 1996a: 206-207; 1996b: 137; 2000: 106; Silveira, 1999a: 386). Son, pues, hitos o manifestaciones empíricas de la mundialización del capital, articulando a subespacios no necesariamente contiguos, más sí siempre regidos por una misma lógica económica que pretende homogeneizar los aspectos técnicos y políticos de la producción en función de los intereses de las grandes empresas; ellas plasman así la idea de Gottmann (1975) según la cual el territorio puede ser visto como un recurso. Surge un espacio de flujos formado por puntos discontinuos, que asegura el funcionamiento global de la sociedad y de la economía. Las horizontalidades, en cambio, son fuerzas que niegan ese orden global, funcionando a partir de solidaridades orgánicas y varios relojes, lo cual da lugar a su tejido continuo y heterogéneo de modernidades y obsolescencias materiales y organizacionales (Silveira, 1999a: 369 y 386; Santos, 1996a: 206; 2000: 105 y 108-111). Opuestas a los espacios planificados, conquistados por el pragmatismo de la razón instrumental, las horizontalidades obligan al territorio a metamorfosearse en algo más que un simple recurso, a convertirse, como pretende Gottmann (1975), en un abrigo. Así como las verticalidades configuran un espacio de flujos reservado a los actores hegemónicos, orientado a reproducir sus privilegios, las horizontalidades componen un espacio banal, protagonizado por todos los actores, independientemente de su jerarquía; son extensiones sin discontinuidad -como en la definición tradicional de región-, donde son tomados en cuenta todos los actores y todas las acciones.

Objetos concretos, híbridos, perfectos, importados; acciones pragmáticas, exactas, dotadas de un know-how homogéneo y globalizado; normas pretendidamente ‘flexibles’ que imponen un derecho universal basado en la competitividad, la modernización y el mercado mundial; información especializada; cronodinámica exacta (en tiempo real); y una neoburocracia, compuesta tanto del mercado cuanto del ámbito público, reflejan el imperio de las verticalidades. Objetos poco concretos, de contenido local o regional, a veces antiguos; acciones localmente creadas, imprecisas, ‘irracionales’; normas basadas en la vecindad y criterios localmente formulados, apegados a la métrica estatal y a regulaciones pretéritas; información general o banal procedente de patrones empírico-cotidianos; cronodinámica no transmitida instantáneamente; y actores aglutinados en burocracias y burguesías regionales, pequeñas y medianas empresas y la población en general, son expresiones horizontales del espacio geográfico (Silveira, 1999a: 430-431). Otra forma de entender esas fuerzas en el territorio -no excluyente, sino más bien complementaria de la anterior- es concebirlas en términos de circulación-cooperación (las redes) y de producción (la división del trabajo y la especialización productiva).

Obedeciendo a las numerosas e influyentes necesidades de cooperación entre los lugares, las redes forman un espacio análogo de flujos -un territorio reticular (Silveira, 1999a: 415)-, que tiene vocación de ser ordenador del espacio total, tarea que le es facilitada por tanto el hecho de a él ser superpuesto cuanto por la particularidad de que, en el período actual la circulación prevalece sobre la producción propiamente dicha (Santos, 1996a: 226; 2000: 106-107). Las redes de transporte, energéticas e informacionales adquieren relevancia en el análisis del territorio, importancia que se trasvasa a sus diversas instancias - circulación portuaria, aérea, ferroviaria, petrolera, gasífera, eléctrica, telecomunicaciones, bancaria, bursátil, etc-, con sus respectivas zonas de escasez, lentitud y viscosidad, de obsolescencia y opacidad, más también sus puntos globalizados, obedientes a una racionalidad superior; a su vez, esas redes retroalimentan y exacerban desigualdades ya existentes, ayudando a crear otras nuevas: lo que suele llamarse ‘espacio de flujos’ en realidad no abarca a todo el espacio, sino que se trata, en realidad, de un subsistema, formado por puntos o, como máximo, líneas y manchas (Santos, 1996a: 183). En la actualidad el propio patrón geográfico es definido por la circulación, la cual comanda los cambios de valor en el espacio, desempeñando un preponderante papel en la regionalización, pues al operar a partir de fuerzas tanto centrífugas cuanto centrípetas, destruye viejos recortes espaciales y crea otros nuevos (Santos, 1996a: 181 y 188-189). Segmentos y nodos considerados por la óptica de los actores hegemónicos valiosos y / o estratégicos para la circulación de las personas y el capital y para el desenvolvimiento de las vinculaciones con el exterior, determinan que gran parte de las redes adquiera, en los respectivos países, un sesgo ciertamente globalizado. Ora porque han sido refuncionalizadas conforme a las exigencias de racionalidad de la circulación internacional, ora porque, al ser reciente su configuración -parcial o total-, los rasgos de la modernidad en curso -la globalización- se han instalado en el momento mismo de su concepción, ellas operan de modo extrovertido -obediente a la lógica del comercio mundial-, convirtiéndose en vehículos de una circulación innecesaria (Santos y Silveira, 2001: 297-298) que acarrea un peso o costo social.

Se puede estudiar las redes argentinas de transporte, energía, telecomunicaciones y finanzas a partir de dos enfoques complementarios: el análisis de la fluidez virtual, vinculada a la dotación cuantitativa y cualitativa de vías, soportes y vehículos aptos para la circulación; y el análisis de la fluidez efectiva, ligada a la desigual cobertura de la regulación y funcionamiento de los sistemas considerados, y a la frecuencia y densidad de su uso (Santos y Silveira, 2001: 262-263). Necesario es, entonces, estudiar e interpretar los dinamismos asociados a puertos e hidrovías, aeropuertos, vías férreas y rutas, cuencas de explotación petrolera y gasífera, oleoductos y gasoductos, sistemas eléctricos de distribución y consumo, centrales térmicas, represas hidroeléctricas y usinas nucleares, sistemas de telecomunicaciones -telefonía fija y móvil, TV por cable y satelital, INTERNET, fibra óptica- y financieros -colecta y distribución geográfica del dinero, bancos, plazas bursátiles, endeudamiento externo-, para así descubrir diferentes rostros de la desigualdad regional y dar cuenta tanto de los espacios de la rapidez y la lentitud como de los espacios de la fluidez y la viscosidad.

