Introducción
Si hay una cuestión que en el seno de la Geografía ha despertado un interés continuado a lo largo del tiempo ha sido sin duda la que se refiere a la estructuración regional del espacio. Puede decirse que en cierto sentido el concepto de región, y más allá de su dimensión política, ha actuado como aglutinante, como poderoso catalizador, de las sensibilidades intelectuales de los geógrafos como científicos del territorio y como argumento de estímulo de un debate metodológico que se mantiene vivo y clarificador: un debate fundamentalmente centrado en el deseo de perfeccionar los criterios de delimitación y representación, de avanzar en el descubrimiento de las potencialidades de desarrollo y de transformación que encierran este tipo de escenarios y, lo que no es menos importante, de integrarlo con solvencia en el contexto de los análisis interpretativos sobre los desafíos provocados a escala regional por la lógica de la competitividad territorial y la globalización de la economía.
No en vano la importancia y la intensidad de las reflexiones surgidas a partir de la segunda mitad de los años ochenta del siglo XX y cuya resonancia en el mundo lo convierte en un fenómeno de interés primordial – al compás de los procesos de integración supraestatal (recordemos el alcance de los planteamientos asociados al Regionalismo Abierto promovido en América Latina desde la CEPAL) o de las innovaciones introducidas por la política de convergencia interregional auspiciada por los Fondos Estructurales y de Cohesión en la Unión Europea – ha marcado la orientación de una etapa de recuperación del hecho regional acomodado a nuevos parámetros de análisis aunque no por ello haya dejado de estar fundamentado en las que tradicionalmente han sido sus líneas de interpretación esenciales, que no pueden ser desestimadas. Puede decirse además que, lejos de perder interés y actualidad, todo lo que concierne a los hechos regionales ha alcanzado en el siglo XXI una notable resonancia, demostrando hasta qué punto las sensibilidades que en torno a ellos se construyen permanecen vivas al tiempo que estimulan la reflexión, alientan los debates y descubren nuevos horizontes justificativos e interpretativos. No sorprende que incluso se llegue a hablar de un “neoregionalismo” (Rivière, 2012), protagonizado por experiencias que tratan de abrirse paso como actitudes reactivas frente a políticas recentralizadoras, como expresión de una voluntad de reafirmación política fundamentada en la valorización de recursos relevantes o como posturas refractarias al mantenimiento de solidaridades interterritoriales.
En todo este proceso no cabe duda que las reflexiones suscitadas desde la Geografía en torno al concepto de región han puesto al descubierto tanto su utilidad “para la comprensión integral del espacio a partir del reconocimiento de su complejidad y diversidad estructurales” (García Fernández, 1998:1) como su importancia como “marco de predilección de los estudios geográficos” (Juillard, 1962:487). Pero, al mismo tiempo no es menos patente su capacidad como noción concitadora de un fecundo elenco de enfoques teóricos, procedimientos técnicos y métodos de estudio que permiten establecer una interesante relación de complementariedad entre la trayectoria de la disciplina y los cambios producidos desde otros campos científicos cuando se trata de comprender las realidades regionales y los procesos de transformación que las afectan.
A ello ha contribuido también en buena medida esa “diversidad de connotaciones” que, en opinión de Vilá (1980:13), caracterizan al hecho regional, pues en torno a él gravitan dos ideas sustanciales que enriquecen el análisis de la región como estructura espacial integradora de elementos diversos, complementariamente analizados e interpretados: de un lado, la consistencia de los planteamientos y criterios orientados, desde la Geografía, a las delimitaciones espaciales para la mejor comprensión del territorio global; y, de otro, el valor otorgado a los factores que explican y justifican, en las diferentes escalas, la estructura regionalizada del espacio como fundamento a su vez de las estrategias que orientan el desarrollo territorial y los modelos organizativos de la decisión apoyados en el margen de posibilidades y competencias explícitamente reconocidas a este nivel, en virtud de los planteamientos que abogan por la valorización de las potencialidades de desarrollo en un contexto de descentralización de la trama decisional.
En torno a estas dos ideas gravita este texto, con el que se trata de satisfacer un doble objetivo: destacar, por un lado, los aspectos esenciales sobre los que se asienta el pensamiento geográfico centrado en la interpretación del hecho regional y que bien pudiera ser considerado como el núcleo intelectualmente vertebrador del concepto; y analizar, por otro, de qué manera la idea de región aparece asumida y tratada también desde el ámbito de la economía regional y desde las esferas responsables de la decisión pública. Todo ello configura un panorama de interrelaciones muy intensas, que permiten entender el estado actual de la cuestión y valorar el alcance de la dimensión de las estrategias de desarrollo y cooperación interregional tomando como base de análisis la experiencia comunitaria europea, en la medida en que, dado el destacado horizonte temporal que la caracteriza, ofrece un balance suficientemente representativo de las posibilidades y tendencias a que se abren las realidades regionales en nuestros días.
La diferenciación regional como uno de los ejes primordiales del pensamiento geográfico
No sorprende que en buena medida el desarrollo de la Geografía, los debates que en ella han tenido lugar, los esfuerzos por afianzar su fortaleza teórica en el mundo del conocimiento y su proyección aplicada tienen mucho que ver con las aportaciones realizadas en torno al estudio empírico de un concepto que, incorporado con fuerza al ámbito de preocupación intelectual de las ciencias sociales y sometido a intensas e interesantes controversias, ha fortalecido también su presencia como cuestión central en el panorama de las relaciones interdisciplinares y en la materialización de las políticas públicas, concebidas y llevadas a la práctica con dimensión regionalizada.
Precisamente ésta es la razón que justifica el interés que se la concede como tema proclive al debate y a la clarificación de contenidos y estrategias en unos momentos en los que la idea de región aparece contemplada desde opciones diversas, que deben invitar más a la confluencia de esfuerzos que a su disgregación. La búsqueda de los puntos de confluencia y de trabazón de perspectivas en un tema tan abierto constituye un ejercicio de reflexión en el que la Geografía ha de seguir ocupando una posición suficientemente acreditada, y no sólo por la relevancia que el propio concepto ha poseído y posee –no en vano se la ha llegado a identificar como “la noción fundadora de la Geografía moderna” (Elissalde, 1993:85)– sino también por la conveniencia de asumir el desafío intelectual asociado a la valoración de las tendencias que rigen la configuración de las estructuras regionales contemporáneas, asumiéndolas como temas esenciales del conocimiento y de la metodología geográficos y en sintonía con el proceso de renovación que ambos presentan.
Los factores justificativos del hecho regional, expresión indisociable de la complejidad del espacio geográfico, responden a motivaciones múltiples, debido a la diversidad tipológica de que es susceptible en función de los criterios de delimitación aplicados y congruentes asimismo con la necesidad de precisar los rasgos determinantes –naturales, históricos, socio-económicos– de lo que pudiera entenderse como unidad regional. Este aspecto ha constituido en el tiempo uno de los objetivos primordiales de la sensibilidad geográfica, fidedignamente plasmada en investigaciones empeñadas en afianzar su fortaleza como ciencia de la diferenciación espacial (a real differentiation), inducida por "la exigencia constante de la homogeneidad del contenido que designa" (Girard, 2004:107) y en sintonía también con su preocupación, así en la teoría como en la práctica, por la descripción y la interpretación de las discontinuidades del espacio desde un punto de vista inventarial y taxonómico (Dumolard, 1981). Y es que las delimitaciones regionales, sin olvidar las arbitrariedades de que en ocasiones pudieran adolecer y el hecho de que los límites siempre aparezcan abiertos a la revisión, aportan ventajas incuestionables para el conocimiento del territorio global en la medida en que facilitan la comprensión agregada de estructuras con personalidad espacial fundamentada.
Se trata además de un objetivo que ha marcado, sin rupturas temporales y en coexistencia con la evolución de la propia disciplina (Solé, 1975), una secuencia arraigada en la Geografía como solvente ejercicio científico, por más que su aplicación práctica se haya plasmado en la identificación regional de áreas de muy desigual magnitud sin encontrarse tampoco ajena al riesgo de que "cuando se trata de definir la región resulta ser todo y nada al mismo tiempo, ya que es tan huidiza como los criterios que la definen" (Ortega, 1974:9). En cualquier caso, nos situamos ante un concepto que, consustancial a la Geografía, aparece caracterizado por su imprecisión y su carácter polisémico (Girard, 2004:108), lo que no entorpece su virtualidad como cuestión clave para la investigación de los procesos territoriales y de su creciente complejidad (Alberdi, 2002). Más aún, el análisis espacial desde la perspectiva regionalizada ha estado unido al empleo de una metodología que ha dado muestras evidentes de su rigor y utilidad, como lo prueba el copioso e interesante acervo ofrecido por muchas de las aportaciones realizadas desde la investigación geográfica, por más que el tema se encuentre abierto a la renovación metodológica permanente.
Reivindicar la relevancia de este legado – pues no cabe duda que la Geografía ostenta la responsabilidad de haber otorgado entidad conceptual y empírica a la idea de región - no se justifica tanto por el deseo legítimo de que se reconozca sin ambigüedades como por el interés que presenta cuando se trata de evaluar el alcance de sus resultados en la valoración de la importancia otorgada a las estructuras regionales como una de las nociones básicas en el tratamiento y ordenación de las estructuras territoriales contemporáneas. Su toma en consideración supone, desde luego, un importante desafío intelectual en la medida en que obliga a dar respuesta a los numerosos interrogantes a los que actualmente se enfrentan los procesos de regionalización sobre la base de las controversias suscitadas en torno al concepto y “la propia versatilidad del geógrafo regional” para efectuar aportaciones y propuestas solventes en tal sentido (Olcina, 1996:100).