Si los aspectos intrínsecos a la división del trabajo y de la producción no son abordados, el análisis permanece trunco. Santos (1996a: 104 y 106) define la división del trabajo como un motor de la vida social y de la diferenciación espacial -el proceso por el cual los recursos disponibles se distribuyen social y geográficamente-. Ora internacional, ora territorial, la división del trabajo, al permitir la producción e instalación de las posibilidades del mundo en países y lugares, opera como realidad empírica y como herramienta intelectual, objetivando e individualizando los eventos, y fracturando el territorio a partir de un orden espacial relativamente perdurable que afianza ciertas jerarquías preexistentes, en tanto que modifica a todas las demás. Según Santos (1996a: 109), su estudio comporta dos enfoques: la sucesión o encadenamiento histórico de actividades; y la superposición de funciones en un mismo momento histórico -una es útil para descubrir-inventar la periodización, la otra lo es para atisbar y, al mismo tiempo, crear la regionalización del espacio propiamente dicha-. No fundándose apenas en la ocupación de las áreas hasta entonces periféricas, la división del trabajo implica también la remodelación de los lugares ya conquistados por racionalidades pretéritas, afianzándose y profundizándose en las áreas ya portadoras de densidades técnicas e informacionales vía su superposición respecto de los vectores y dinamismos preexistentes; el resultado es el rediseño del valor y del significado de los recortes del espacio nacional, lo cual redunda en nuevos despedazamientos y reuniones, siempre dependientes del omnipresente contrapunto entre la división internacional del trabajo -vector puramente externo que demanda de países y lugares el desempeño de una función- y la división territorial del trabajo propiamente dicha -que puede ofrecer resistencia a las exigencias exógenas de cambio y racionalidad-.

Orientado a estudiar el desarrollo en el país de un nuevo orden de funciones productivas, urbanas y rurales, el análisis de la división del trabajo apunta, sobre todo, a la llamada producción innecesaria, formada por las vocaciones exportadoras del espacio nacional. Surge, en un primer momento, la política de las articulaciones forjadas entre la división internacional de la producción y la división territorial del trabajo, condensadas en un mapa verticalizado de funciones hegemónicas fundado en la solidaria comunión de regulaciones y recursos, es decir, de productividades espaciales: destacan aquí, en lo relativo a la Argentina moderna, sectores como la ‘industria’ automotriz, la explotación pesquera y la minería metalífera, así como también la nueva normatización del territorio nacional, dada por novedosas formas jurídico- organizacionales globalizadas como las zonas francas y las normas de calidad productiva y ambiental. Sobresale, en un segundo momento, el campo o medio rural, quizás el ámbito en el que las formas y contenidos del espacio mutan con mayor rapidez ante la influencia de factores externos: aquí se impone, primeramente, una visión de conjunto, en la que se interpreten los nexos entre la globalización de la agricultura y la irrupción de variables como la biotecnología, las finanzas y la genética, para luego estudiar el desenvolvimiento de la función hegemónica por excelencia -en el caso argentino, la soja transgénica-, y los diferentes momentos y estadios de racionalización de las actividades menos modernas -los circuitos productivos ‘regionales’ ligados al algodón, la caña de azúcar, la yerba-mate, la citricultura, la vitivinicultura, la fruticultura, la explotación ganadera cárnica y lanar, la silvicultura y la industria forestal a ella asociada-. Necesario es completar ese retrato del espacio nacional enfocando la atención en las relaciones de la ciudad para con el campo, así como también en las formas, funciones y estructuras o jerarquías de la red urbana -crecimiento demográfico, multiplicación del número de ciudades, relaciones de macrocefalia, metropolización y desmetropolización, nacimiento de nuevas generaciones urbanas (urbanización corporativa privada) y desaparición de antiguas camadas (poblados rurales), etc-.

Necesario es, antes de presentar los resultados empíricos en tal sentido obtenidos, efectuar una última aclaración: la ‘regionalización’ que a continuación se presenta no aspira a perdurar en el marco del imaginario colectivo y la práctica científica de la geografía. Sin renunciar a una vocación o pretensión de universalidad, la síntesis teórica de las situaciones empíricas del país y sus particularidades concretas aquí propuesta es ofrecida al debate geográfico contemporáneo como una contribución a la reproducción de la teoría mayor, y como un aporte a la renovación del entendimiento del espacio y de la región como concretos pensados. Se procura atisbar y diseñar, capturar y dibujar un retrato fiel del espacio nacional, a sabiendas de que ese relato y esa imagen serán, como apunta Silveira (2003: 24), una interrogación; siempre existirán otros retratos posibles.

El nuevo orden espacial del territorio argentino: interpretación de resultados empíricos

Superpuestos, nuevos y viejos mapas regionales no pueden ser adecuadamente comprendidos sin conocer, en principio, la impronta o mella dejada por el pasado en el país y sin incorporarla posteriormente como punto de referencia para el análisis; de ahí la importancia de la periodización, que permite analizar la constitución del territorio, delimitar el universo temporal de análisis e indagar acerca de los contenidos de la modernidad contemporánea, identificando, a su vez, a los usos del territorio y a las funciones de los lugares, clave en cuanto a la definición del actual orden espacial y de las regionalidades derivadas. Argentina ha sido, desde su misma génesis, estructurada para remesar su producción hacia los centros de poder y riqueza del sistema capitalista mundial. Si bien los cambios en su vocación exportadora determinan las continuidades y rupturas de los usos del territorio, repercutiendo sobre el desarrollo de las relaciones internas de dominación y, por ende, impactando de lleno sobre las diferenciaciones y las compartimentaciones preexistentes, todavía el país se revela, en términos generales, como un territorio coherente en lo que concierne al desempeño relativamente eficaz de las funciones agrícolas, pecuarias, industriales y energéticas más valiosas que fueron implantadas durante el transcurso de las distintas fases o etapas del medio técnico. Surge, de ese mosaico de hibridaciones, mezclas y re-combinaciones, la idea de la regionalización u orden espacial, entendido como un permanente proceso de construcción-destrucción-reconstrucción de diferenciaciones y jerarquías, de frecuentes desvalorizaciones y revalorizaciones de diversas partes del territorio- (Santos y Silveira, 2001: 295).

Como el orden espacial se expresa en tanto función del orden global, todos los recortes de un país determinado son obligados, ante su imperio, a revelarse más proclives a alojar a las fragmentarias y renovadoras fuerzas externas del mercado -las empresas hegemónicas, los organismos internacionales, los gobiernos de las grandes potencias y la burocracia racionalizada- o, por el contrario, más tendentes a preservar condiciones materiales e inmateriales legadas por el pasado - apego a la métrica estatal pretérita, a sistemas técnicos locales antiguos pero aún eficaces para la reproducción del cotidiano, pautas sociales, culturales y políticas largamente elaboradas, reglas tradicionales de desenvolvimiento económico, persistencia de actores sociales forjados al calor de otras condiciones históricas, etc-, cristalizándolas, reivindicándolas o afianzándolas. Todo ese abanico de regionalidades no contempla, sin embargo, la constitución y reproducción de modelos puros, sino más bien de híbridos de globalidad y localidad, razón por la cual sus respectivas opacidades y luminosidades no pueden, pues, ser abordadas ortodoxamente, esto es, despojadas de matices.