Es a partir de esta idea previa como cabría entender la conveniencia de una reflexión centrada en las importantes modificaciones que ha experimentado el concepto de región y cuyo interés reside en la importancia que se le ha concedido como entorno clave para el estudio de tendencias y procesos decisivos en la transformación de las estructuras territoriales contemporáneas. Analizar los cimientos sobre los que se sustenta esta evolución y las dimensiones que alberga desde el punto de vista conceptual, metodológico y relacionado con la toma de decisiones, ayuda a entender, por un lado, los esfuerzos en pro de la mejora de su tratamiento científico mientras, por otro, facilita un mejor conocimiento del campo de posibilidades de análisis a la hora de enjuiciar la relevancia espacial de los territorios asociados a la regionalización del desarrollo en el contexto de la economía globalizada, sobre todo si se tienen en cuenta las premisas inherentes tanto a la cooperación de estrategias como a la búsqueda de la calidad y de la competitividad territoriales que impone la voluntad de integración destinada a configurar poderosas economías de escala regionales e interregionales.
Los atributos esenciales de la región geográfica: espacios de coherencia, percepción socio-cultural y territorios funcionales
Resulta pertinente traer a colación los argumentos que han soportado la esencia misma de la idea de región geográfica y que a lo largo del tiempo han preservado su condición de atributos distintivos, matizados o esclarecidos por los debates que en torno a ellos han tenido lugar, y a cuyo amparo ha sido posible la adecuación del concepto a los cambios que globalmente han afectado a las dinámicas espaciales y a su interpretación a escala regional. No en vano, y más allá del reconocimiento que ha de darse a la pluralidad intrínseca de los hechos regionales - “diversos en su origen, en su constitución, en su extensión, en su potencia” (Le Lannou, 1949:237) – representan el soporte teórico y empírico del que necesariamente hay que partir cuando se trata de proporcionar una visión consistente de una fortaleza que gravita en torno a tres ideas principales (Fig.1).
Figura 1: Los atributos del hecho regional.
En primer lugar, hay que subrayar su identificación como espacio de coherencia, entendida como su rasgo más relevante, la que confiere al hecho regional personalidad espacialmente distintiva, y que encuentra en las posibilidades de homogeneización proporcionados por alguno o varios de sus elementos, debidamente jerarquizados desde el punto de vista interpretativo en función de su relevancia explicativa, las bases que justifican dicha cualidad. Y, aunque entre ellos ha ocupado una posición destacada el medio físico (Sanz, 1980; Gay, 1995:85; Gil Olcina, 2004), no hay que omitir la consideración otorgada con tal fin a las tradiciones culturales, a la evolución histórica, al patrimonio territorial, a los paisajes o a la propia cultura del territorio. Tal reconocimiento define a la región como el ámbito idóneo para acreditar las capacidades estructurales y de disponibilidad de recursos que la permitan convertirse en un valioso soporte territorial, que actúe como espacio acogedor de los procesos de articulación de los factores sociales, económicos y culturales sobre los que se construyen los mecanismos favorecedores de la coherencia proporcionada por los elementos que la definen.
La experiencia revela hasta qué punto dichas posibilidades no son ajenas al grado de efectividad que la propia sociedad logre percibir desde esta visión de escala a la hora de afrontar los problemas que la afectan y de resolver satisfactoriamente situaciones de conflicto sobre la base de las ventajas comparativas y del margen de maniobra que el propio marco regional pueda aportar. Es sabido que las delimitaciones regionales satisfacen el propósito de abarcar mejor la comprensión del territorio mediante la agregación de estructuras aprehensibles intelectualmente, lo que favorece la emergencia y el fortalecimiento de la cultura territorial, la eficacia operativa de los enfoques de proximidad y la utilidad del diálogo socio-territorial. En este sentido, destacan los argumentos que enfatizan el papel que la región, merced a las perspectivas de acción amparadas en la coordinación multiagentes y en las interacciones configuradas en su seno, puede ejercer como el ámbito idóneo para el despliegue de estrategias de desarrollo que, apoyadas en el conocimiento, la calidad e integración de sus elementos, aseguren la satisfacción de sus objetivos en condiciones más estables y consistentes que las susceptibles de ser alcanzadas en el marco de escenarios en los que tales potencialidades pueden quedar o verse desleídas.
En segundo lugar, no cabe duda del efecto impulsor que en este sentido poseen las posiciones defensoras de la región en función de la solidez que pudiera alcanzar el sentimiento o la voluntad de pertenencia a un espacio en el que elementos, reales o simbólicos, del territorio operan como catalizadores de la toma de conciencia sobre la que se construye el sentimiento regional o, al menos, se sientan las bases para su cristalización, variable según el contexto en el que se produce y el grado de motivación social y política que lo respalda. De este modo la coherencia espacial se fortalece a medida que lo hace la conciencia compartida de que dicha coherencia existe, y que a su vez opera como factor explicativo de las identidades evolutivas de las sociedades (Bailly, 1998). Es así como cobra fuerza la idea de región contemplada como la manifestación de un comportamiento inducido por la percepción del entorno (Capel, 1973), como un objeto relacional e incluso como la expresión espacial de una ideología, hasta singularizarla como la manifestación del "espacio vivido", según la elocuente definición acuñada a mediados de los setenta por Frémont (1976). De ahí esa relación que a menudo trata de imponerse entre la región y su percepción identitaria común, lo que refuerza la afirmación del derecho a la legítima diferencia, como postura renuente a los riesgos de uniformización cultural. Se trata de una dimensión consustancial a la esencia misma del concepto, de la que Ratzel se hacía eco al señalar que "toda identificación con el suelo por parte de un pueblo o de un pequeño grupo de hombres tiende a revestir formas políticas y toda entidad política tiende a tejer vínculos con el suelo" (cit. por Labasse, 1991:17).
Finalmente, contemplado bajo el prisma de la tradición geográfica, el concepto de región encuentra una explicación convincente cuando se analizan en el espacio las tramas de interdependencia trabadas a partir del comportamiento manifestado por sus elementos constitutivos y de las relaciones dinámicas –mediante “haces de relaciones o flujos” (Vilá, 1980:26)– que entre ellos tienen lugar. Es evidente que el análisis de los procesos que contribuyen a generar tales dinamismos requiere una clarificación conceptual sobre las causas o factores que los determinan. Su identificación empírica induce a plantear el entendimiento de la región –es decir, de la región funcional (Bielza, 1980)– como el espacio organizado por procesos y tendencias de dominación urbana, tal y como ha sido destacado por Hauser (1924) cuando afirma que "la región es la zona donde se ejerce la acción preponderante de un gran centro urbano", por Christaller (1933), en coherencia con su teoría de los lugares centrales, o por Bauchet, (1955) para quien la región no es sino el resultado de la superposición de la red de zonas de influencia de las ciudades", dentro de una estructura territorial jerarquizada. La responsabilidad desempeñada por las ciudades, y por la variada tipología de redes, internas y externas, a que dan lugar (Dematteis, 2002), resulta esencial hasta el punto de que no es entendible la lógica espacial de una región al margen de los vínculos que sus propias dinámicas provocan apoyándose en la trama funcional resultante, que al tiempo opera como un importante factor de coherencia regional al reforzar, de manera complementaria, el significado de los dos atributos previamente señalados. Esta consideración remite a la planteada por Juillard cuando asegura que el análisis regional no debe apoyarse simplemente en el descubrimiento de espacios uniformes u homogéneos sino sobre el estudio de las relaciones jerárquicas que dentro de ellos introducen los centros de población y las variaciones en la densidad e intensidad de los flujos y de los procesos de polarización consecuentes (Juillard, 1962:34).
Si en virtud de estos tres aspectos el hecho regional ratifica su entidad geográfica, merced a la persistencia de los principios que lo han definido sin solución de continuidad temporal, su toma en consideración enlaza con el reconocimiento de las posibilidades interpretativas que al tiempo ha logrado adquirir como espacio de desarrollo y como entidad relevante en la distribución territorial del poder. En ambos casos al entendimiento de la región y a la valoración de sus dinamismos y transformaciones se han incorporado interesantes perspectivas de análisis tanto desde el punto de vista metodológico como operativo. Ambas son la manifestación patente de la importancia otorgada a la escala regional tanto cuando se trata de satisfacer una inquietud científica, que la propia experiencia acumulada justifica, como de encauzar procesos de cambio económico, social y territorial que encuentran en esta escala un escenario básico de referencia desde el punto de vista operativo.
Región y desarrollo territorial
La consideración de la región como espacio de desarrollo económico, y organizado por las acciones que lo impulsan, incorpora una perspectiva primordial en el conocimiento de las dinámicas regionales pues no es indiferente al hecho de que, tratándose de una realidad espacialmente bien definida, sirve para delimitar a la par el espacio donde existen potencialidades y problemas que pueden ser abordados mediante un tratamiento integrador, de acuerdo con criterios de coherencia y dentro de un contexto necesariamente más amplio e interrelacionado sin descuidar el hecho de que los ciudadanos la reconozcan como espacio de agregación para la defensa de sus intereses (Tenzer, 1986, 15-16). La aplicación del enfoque económico refuerza el alcance de la diversidad como uno de los principales rasgos distintivos de las realidades regionales, cuya evolución aparece ligada al comportamiento espacialmente selectivo de los factores del crecimiento y, por ende, de los contrastes ofrecidos por el desarrollo entre unas regiones y otras.
Emerge y se consolida así un importante campo de reflexión, en el que son reseñables aportaciones relevantes a las que se debe el significativo avance logrado por esta perspectiva. La aparición de la Ciencia Regional a mediados de los años sesenta, sólidamente impulsada por la obra de Isard (1965), sobre la base de los cimientos marcados, entre otros, por Lösch (1968), no fue ajena, a la voluntad de aglutinar la reflexión por parte de disciplinas que hasta entonces se ignoraban en torno a un tema común, la región, entendida así como una noción de encrucijada (Claval, 2008:158). En esta línea los esfuerzos de sistematización efectuados por Boudeville mediante la distinción entre tres categorías de regiones (región homogénea, región polarizada y región plan) ratifica el descubrimiento de las regiones como una vertiente esencial de los procesos y de la política de desarrollo, dando lugar a una corriente de pensamiento muy acreditada en el panorama científico internacional, que además reviste especial resonancia acogida a los planteamientos que abundan en el impulso de las economías regionales coincidiendo con la crisis del Estado-Nación (Ohmae, 1995). Bastaría, por otro lado, analizar el impresionante caudal de aportaciones efectuadas en el elenco de las actividades organizadas por ERSA (Europe Regional Science Association) para percatarse de los avances logrados en este campo, en el que siempre ha estado presente, y bastante activa, la labor de los geógrafos.