Lícito es admitir la existencia de regiones donde se verifica una globalización que, si bien no puede ser en modo alguno absoluta, encarna con la mayor fidelidad posible al orden universal, respondiendo a las exigencias del todo; son las áreas luminosas, sede de la implantación de las lógicas dominantes de turno y de la superposición de vectores modernos, espacios que, en virtud de sus densidades técnicas, informacionales y normativas, se vuelven relativamente aptos para desempeñar eficazmente un denso reticulado de funciones de nivel global -actividades jerarquizadas propias de la división territorial del trabajo (variables dominantes) y de la división internacional del trabajo (variables motoras)- y que, por consiguiente, se metamorfosean en lugares surcados por una circulación fluida y poblados por producciones modernas. Es lo que Silveira (1999a: 415) llama ‘pedazos inteligentes en el territorio nacional’. Sin embargo, esas luminosidades no son homogéneas: si algunos lugares son escogidos para la empirización de ciertos contenidos del período gracias a la profusión y acumulación de temporalidades -la superposición de las mellas o improntas dejadas por oleadas modernizadoras precedentes- y, también, en solidaridad a la previa existencia de datos de la modernidad actual -aquello que Myrdal (1957: 39) denominaba ‘causación circular acumulativa’-, otras áreas lo son en virtud de la menor espesura del tejido local y de la raridad de variables modernas, rasgos que a menudo devienen funcionales para la implantación de segmentos puntuales de las redes y de la división del trabajo.

Surge, en primera instancia, la luminosidad primaria o espacio del mandar, bajo la forma de grandes ciudades globales, generalmente metrópolis nacionales y, en algunos casos, secundarias y regionales; en ellas, una división del trabajo densa y acentuada, y una circulación espesa y fluida, mantenida tanto con el resto del país cuanto con el exterior, permiten la incorporación acelerada de los datos y racionalidades de la modernidad actual, aunada a una abrumadora participación en cuanto a la configuración territorial de sus vectores y, también, alojando a las instancias de comando de gran parte de las funciones del territorio, para regular políticamente su desenvolvimiento y reproducción. Son puntos y áreas que se diferencian nítidamente del resto del país, especialmente gracias a sus apabullantes densidades técnicas, informacionales y normativas y, también, a la continuidad -por lo general, secular- de la supremacía que históricamente han desplegado en plano interno; de ahí la relativa estabilidad y permanencia de esos espacios del mandar en lo que atañe a sus formas y su contenido -su geometría y estructura-. Se trata, ciertamente, de regiones signadas por una vida de relaciones rica y frenética, medios concretos o perfectos de la modernidad donde las variables contemporáneas, al superponerse a los vectores más antiguos -y ahora refuncionalizados para servir al orden mundial y a las demandas de racionalidad de la economía globalizada-, forjan jerarquías y dinamismos de nuevo cuño que, en virtud de su relativa armonía, sobresalen en el conjunto general del espacio nacional.

Son regiones donde la industria antaño desempeñaba un papel motor en cuanto a la reproducción de sus dinamismos y de su hegemonía, el cual es ahora ocupado por la información. Su centralidad es tanto un producto de su concentración cuantitativa y cualitativa de variables-clave cuanto de su papel de comando en lo que respecta a la configuración de éstas en el resto del país; podría decirse, en cierto modo, que esas áreas acumulan vectores y, al mismo tiempo, regulan su reparto espacial, volviéndose, así, responsables por la producción de las solidaridades que articulan e integran en un todo coherente, más también contradictorio, a los diversos pedazos del espacio o territorio nacional. Ordenadores de la producción, el movimiento y el pensamiento, y sedes por excelencia de la producción y reproducción de discursos, acciones, normas e ideologías, esos lugares ganan, gracias a su vinculación con los centros del sistema capitalista global, un poder que somete al resto del país a temporalidades fragmentadas, con frecuencia desfasadas respecto de los ritmos del mundo; ellos ejercen un comando político sobre otros lugares y acogen plenamente las instancias de regulación técnica de sus propias producciones, más también obedecen a órdenes emanadas desde una lógica jerárquica externa, ejerciendo un control delegado que los configura en vehículos o portadores de las racionalidades del mercado mundial, en intermediarios entre las estructuras planetarias de dominación y el resto de los lugares, sobre los cuales ejercen, de variadas formas, su propio acto de imperio. Su privilegiada posición les permite compartir con lo que Santos (1994: 18) llama ‘gobierno mundial’ -organismos internacionales, banca extranjera, firmas globales y gobiernos de las potencias y países centrales- el monopolio jurídico y político de la producción de regulaciones públicas y privadas: por un lado, esas regiones concentran la abrumadora mayoría de los datos y recursos del período, irradiando todas las formas de pensar y de hacer, ejerciendo un magnético influjo y un incontestable poder que determinan la convergencia de buena parte de los flujos y la emisión de la mayoría de las teleacciones; por otro lado, participan, junto a vectores e instancias externas, de la selectiva difusión de esos mismos atributos de la modernidad actual en el resto del territorio.

Se dan cita allí factores tales como: puertos y aeropuertos dinámicos; accesos viales y ferroviarios convergentes; y áreas de densa cobertura energética e informacional; densos flujos materiales e inmateriales de intercambio interno y externo; especializaciones productivas valorizadas y jerarquizadas a escala mundial y territorial; acumulación de normas globales; urbanización corporativa, centralización de las finanzas; comando a distancia de las actividades modernas desarrolladas en el resto del país (minería, energía, industria, agricultura, ganadería, turismo); globalidad de las acciones; concretud de los objetos; racionalización de las normas; espesura de la división territorial del trabajo; gigantismo urbano; fluidez del movimiento; densidad del capital y de la fuerza de trabajo; concentración de las actividades modernas o neurálgicas de este período; y áreas plenamente abastecidas por la producción, la circulación y el consumo. Sobresalen en el mapa argentino manchas más o menos contiguas -la Capital Federal, casi todo el Gran Buenos Aires, algunas coronas metropolitanas periféricas, La Plata y buena parte del eje manufacturero del norte provincial-, y también puntos relativamente aislados de raridad, como algunas metrópolis secundarias -Gran Rosario, Gran Córdoba- y la metrópoli regional de Santa Fe, donde convergen una circulación fluida de personas, mercancías, capitales e información y una producción - industrial y agrícola- globalizada, extrovertida, orientada hacia el exterior.

Siempre, empero, las nuevas formas de comando y dominación impuestas por la ‘globalización’ requieren de la multiplicación de centros secundarios. Surgen así áreas de menor dinamismo refulgente, definidas a partir de su modernidad y extroversión, gracias a la relativa dispersión de las industrias dinámicas, el auge de la agricultura modernizada y del turismo internacional, la profusión de flujos materiales e informacionales y la prosperidad de actividades extractivas globalizadas; son espacios luminosos de segundo grado, donde superponen los comandos, las regulaciones, las normas que garantizan el eficaz desenvolvimiento de los usos hegemónicos del territorio. Obstando su condición agrícola, industrial, de servicios o la combinación o aglomeración de distintas actividades dinámicas, todos esos espacios de la racionalidad se caracterizan por su inserción en una cadena productiva global y por su lógica extrovertida, determinada por las relaciones distantes frecuentemente entabladas con el extranjero: después de los espacios del mandar, esos lugares han sido los que han aceptado más fiel y perfeccionadamente las lógicas dominantes del orden mundial; concentrando quizás una ínfima parte del reparto territorial de los vectores de la modernidad actual, áreas y puntos luminosos sufren una racionalización de las actividades y una unificación de los comandos. Todas las regulaciones del mundo y del país se dan cita allí, a menudo solapándose, para dejar una impronta más o menos duradera sobre el tejido material e inmaterial preexistente; alcanzadas por ciertos fragmentos de las variables-clave del período, estas áreas son objeto del afianzamiento y superposición, a veces solidarios, a veces contradictorios, de los vectores de la globalización, en aras de consagrar su reproducción al servicio del mercado global.