Una aproximación a los principales ejes que han encauzado la interpretación del hecho regional desde el punto de vista económico – haciendo uso para ello, y como ejemplo elocuente, de la dilatada experiencia adquirida en la Unión Europea - pone al descubierto la estrecha relación fraguada entre desarrollo territorial y región, máxime cuando que la aplicación de estrategias concebidas en función de esta escala arroja resultados que ratifican la adecuación de su proyección económico-espacial, lo que además ha de entenderse al amparo de la voluntad de territorialización de las políticas sectoriales. Si a ello han contribuido inicialmente y de manera significativa las realizaciones basadas en la teoría del desarrollo endógeno, que encuentra en la simbiosis con el territorio los fundamentos de su viabilidad en función de los recursos en los que se apoya, gran interés reviste asimismo cuanto rodea a la valoración de las implicaciones derivadas de la consideración de la región como un entorno innovador, susceptible de acomodarse en mayor o medida a las premisas de la competitividad regional sobre la base del aprovechamiento y rentabilización de sus ventajas comparativas.
Contemplada desde la perspectiva regional, la idea de innovación, y los procesos a que da lugar (redes de empresas, formación de clusters, especialización del conocimiento), permite entender los numerosos matices y particularidades que encierran las estrategias acometidas, los factores de estímulo a la adaptación al cambio tecnológico, los vínculos entre los avances innovadores y su materialización en la estructura productiva, la capacidad innovadora para configurar distritos y redes de cooperación estables, la consistencia en la asimilación de los principios y objetivos consustanciales a la economía del conocimiento (learning economy) o, a la postre, las sinergias generadas en el entramado empresarial en función del reconocimiento de la región como espacio innovador y generador, por tanto, de los dinamismos derivados de la cultura de la experimentación (Fig.2).
Figura 2: La región como espacio de innovación y aprendizaje permanente
Merced a su correlativo avance metodológico, empeñado en el tratamiento sistémico de la información y en el análisis del funcionamiento y del impacto de las relaciones de proximidad, el estudio de las tendencias innovadoras regionales ha hecho posible profundizar en el estudio comparado, proporcionando la justificación debida a la dualidad planteada entre “regiones ganadoras” y “regiones perdedoras” (Benko et Lipietz, 1992), cuya línea de separación estriba precisamente en las condiciones que respectivamente presentan unas y otras para asumir las exigencias de la innovación y afrontar consecuentemente los desafíos de la economía globalizada. Más aún, el estudio comparado conduce al conocimiento de lo que significan los desequilibrios económicos entre las regiones, cuantitativa y cualitativamente expresados según sus diferentes niveles de desarrollo y a partir del esclarecimiento de los factores que los determinan. Su corrección se convierte en un objetivo obligado sobre todo cuando la acentuación de los contrastes del desarrollo amenaza los principios inspiradores de los proyectos de integración supraestatal, en la medida en que pone en peligro las perspectivas del mercado integrado. Así se entiende el grado de expresividad ostentado por la experiencia comunitaria europea en el afianzamiento del hecho regional como uno de los ejes esenciales en la orientación de sus políticas estructurales y de los instrumentos de gestión que expresamente las acompañan (Manero y Pastor, 1986).
Y es que, aunque en principio tuviera un carácter testimonial, conviene recordar la mención expresa que del concepto que nos ocupa realiza el preámbulo del Tratado de Roma (1957) cuando alude a la necesidad de “reforzar la unidad de sus economías y asegurar su desarrollo armonioso, reduciendo las diferencias entre las diversas regiones y el retraso de las menos favorecidas”. Nada tiene de extraño, pues, la alusión a la existencia de “regiones-problema”, reflejada en la primera comunicación de la Comisión sobre política regional en 1965. Y si bien es cierto que la formalización de estos propósitos no tendrá lugar hasta mediados de los setenta con la creación del Fondo Europeo de Desarrollo Regional, la puesta en marcha de una estrategia de desarrollo progresivamente concebida en función de las regiones y bajo las principios que, en los sucesivos Tratados y de acuerdo con los criterios de asignación aplicados a los Fondos Estructurales y al Fondo de Cohesión, profundizaban en los objetivos de convergencia mitigadora de las desigualdades interregionales y en la noción de cohesión económica, social y territorial, define el alcance de unas directrices que, en la propia trayectoria de la experiencia comunitaria europea y más allá de sus altibajos y de las críticas que justificadamente pudieran hacerse (Latella, 1999; Cuadrado, 2001), arroja un balance que debe ser valorado positivamente.
Dos aspectos de gran resonancia económico-espacial así lo avalan: de un lado, el apoyo prestado a los proyectos de desarrollo que encuentran su fundamento en la valorización de las potencialidades y recursos de las regiones como soporte a su vez de la movilización de la sociedad regional, aglutinada al amparo del efecto catalizador ejercido por las directrices comunitarias; y, de otro, la voluntad de promover la configuración de sistemas regionales de innovación. En el engarce que se produce entre uno y otro estriba la razón de ser de las políticas regionales. En torno a este concepto han de gravitar aspectos esenciales del desarrollo regional que, apoyados en el diagnóstico de la situación existente, logren materializarse en las interacciones construidas entre los agentes, en la asunción de las responsabilidades respectivas para la adecuación del sistema formativo a los requisitos que implica la organización de un “espacio regional de formación”, en la plasmación de alianzas estratégicas entre empresas y en la entidad del impacto que la red de centros tecnológicos sea capaz de ejercer sobre la calidad del sistema empresarial y la solidez del tejido productivo. En este sentido – y como reflejo de la dimensión alcanzada por “las redes territoriales y el desarrollo regional en la sociedad del conocimiento” (Soler, 2002:146) - resulta muy destacable la importante movilización que en la primera década del siglo XXI ha tenido el impulso institucional de las estrategias innovadoras subestatales basadas en la interfaz construida entre dichas redes de promoción pública y las empresas industriales privadas (Noronha, 2011:64).
Dentro de un panorama que se muestra dispar en cuanto a los resultados conseguidos, no hay que omitir el hecho de que la proyección espacial de las políticas de innovación auspiciadas por la Unión Europea aparece fundamentalmente ejemplificada en los rasgos y en las tendencias manifestados a nivel regional, donde se traducen en posibilidades de articulación territorial mucho mejor definidas por mor de la dinámica colectiva que propician. De ahí la utilidad de las aportaciones realizadas al respecto cuando se trata de abordar la transformación de las realidades regionales, con el consiguiente efecto que ello supone para la ratificación de la importancia desempeñada en tal sentido por “la escala meso-espacial” (Scott &Storper, 2006).
De esta manera, concebido como algo más que un espacio de vivencias comunes, el entendimiento de la región a efectos prácticos viene avalado por el hecho de que permite delimitar geográficamente el espacio donde se plantean problemas sociales y económicos específicos, apropiados para la realización de diagnósticos y tratamientos basados en relaciones de coordinación y coherencia congruentes con objetivos y estrategias compartidos. De ahí que, al margen de esa "polisemia irreductible" de que habla Guesnier, el concepto de región siga representando una buena plataforma para analizar las relaciones de interdependencia que en el seno de un espacio definido por la coherencia espacial existen entre sus distintos componentes, lo que le faculta para elaborar proyectos de acción válidos y efectivos aglutinantes de una sociedad reacia tanto a los mecanismos espontáneos del ajuste como a los efectos linealmente desencadenados por los dispositivos de regulación centralizada (Guesnier, 1993:121). En suma, pues, el enfoque regional parte del tratamiento de las diferencias regionales como soporte metodológico para formular políticas públicas y programas acordes con las características y fortalezas de cada región.
La región como espacio de decisión y de cooperación de estrategias: gobernanza multinivel y regionalización abierta
No cabe duda del significado que para el análisis territorial presenta la tendencia al reforzamiento de la naturaleza institucional que otorga a la región una proyección política de notable envergadura tanto por su impacto en la configuración del sistema institucional como en la ordenación, gestión y gobierno del territorio. Se trata de un proceso coincidente con la revisión de las estructuras centralistas estatales, que resalta el concepto de región presentándolo no como un mero escalón de la organización administrativa del Estado, sino como "una unidad de acción" (Gianninni, 1970) o, lo que lo mismo, como marco consolidado para la gestión y la prestación de determinados servicios públicos, para el desarrollo de las actividades económicas y la vertebración de las relaciones socio-espaciales. Puede decirse, por tanto, que la regionalización ha transformado las relaciones de poder e incorporado factores esenciales cuando se trata de explicar las modalidades de engarce o articulación entre las áreas locales y los sistemas globales.
En este contexto, la posición política de las regiones, es decir, su consideración como “paisaje institucional” (Ferlaino, 1997:176), se verá fortalecida al compás de los ajustes económicos de los años setenta del siglo XX cuando la práctica del desarrollo regional emerge como opción ligada a un proceso reivindicativo por parte de los defensores del poder descentralizado, y en el que no están ausentes los planteamientos intelectuales –apoyados bien en criterios científicos o bien sensibles al efecto movilizador de la sensibilidad identitaria– y que tratan de racionalizar las ventajas del salto cualitativo que ello representa con vistas a una utilización más eficiente y socialmente equitativa de los recursos. Y es que, como señala Clavero, "han sido el desarrollo económico y las exigencias de la planificación las causas que han situado a la región en el primer plano de la atención de los políticos, de los tecnócratas y de la doctrina" (Clavero, 1973: 8). Es así como habría que entender, en suma, la simbiosis que la lógica política se ha encargado de establecer entre la región como espacio de coherencia funcional y el papel que la concierne como estructura administrativa dotada de las atribuciones que la facultan para el ejercicio de las competencias constitucionalmente asignadas.