Son, también, áreas gobernadas por antiguas vocaciones, más o menos estables, tendentes a asumir un papel de comando sobre el espacio contiguo; son regiones propias de otros tiempos, que no se transforman en bloque al compás de la oleada modernizadora actual, permitiendo la paradójica convivencia de vectores recientemente incorporados, de variables antiguas o pretéritas recientemente refuncionalizadas e inercias pretéritas devenidas obsoletas. Su dinamismo y centralidad no obedece apenas a la adopción de uno o más datos del período contemporáneo, sino que también depende de la superposición y combinación de aquellos respecto de divisiones territoriales del trabajo que, pese a su origen y raigambre pretéritos, representaron, en un momento dado de la historia del lugar, funciones valorizadas del medio técnico. En esas regiones se yuxtaponen, por consiguiente, los trazos modernizadores de la historia en movimiento, configurándose como resultado de la laboriosa reescritura del territorio con las letras del presente; al haber acogido a diversas modernidades - esto es, al haber albergado a vectores jerarquizados y datos dinámicos intrínsecos a las racionalidades dominantes de uno o más períodos históricos-, han elaborado un tejido más espeso y profuso, más cargado de lo que Santos (1996a: 92) llama ‘rugosidades’, más poblado de inercias, más pleno de densidades demográficas, técnicas, funcionales y normativas. Son espacios donde el medio técnico alcanzó cierto apogeo o madurez, y donde la globalización no apagó masivamente los restos del pasado, sino que los re-significó, añadiendo a lo ya existente objetos, acciones, normas y técnicas propios de esta época. Como acumulan los impactos de tiempo de diferentes épocas y modelos, en esos lugares ha quedado, ciertamente, una huella perdurable, perenne que, en el marco actual, se erige en una componente estructural, entablando solidaridades más o menos funcionales con fragmentos recientemente empirizados del nuevo patrón hegemónico de producción y organización: dual, la luminosidad de esas áreas responde tanto a la multiplicación de variables modernas como a su combinación con datos dinámicos pretéritos. Son, a su vez, áreas que pese a ejercer una limitada regulación técnica sobre su propio acontecer, irradian un comando técnico y político hacia el espacio contiguo, imponiéndole sus propios ritmos ‘regionales’ de modernización.

No trabajando aisladamente, elementos de edades y temporalidades diferentes comulgan para remodelar áreas ya conquistadas por las lógicas dominantes de antaño; los nuevos sistemas de eventos suprimen la mayor parte de la ‘irracionalidad’ del lugar, más no desplazando, sino rejuveneciendo las rugosidades del pasado. Son espacios racionales -metrópolis regionales, ciudades intermedias dinámicas y áreas agrícolas- donde la productividad, la velocidad, la fluidez y las densidades los configuran en centros polifuncionales y nodos secundarios de producción, circulación y / o consumo, llevándolos a concentrar buena parte de los datos del medio técnico-científico- informacional, y desarrollando un modelo híbrido de modernidad, fundado en la complementariedad entre técnicas, formas, funciones y normas de edades diversas. Es el caso de gran parte de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos; allí se verifica la combinación de divisiones territoriales del trabajo propias de épocas diferentes, la superposición aglomerada de los datos de la modernidad actual y la densa cobertura de las redes. Son lugares donde abundantes formas geográficas -puertos, ferrocarriles, aeropuertos y, sobre todo, el sistema caminero- participan del frenesí de la circulación, entrelazando a las manchas y puntos más productivos. Espesa, la cobertura de los flujos y de los consumos energéticos e informacionales se superpone a un mapa marcadamente caracterizado por su generosa contribución al sistema financiero; y dotadas de elevadas densidades demográficas, técnicas e informacionales, las zonas implicadas son privilegiadas por el abastecimiento masivo de los bienes y servicios básicos -más propios de un medio técnico maduro- y, también -aunque de modo más puntual-, por la presencia de las variables informacionales del período. Sometidas al imperio de la agricultura globalizada, una próspera ganadería de exportación y un moderno conjunto de actividades industriales, áreas más o menos contiguas diseñan los recortes de un territorio cadenciado por el frenesí que comanda el desenvolvimiento y reproducción de un espacio globalizado de flujos: la expansión de la soja y de otras modernas especializaciones agrícolas se imprime sobre zonas trigueras, maiceras y otras destinadas al cultivo de girasol o al desenvolvimiento de una explotación ganadera tradicional; el tejido industrial heredado es renovado y dinamizado; surge una moderna economía de servicios, a menudo basada en el turismo; paralelamente, una elevada densidad normativa, concretada a partir de la localización puntual de algunas zonas francas, el desarrollo de una urbanización concentrada y aglomerada -con frecuencia corporativa-, y la incompleta extinción de pequeños poblados definen a un proceso sistemático de racionalización del espacio cuyas sístoles y diástoles se expresan en el solidario y contradictorio movimiento de metropolización-desmetropolización del territorio.

No obstante, esa configuración regional adquiere, en el resto del país, un sesgo mucho más entrecortado y fragmentado, revelándose como un disperso conjunto de minúsculos puntos dinámicos o enclaves. Tal es el papel desempeñado por determinadas metrópolis regionales (Gran Mendoza, Gran San Miguel de Tucumán), ciertas ciudades capitalinas (Salta, La Rioja, San Fernando del Valle de Catamarca, Resistencia-Corrientes, Posadas, Neuquén-Cipolletti, San Juan, San Luis, Santa Rosa-Toay, Rawson, Deseado, Ushuaia) y algunos de sus nodos secundarios -los oasis vitivinícolas y los campos petroleros mendocinos (San Martín, Las Heras, Luján de Cuyo), las aglomeraciones agrícola-industriales del noroeste (Cruz Alta, General Güemes), algunos fragmentos pampeanos (Hucal, Realicó, Maracó, Quemú Quemú), el norte industrial puntano (General Pedernera) y determinados espacios gobernados por el turismo vernáculo e internacional (Iguazú, Bariloche, Lácar, San Martín de Los Andes), algunos de los cuales se encuentran dotados, también, de una clara vocación petrolera y / o energética (Escalante, Güer Aike, Río Hondo)-. Superpuestos al peculiar mosaico de condiciones de existencia legadas por oleadas modernizadoras previas, los atributos de éste y otros períodos históricos persisten aún en el presente para privilegiar a determinadas fracciones del territorio argentino.

No obstante, el medio técnico-científico-informacional es desconocido en vastos rincones del país; son las sombras del retrato territorial, las áreas ya no de menor presencia, sino incluso de ausencia de vectores de la globalización. Son geografías opacas, funcionalizaciones regionales que, al revelar una inercia espacial, una lentitud en la metamorfosis de sus condiciones materiales e inmateriales de existencia, tienden a reproducir el todo tal como era en la fase precedente. Son lugares que raramente contienen variables modernas, y cuando éstas se instalan, no funcionan como tales, siendo distorsionadas o deformadas. Obstando esos rasgos comunes, las regiones letárgicas distan, en Argentina, de ser homogéneas; las actuales condiciones de existencia del territorio obligan a distinguir entre regiones marcadas por una opacidad fragmentada -donde la introducción puntual de algunos vectores hegemónicos es posible-, y regiones signadas por un letargo puro - anclado en una reproducción del pasado absolutamente ajena a los dinamismos contemporáneos-.

Opuestos a los espacios que, en virtud de su largo y denso pasado, constituyen acumulaciones más cargadas de historia, y donde a la espesura de la huella dejada por modernidades pretéritas se añade su reescritura con las letras del presente, los lugares donde el tejido socio- territorial es más tenue y débil, donde hoy se verifican algunos dinamismos, pero que en el pasado permanecieron como páginas prácticamente en blanco de la historia -apenas rozadas por un medio técnico ya maduro e incompleto-, dan cuenta de una opacidad fragmentada, esto es, de un letargo incompleto, segmentado; así pues, si una luminosidad secundaria estaría basada en la refuncionalización socio-económica y el rejuvenecimiento territorial de aquellos lugares que ya fueron dinámicos en el pasado, las opacidades fragmentadas se caracterizarían, en cambio, por la incompleta y selectiva conquista de áreas periféricas o marginales en el proceso de valorización del espacio. No son lugares escogidos por la acción global por su acumulación de densidades técnicas e informacionales o su aglomeración de dinamismos, sino de espacios que, en virtud de su ‘virginidad’, son penetrados y conquistados con relativa facilidad por datos puntuales del período actual; un medio técnico incompleto permite la difusión de ciertas variables hegemónicas que, al no hallar las resistencias de un territorio previamente modernizado, se funcionalizan más notoria y agresivamente, creando solidaridades organizacionales allí donde las solidaridades técnicas y orgánicas son escasas o se hallaban ausentes. Se trata, pues, de geografías letárgicas propias de épocas pretéritas que ahora pasan a albergar fragmentos de la modernidad actual de efímero, limitado y fugaz dinamismo: puntualmente ‘privilegiadas’ por el orden global, sobresalen las áreas petroleras y gasíferas, los espacios de la producción energética, los puntos de explotación minera, los frentes agrícolas recientemente conquistados por la crono-expansión de la frontera agropecuaria, algunos cinturones agropecuarios propios de otros tiempos y ahora recientemente racionalizados o refuncionalizados por las lógicas actuales, las zonas francas empirizadas prácticamente en el medio de la nada, algunos pequeños poblados y ciudades gobernadas por industrias dinámicas, los enclaves del turismo nacional e internacional, las modernas generaciones urbanas y áreas casi despojadas de densidades técnicas, pero dinamizadas por una circulación globalizada.

Obstando la escasez o raridad de vectores modernos, esos espacios se destacan gracias a la conflictiva disfunción que en ellos acarrea la implantación de las variables dinámicas: los vectores de la globalización en curso no se empirizan como un conjunto solidario -como ocurre en las áreas de luminosidad secundaria-, sino más bien como un mosaico fragmentado de factores recíprocamente aislados, cada cual obedeciendo a su propia racionalidad y sin desarrollar, en el espacio contiguo, complementariedades funcionales que conduzcan a la producción de solidaridades orgánicas; si uno o más datos modernos arriban a esas áreas, ellos entrarán en contradicción con el tejido socio- territorial preexistente, comprometiendo o amenazando la supervivencia de actividades más antiguas, tanto dinámicas como obsoletas. Segmentados por lógicas diferenciadas, esos espacios se revelan parcialmente irracionales para el orden global, y absolutamente irracionales para todos los demás actores -la inmensa mayoría- no articulados al desenvolvimiento de la lógica dominante. Suele ocurrir, asimismo, que esos espacios alojen a formas modernas y extrovertidas de circulación y producción -redes financieras y de telecomunicaciones, transporte (puertos y aeropuertos inactivos, ramales ferroviarios clausurados, rutas en pobres condiciones de preservación), servicios esenciales (gas, electricidad)-, que drenan justamente bienes y recursos estratégicos que les son negados a las poblaciones locales -por lo general, vectores ya maduros en las áreas luminosas, imperativos superados de las fases del medio técnico.

Tres son posibilidades que dan vida a esas situaciones: la irrupción directa de los vectores globales en un área letárgica o escasamente modernizada; variables ya maduras en otros rincones del país que se desplazan hacia lugares hasta entonces vírgenes para su desarrollo; y funciones que, antaño esenciales para la definición del lugar, se tornan repentinamente estratégicas para el nuevo orden espacial y, por ello, son reestructuradas -racionalizadas- a partir de una moderna y -a veces novedosa- combinación o correlación de riquezas y normas, de virtualidades naturales, sociales, técnicas, económicas y políticas. Obstando sus singularidades, es menester recordar que todos los casos descriptos funcionan como enclaves ajenos al resto del territorio.

El primer caso concierne a áreas recientemente conquistadas por actividades extractivas -hidrocarburos, minería metalífera- y agrícolas -soja transgénica- valorizadas al extremo por la lógica hegemónica. Son lugares donde el trabajo global se funcionaliza a pesar de -y en detrimento de- el trabajo local, a expensas de la materialidad heredada, de las inercias sociales y de las rugosidades territoriales propias de épocas anteriores. No obstante, y a pesar de su agresividad y de su impetuoso y avasallante avance, esa modernidad es, comparada con la vida de relaciones de las áreas de luminosidad secundaria, prácticamente insignificante, hallándose objetivada en minúsculos enclaves que operan racionalizando el cotidiano local. Organizados a ultranza para satisfacer intereses externos, esos espacios son, en principio, lugares de la ceguera y de la complacencia. El modelo de modernización territorial es anticipado, acompañado y legitimado por una psicoesfera, un discurso que cierra -so pretexto de inapropiados o irracionales- todos los caminos alternativos; es el momento de las promesas de ‘efecto derrame’, de los argumentos de ineluctancia y necesidad, de la propuesta de panaceas, y así la racionalidad dominante se impone sin enfrentar obstáculos significativos. No obstante, como esa misma lógica reproduce un espacio concreto o perfecto en el seno de un medio históricamente repulsivo a la modernización -entablando con el entorno circundante relaciones de aislamiento, destrucción, alienación y dominación-, el resultado es la fragmentación, la incoherencia y la anarquía. Surge así, a veces súbita y espontáneamente, otras veces largamente elaborado, el espacio local como lugar de la revuelta. Son éstos los espacios que testimonian con mayor elocuencia las contradicciones de un modelo hegemónico que ejerce su supremacía en forma-límite, no sólo agotando las virtualidades locales globalmente valorizadas, sino también avivando la dormida, pero siempre latente, resistencia de los agentes hegemonizados.