El afianzamiento de la región como ámbito decisional
A estos argumentos habría que sumar los que, sintonizando con el objetivo de lograr mediante la descentralización una gobernanza renovada y un mayor estímulo a los proyectos orientados a la mejora de la justicia territorial en el seno de la propia región, enfatizan en el hecho de que las entidades regionales deban individualizarse como el resultado de una fragmentación eficaz a partir de estructuras político-territoriales de mayor rango, respecto a las cuales ocupe un segundo escalón en la ordenación jerárquica de índole administrativa, para de ese modo adquirir la condición de “perímetro pertinente de responsabilidad” (Broggio, 2012:40). Por tanto, si su entendimiento como estructura de política territorial y con capacidad reguladora está unido a la identificación precisa de sus componentes intrínsecos y de las relaciones que la definen, no hay que olvidar que, reafirmada por las disposiciones normativas, la región tiende a autorreproducirse, debido a los comportamientos y pautas de actuación colectiva que la reconocen como institución. No de otro modo se explica el hecho de que construcciones regionales que en sus orígenes tienen un carácter meramente artificial o voluntarista, acaben adquiriendo una identidad de la que inicialmente carecían, ya que, a través de ellas, se produce un avance en la potencial mejora de la eficiencia posibilitada por la introducción del principio de “circuito corto” -, es decir, favorecido por las relaciones de proximidad - en la organización territorial (Broggio, 2012:33).
En definitiva, la Región – a la que a veces se señala con mayúscula por su condición de elemento ex novo, perteneciente a una trama administrativa configurada con tal fin (Girard, 2004:111) - ya no puede ser simplemente considerada como el resultado de una clasificación convencional ni como una representación meramente asociada a un sentimiento de pertenencia o como un espacio de gestión integrada de recursos sino como una realidad plenamente operativa, funcional y jurídicamente regulada por el modelo de organización territorial en el que se inserte. Al adquirir una estructura definida como entidad institucionalizada, dotada de facultades de poder autónomo, la región amplía notablemente su margen de actuación al amparo de la legitimidad que se la reconoce en el entramado decisional público, y que a su vez emana de la aplicación del principio de subsidiariedad, invocado reiteradamente para justificar el valor de la cercanía en la toma de decisiones en consonancia con las características del tema planteado.
Figura 3: Organización y articulación de las políticas regionales
Elaboración: Fernando Manero (2012).
De ahí el importante papel que el proceso de regionalización ejerce en un doble sentido: de un lado, en la recomposición de la trama administrativa y de responsabilidades dentro del Estado, ajustada en función del reparto de competencias y en la que, a su amparo, se generan dinamismos propios como resultado de las movilizaciones que en ella tienen lugar para la defensa de los intereses respectivos y para el establecimiento de líneas de colaboración con el poder central, sujetas a equilibrios más o menos estables; y de otro, en la responsabilidad adquirida en la regulación y, por ende, articulación del complejo municipal existente en su respectivo ámbito de competencia, lo que se traduce en formas de relación administrativa y funcional regidas por la necesidad de compatibilizar la defensa del principio de autonomía local, de que gozan los elementos situados en la base del sistema territorial, con los equilibrios y garantías derivados de la capacidad otorgada a los gobiernos regionales en las normas estatutarias específicas. De esta manera resulta difícil comprender los cambios ocurridos en la organización del espacio institucional sin considerar el papel adquirido al tiempo por las regiones como unidades políticas y como unidades de análisis territorial, en las que se materializan el complejo de decisiones y las tramas de relación determinantes de las políticas regionales (Fig.3).
Figura 4: Estructura regional (NUTS II) y contrastes de desarrollo en la Unión Europea
Más aún, como poder de acción intermedia, la región afianza su condición de espacio político de encrucijada o, en otras palabras, de referencia esencial a la hora de interpretar los avances o los retrocesos habidos en el territorio a partir del funcionamiento de los mecanismos horizontales que han de vertebrar las relaciones institucionales en un entorno regionalizado (Pasquier, 2012). Representa sin duda un desafío importante para la región en la medida en que pone permanentemente a prueba la conveniencia y la calidad del modelo descentralizador llevado a cabo y de las delimitaciones administrativas consecuentes, máxime si, como es bien sabido, su aplicación no permanece al margen de críticas, de controversias e incluso de conflictos que perduran en el tiempo hasta el extremo de cuestionar las virtualidades del proceso; entre otras razones, por las dificultades o inseguridades que a veces entraña la regionalización administrativa respecto a las delimitaciones espacialmente más pertinentes o adecuadas desde la perspectiva del desarrollo regional. Para demostrarlo sería suficiente con traer a colación el ejemplo ofrecido por las Regiones Estadísticas (NUTS) (Fig. 4) en las que se apoyan los análisis estadísticos, las delimitaciones de los espacios en función de sus problemáticas respectivas y, en suma, la política de convergencia y cohesión de la Unión Europea, cuyo reconocimiento, siendo convincentes en unos casos y artificiales o forzadas en otros, no admite réplica ante el hecho de que son “las regiones de la acción, de los datos y de los créditos” (Bourdeau-Lepage et Huriot, 209: 281).