El segundo caso comprende dos situaciones diferenciadas. Una corresponde a vectores que, tornados relativamente maduros en ciertas áreas luminosas, irrumpen en espacios letárgicos y escasamente modernizados. Es el caso, por ejemplo, de la reciente conquista del noroeste y el nordeste por parte de un dato históricamente propio de la pampa húmeda -el cultivo de cereales (maíz, trigo)-. No obstante, como esos lugares son apenas rozados por las racionalidades modernas, las solidaridades tejidas suelen ser frágiles o endebles, creando disfuncionalidades que les impiden concretar la productividad espacial que esa vocación ‘regional’ había logrado forjar en otras áreas y puntos del país. Otra se configura a partir del trasvase espacial de actividades que, relativamente obsoletas para las lógicas contemporáneas, han sido, en términos históricos, inherentes a la definición y reproducción de otros cotidianos regionales: la colonización algodonera-intensiva del noroeste argentino (Salta, Catamarca, La Rioja) y el paulatino desplazamiento de la vitivinicultura de exportación hacia el sur de los oasis cuyanos, el norte patagónico y el sur salteño son vívidos testimonios de esa modalidad de construcción de una opacidad fragmentada. Son vectores que, luego de haber agotado sus áreas tradicionales de referencia, o pretendiendo hallar en los nuevos emplazamientos un refugio que atempere su retroceso o decadencia, acaban volviéndose prósperos en los lugares recientemente invadidos.

Otras actividades, esenciales para la reproducción de los cotidianos regionales, e incompletamente refuncionalizadas por las lógicas del medio técnico-científico-informacional, se revelan como la tercera manifestación de un letargo segmentado. Ciudades y áreas agrícolas donde numerosos rasgos del pasado continúan aún intactos diseñan regiones opacas que, estructuradas en derredor de la reproducción de una división territorial del trabajo pretérita, son incompletamente refuncionalizadas, para así procurar adaptarse a las demandas de racionalidad del período. Si a veces se trata de vectores que, habiendo sido valiosos en el pasado, continúan siéndolo en la actualidad -hidrocarburos-, en otros casos se trata de actividades que han resultado objeto de una valorización más reciente -citricultura-. Otras situaciones constituyen, por el contrario, vocaciones históricas que han conseguido sobrevivir luego de un período más o menos extenso de decadencia -caña de azúcar, vitivinicultura-. Nacidas y desarrolladas para abastecer el mercado doméstico, esas producciones se destinan ahora a la exportación como un efecto colateral o adaptativo, originado en un afán de supervivencia derivado del estrangulamiento de la demanda interna. Otro ejemplo, finalmente, lo proporcionarían aquellas actividades o funciones cuya génesis, propia en un pasado remoto, obedeció a las exigencias del mercado mundial y que, desde entonces, han permanecido sujetas a sus avatares, conociendo, en la actualidad, una prosperidad relativa -peras y manzanas, lanas, industria forestal-. Siempre se trata de una incompleta reestructuración de determinados vectores históricamente estratégicos para la reproducción local.

Obstando sus singularidades genealógicas, todas esas formas de opacidad fragmentada se expresan como islas competitivas orientadas a la exportación, estratégicas para la expansión de la modernidad a partir de la propagación de los nuevos usos hegemónicos del territorio o de las nuevas formas dominantes que asumen los usos preexistentes del espacio. Son lugares cuya dualidad es tan extrema que recuerda, en cierto modo, la noción neomarxista de ‘semiperiferia’, propuesta por Wallerstein (1978) y reapropiada por Taylor (1993). La semiperiferia es un concepto que, al separar los dos extremos del bienestar material -centros y periferias- (Taylor, 1993: 10), proporciona los ejemplos geográficamente más interesantes; siendo la categoría más dinámica de la economía-mundo, la semiperiferia se refiere a una forma específica de estructuración del espacio geográfico basada en la combinación particular de procesos de centro y de periferia, ya que no puede afirmarse la existencia de procesos semiperiféricos ni un predominio neto de procesos de centro sobre periferia y viceversa; es una amalgama, un híbrido que alberga en su seno las tensiones derivadas de la fragmentación (Gómez Lende, 2004: 208). Salvando las distancias, ambas categorías se revelan mixtas, inestables, y dotadas de límites difusos. Tanto las áreas de luminosidad secundaria cuanto las regiones de opacidad fragmentada comparten rasgos como: 1) el desempeño local de funciones estratégicas para la reproducción del orden global y del modelo de modernización; 2) una producción y una circulación innecesarias, comandadas desde fuera, que erosionan e incluso arrasan con la reproducción del espacio banal; y 3) una ampliación y profundización de una división del trabajo también innecesaria que, solidaria respecto de los procesos de crisis y desaparición sufridos por algunas actividades tradicionales, obliga a los lugares a participar del credo a la falaz y tendenciosa idea de que, sin exportar, es imposible modernizarse. Existen también paralelismos - como se verá más adelante- con las áreas letárgicas puras, a saber: 1) impacto negativo de los procesos de privatización y ‘desregulación’, especialmente en lo que atañe al funcionamiento de los sistemas técnicos más importantes y las redes de abastecimiento de los servicios más básicos y elementales; y 2) la modernidad actual -el medio técnico- científico-informacional- está más presente ideológica (psicoesfera) que materialmente (tecnoesfera).

En esos lugares, la llegada de la modernidad es violenta y apabullante; por consiguiente, la evolución de la materialidad y la vida de relaciones, de la configuración territorial y la dinámica social, deviene mucho más divergente, resquebrajando, a partir de la superposición de las nuevas velocidades y dinamismos, la armónica monotonía del pasado. No obstante, algunos relictos persisten, y por ello las zonas de opacidad fragmentada son las regiones donde se vuelve más patente el contraste de las formas y los contenidos del espacio. Solidaridades bastante frágiles se entablan en los respectivos espacios locales: ya sea entre el capital global puntualmente localizado y las burguesías regionales, entre objetos importados y arcaicos, entre acciones precisas e irracionales o entre normas externas e internas, el resultado de ese proceso es la coexistencia conflictiva, contradictoria, de variables modernas y / o modernizadas y modos de existencia más antiguos obsoletos y a menudo en vías de extinción, de los cuales sólo han sobrevivido contados vestigios o relictos.

Implacable, la soja transgénica es responsable por el limitado dinamismo que, merced al magnético influjo de las finanzas y la biotecnología, puebla el norte tucumano, el sudeste salteño, algunas manchas de Formosa, buena parte de Santiago del Estero y Chaco, el norte santafesino y fragmentos de Córdoba y Buenos Aires, a veces combinada con una urbanización corporativa privatizada, como ocurre, por ejemplo, en el este catamarqueño. Otras expresiones propias de una agricultura y una ganadería globalizada, de exportación -los enclaves vitivinícolas sanjuaninos, mendocinos y salteños, el valle frutícola medio y bajo del Río Negro, la cuenca forestal del nordeste, buena parte del Tucumán citrícola-azucarero, el sur ganadero puntano y los principales centros agrícolas riojanos y catamarqueños, ligados al cultivo intensivo del algodón y el olivo-, se funcionalizan en distintos rincones del país, revelando la presencia de una modernidad circunscripta a vocaciones exportadoras análogas o similares. Epicentro de una explotación petrolero-gasífera y/o una producción energética globalizadas, el este salteño, el sur correntino, la faja oriental rionegrina y buena parte de Neuquén, Chubut y Santa Cruz se integran también a ese mapa; en el caso patagónico, también destaca la ganadería ovina modernizada y el turismo internacional. Siempre coexistiendo en un marco de vecindad territorial, más también de recíproco aislamiento funcional, esos vectores erigen los enclaves de una economía extractiva y agropecuaria globalizada. Otros casos son aquellos donde los datos responsables por ese frágil e inestable dinamismo se oponen al tejido socio-territorial preexistente: así lo atestigua la minería metalífera, cuya prosperidad en el noroeste, San Juan y la Patagonia amenaza, en razón de su impacto ambiental, la supervivencia de variables tanto dinámicas -turismo, agricultura de exportación- cuanto obsoletas -actividades de subsistencia-. En Tierra del Fuego, la irracionalidad de un éxodo industrial ya consumado y una producción manufacturera en vías de reconversión se entremezclan con una elevada densidad normativa y un fuerte dinamismo demográfico. Lo mismo ocurre en la costa rionegrina, donde el frenesí de la circulación portuaria y los vínculos directos del lugar con las principales rutas marítimas del comercio internacional contrastan respecto de una marcada decadencia económica y notoria obsolescencia urbana; y las capitales jujeña y formoseña, al hospedar a un escaso y poco dinámico mosaico de vectores globales, revelan un letargo signado por una circulación lenta, antiguas funciones agrícolas y segmentos poco modernos de la economía urbana.

Sólo el tiempo dirá si, una vez agotado el vector responsable por su puntual y limitado dinamismo, los lugares ‘tocados’ por esa oleada modernizadora volverán a constituirse en regiones opacas puras -aún más desolados que en el pasado- o si, durante la vida útil de ese rasgo o función, otros datos modernos se precipitarán sobre la variable pionera para forjar una embrionaria luminosidad secundaria; estando más condenadas a lo primero que destinadas a lo segundo, dichas regiones son las más propensas a protagonizar nuevas fragmentaciones y compartimentaciones, y también las más susceptibles al rápido agotamiento o al veloz vaciamiento de sus funciones. Son, por ende, las regiones menos duraderas del conjunto, las más dependientes e inestables.

Figura 1: Regiones del medio técnico-científico-informacional en Argentina. Referencias: 1 to 1: Luminosidad primaria; 2 to 2: Luminosidad secundaria; 3 to 3: Opacidad fragmentada; 4 to 4: Opacidad pura.
Fuente: Elaboración propia.

Otras situaciones del nuevo mapa regional argentino corresponden, empero, a geografías opacas o letárgicas en sentido estricto, esto es, aquellas que, sin manifestar impureza alguna, se revelan plenamente cohesionadas en virtud de la unívoca presencia de un mismo factor o atributo común: la decadencia, la obsolescencia, el estancamiento. Negaciones del actual modelo de materialidad y poder, las regiones así constituidas se desenvuelven como vastas y compactas áreas continuas, a veces intercaladas por puntos luminosos, casi siempre despreciadas por las facciones hegemónicas del capital e invisibles a los ojos del Estado. Sistemas de circulación envejecidos, actividades urbanas decadentes, producciones agrícolas y ganaderas poco valorizadas o de subsistencia ejecutadas bajo pautas tradicionales, industrias obsoletas, pueblos desaparecidos o en vías de correr esa suerte, vacíos de consumo, pequeñas urbes que jamás desempeñaron una función estratégica o bien fueron vaciadas de ella, y burguesías ‘regionales’ anquilosadas en el tiempo constituyen sus principales características. Se trata, pues, de espacios irracionales, a veces no sólo carentes de valor para el capital, sino también para sus propios habitantes, que con frecuencia acaban emigrando. Surge entonces una paradoja: si en las áreas más densamente modernizadas la profusión de vectores racionales puede impedir o conspirar contra la renovación de formas y contenidos, en las regiones letárgicas puras es la ausencia de variables modernas la que desalienta la funcionalización del orden global; paralelamente, eso contrasta respecto de aquellos lugares caracterizados por un letargo fragmentado, donde justamente su virginidad para la modernidad los metamorfosea en objeto de valor para el capital.

Si las regiones de luminosidad secundaria y, en menor medida, las de opacidad segmentada, son alienadas por su consagración a una lógica extravertida y fragmentaria, las áreas letárgicas puras son dominadas por una irracionalidad -concebida así sólo por los estrechos criterios de la lógica hegemónica- basada en su lealtad al pasado y al lugar, en su incapacidad de funcionalizar los datos modernos del período, y en su impotencia para retener los pocos rasgos que les fueran legados por modernidades pretéritas. No es extraño observar allí que los rasgos propios de los sub-períodos o fases más maduras del medio técnico, y también de épocas aún más remotas -el modelo agroexportador o la economía colonial, por ejemplo-, sobreviven prácticamente intactos, apenas modificados o siquiera ‘rozados’ por los atributos de este período. En el mapa de la modernidad actual, despuntan como vacíos de producción, circulación y / o consumo: sobresalen las áreas cordilleranas y la puna jujeña, gran parte de La Rioja, Formosa y Corrientes, el oeste salteño y santiagueño, el sur sanjuanino y el oeste y sur catamarqueño; allí persisten los minifundios, las economías indígenas y campesinas de subsistencia, la ausencia de servicios básicos o elementales y una agricultura y ganadería de cuño tradicional.

Otro caso es el de aquellos lugares cuya vocación histórica comienza a declinar, a experimentar determinadas rupturas, a partir de las cuales se agotaron, volviéndose incluso repulsivos para el desenvolvimiento de una actividad dada, generalmente aquella que tradicionalmente los definió horizontalmente como ‘región’ -la estabilidad de determinadas prácticas agrícolas, por ejemplo-. Son áreas que, en el pasado, desarrollaron una función relativamente dinámica, más ahora envejecida y disfuncional para las racionalidades del presente; son, a su vez, actividades cuyo desenvolvimiento no es estratégico para el orden global, más sí esencial para concretar la reproducción horizontal del acontecer local, a veces incluso destinadas a la exportación. Sólo el paso del tiempo permitirá establecer si los vaivenes del mercado mundial acabarán por sepultar a esa actividad que esforzadamente pretende sobrevivir, o si arribarán otros vectores modernos que, combinados con el pasado, forjen una nueva jerarquía. Esa insistencia de reproducir una modernidad pretérita explica la persistencia de algunas verdaderas rugosidades regionales: la caña de azúcar en gran parte de Jujuy, el sur salteño y algunos fragmentos de Tucumán, la vitivinicultura tradicional del centro mendocino y sanjuanino, los yerbatales en el sur y este misionero o la fruticultura y la ganadería ovina en el centro y sur rionegrino, fragmentos cordilleranos neuquinos y la meseta central chubutense- testimonian vívidamente ese proceso.

Otra situación es aquella que emerge a partir de la reproducción, en los lugares, de divisiones del trabajo pretéritas derivadas. Se trata de actividades y vocaciones ‘regionales’ que, siendo históricamente propias de otras áreas, se han tornado obsoletas o decadentes en éstas, debiendo colonizar otros rincones del país para perpetuar una existencia que, en las condiciones actuales, es puesta en jaque, y que, pese a todo, continúa soportando las mismas dificultades estructurales que sufría antaño para su reproducción. Otrora próspero y ahora decadente, el algodón, confinado por la expansión sojera hacia áreas marginales de fuerte arraigo, revela la futilidad de los intentos de modernización basados en la historia ‘regional’ en el sur formoseño, buena parte de Corrientes y la faja nororiental chaqueña. Lo mismo ocurre con la explotación forestal en ciertas áreas correntinas y con la ganadería y la agricultura tradicional de cereales y girasol del norte cordobés, el este catamarqueño, gran parte de San Luis, el centro y sur pampeano y parte del oeste y costa bonaerense.

No es extraño, a su vez, que un futuro no demasiado lejano depare el surgimiento, en el territorio argentino, de una cuarta situación posible; se trataría de las regiones que, recientemente alcanzadas por las racionalidades del período actual, componen el mapa propio de una opacidad fragmentada, fundada en la empirización segmentada de ciertas variables globalizadas cuyo desenvolvimiento es tan dinámico como devastador y fugaz, signado por la desolación, incluso el estrago social, económico y ambiental; de ahí el acelerado agotamiento de las variables implicadas y, por consiguiente, el efímero dinamismo de los lugares involucrados, amén de la destrucción de todos aquellos datos del pasado que, en un horizonte incierto, podrían haber permitido otras acciones o transformaciones posibles con las cuales procurar la modernidad. Tal parece ser la forma que adoptarán, dentro de algunos años, áreas actualmente dinamizadas por el imperio de la soja transgénica, la minería metalífera y la explotación hidrocarburífera: suelos yermos, yacimientos agotados y precios internacionales en baja pueden conspirar para que esos espacios relativamente globalizados devengan irracionales, perdiendo jerarquía y dinamismo, y hundiéndose en un letargo aún más pronunciado que antaño.

Todas las áreas opacas recuerdan, en cierto modo, a las tesis neomarxistas de Samir Amin y André Gunder Frank; allí, el subdesarrollo surgía como un subproducto de la coexistencia del modo de producción capitalista y los residuos derivados de la disolución de las formas de producción pre-capitalistas, dando lugar a una marginalización e integración subordinada de las segundas. Siempre definidos en virtud de la presencia de agentes, producciones, sistemas técnicos y actividades que continúan desenvolviéndose conforme a reglas de funcionamiento que pueden ser o no las capitalistas -a menudo presentan hibridaciones respecto de relictos de formas y prácticas cuasi-feudales-, esos lugares - amén de constituir reservorios para otras transformaciones posibles- desempeñan el papel -con frecuencia invisible o inadvertido- de contribuir a la reproducción del modelo dominante de modernización. Son, pues, regiones que, tanto rémoras del pasado cuanto fruto de los nuevos contrastes emergentes, aguardan a que nuevas racionalidades rasguen el velo de la historia y exijan su incorporación al mapa del territorio conquistado por el medio técnico-científico-informacional.

Conclusiones

Objeto de un estudio exhaustivo y riguroso, los usos del territorio argentino más importantes de la modernidad actual -el período técnico- científico-informacional- han sido minuciosamente analizados e interpretados a la luz de la teoría para entender su papel en la producción y reproducción del nuevo orden espacial -económico y social-. Originadas en ese movimiento desigual y combinado, las jerarquías resultantes son inestables; el orden espacial se erige en un momento cristalizado de la perpetua transformación del todo, en un instante del proceso de totalización del que el investigador, con sus herramientas intelectuales, sistemas de ideas y esquemas de método, consigue captar atisbos, destellos; dependiente de la estabilidad relativa de las condiciones materiales e inmateriales intrínsecas a la reproducción del período técnico-científico-informacional -y del singular modelo de materialidad y poder encarnado por éste-, el orden espacial correspondiente a cada época -concretado a partir de la coherencia establecida entre los diversos pedazos del territorio- debe ser determinado, en la realidad y en el pensamiento, a partir de la cambiante combinación de formas, funciones, estructuras y procesos, la superposición o no de determinados vectores y el modo en que éstos se relacionan con la preteridad de cada lugar. Ocultos tras el velo del desarrollo combinado y desigual, los usos del territorio desnudan un mapa -un momento de la regionalización (la regionalidad)- plagado de jerarquías estadísticas y funcionales disímiles, de densidades técnicas, informacionales y normativas heterogéneas, de velocidades diferenciadas, de productividades singulares, de racionalidades superpuestas, de correlaciones únicas de fuerzas verticales y horizontales, de datos cuya síntesis se expresa en áreas luminosas y letárgicas u opacas.

Síntesis teórica de las particularidades concretas del espacio nacional, las ‘regionalidades’ despuntan como manifestaciones de un proceso de regionalización que, incesante, se expresa como un devenir de fragmentación y reunificación, de superposición y combinación de nuevos y antiguos órdenes, patrones y modelos. Solidariamente descubierto e inventado, el mapa resultante de esta investigación es, en cierto modo, efímero -él está continuamente rehaciéndose, formando nuevas regionalidades-, y no se rige exclusivamente por parámetros de contigüidad territorial, sino de coherencia funcional. Queda validada, pues, la hipótesis relativa a la transitoriedad del orden espacial subyacente a ese retrato, así como también conjurado el riesgo de que el abordaje aquí defendido sea entendido como la propuesta de una regionalización destinada a perdurar en el marco del imaginario colectivo y la práctica científica de la geografía argentina. Es que, como lo explica admirablemente Silveira (1999a: 21), sorprender la realidad significa, tal vez, pintar el retrato de la totalidad inmediatamente anterior, ya que el proceso histórico jamás se detiene, obligando al mismo tiempo a estar atento a los legados del pasado, las racionalidades de la modernidad actual y las posibilidades del futuro.

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