La necesidad de resolver los potenciales efectos disfuncionales provocados por las situaciones de incoherencia ha obligado a modificar las directrices de actuación con el fin de mejorar la acción colectiva, hacerla más próxima al ciudadano, más conciliadora de los objetivos de eficiencia y equidad perseguidos y demostrativa, en cualquier caso, de los fundamentos que justifican y dan sentido a su propia razón de ser, a fin de que la sociedad logre percibirlo como un hecho territorial asumible y acorde con la defensa de sus intereses. Ello justifica la importancia crucial que las regiones han cobrado en el funcionamiento y organización de lo que se define como las “políticas de escala”, entendidas como “el conjunto de modalidades que organizan y coordinan un poder global a diversas escalas” (Vanier, 106), lo que las sitúa en una posición clave en el funcionamiento de la denominada gobernanza multinivel.
En efecto, a medida que al ámbito de la decisión se han incorporado las instancias subestatales el panorama del gobierno de lo público, abierto a la presencia de una gran pluralidad de actores, puede complicarse con el riesgo de pérdida de transparencia y de eficacia (Morata, 2002). Los esfuerzos realizados para contrarrestar tales riesgos han encauzado los debates en torno al desarrollo de la idea de gobernanza multinivel, convertida en una noción central para, sobre ella, tratar de construir un entramado de relaciones y compromisos que garanticen el funcionamiento eficaz de la acción comunitaria. Definida como “la acción coordinada de la Unión, de los Estados miembros y de las autoridades regionales y locales, apoyada en la cooperación y para la puesta en práctica de las políticas de la UE”, la gobernanza multinivel incrementa el marco de oportunidad de las regiones, hasta el punto de que no hace sino reconocer el alcance que las interrelaciones planteadas, como responsabilidad compartida, entre los poderes centrales y subestatales tienen en la ordenación del modelo decisional aplicado en el espacio comunitario.
La comprobación de lo que este enfoque representa, al menos en la intencionalidad con la que lo plantea el Comité de las Regiones (Tratado de Maastricht, 1992), lo ofrece expresivamente el Libro Blanco que dicho organismo ha elaborado sobre la Gobernanza Multinivel en 2009. Sus directrices básicas traducen, en esencia, una visión proclive al reconocimiento explícito de la perspectiva territorial a la que ha de conducir la práctica de la cooperación (partenariat) entre las administraciones públicas como fundamento del “plan de acción territorial” cuya concertación entre la Comisión y el Comité de las Regiones pretende alcanzar “previendo mecanismos políticos que faciliten la apropiación, la realización y la evaluación de las políticas llevadas a cabo y dotado de un plan de comunicación descentralizada”. Por otro lado, la reiterada insistencia en la necesidad de sistematizar adecuadamente los análisis referidos al impacto territorial de las decisiones, la conveniencia de destinar recursos a la experimentación (a escala regional y local) de políticas públicas directamente relacionadas con los objetivos de la cohesión, la postura a favor de la innovación, del respeto a los valores ambientales y patrimoniales y del desarrollo sostenible o la recomendación defensora de los “Pactos Territoriales” en los que aparecen implicados los diferentes niveles del gobierno del territorio, son fiel testimonio de algunas de las directrices prioritarias en las que se fundamenta la voluntad de las regiones para reafirmar su presencia y participación en el entramado decisional europeo (Keating, 1998).
Es interesante, en fin, aludir a las repercusiones que derivan del reconocimiento de las regiones como entidades modificadoras de la estructura administrativa global porque su incidencia en ella no hace sino revelar otra dimensión más del protagonismo que ostentan en la modificación o activación de las dinámicas territoriales. El énfasis que el Comité de las Regiones, como se ha visto, realiza en la necesidad de adecuar las relaciones interadministrativa a la lógica de la gobernanza multinivel no deja de ser, en efecto, congruente con la atención que desde la perspectiva regional se reconoce a ese interesante y amplio escenario de actuación en que se manifiesta la cooperación interregional, a la que se debe otorgar un peso decisivo como factor de permanente recomposición de las dinámicas regionales y de los espacios afectados (Mc Leod, 2001:806).
El decisivo significado de las estrategias de cooperación interregional
Fielmente representativa del fenómeno considerado, la importancia que la política activa a favor de la interterritorialidad presenta en el comportamiento estratégico de las regiones europeas – y a la que también se adscriben los municipios - marca el sentido de una línea de actuación que no debe quedar desatendida, más allá del balance desigual que sus resultados puedan merecer. Su plasmación temporal y espacial refleja la manifestación de una voluntad política empeñada en la asunción de compromisos compartidos con otras instancias territoriales análogas para la elaboración y realización de proyectos de cooperación en los que se ven implicadas regiones adyacentes, o con afinidades estratégicas al margen de la distancia, para la defensa de sus intereses mediante estrategias de coordinación en las que se ven implicadas las instituciones y la iniciativa privada. Se trata de edificar economías de escala, susceptibles de contribuir al afianzamiento de su posición competitiva en un contexto fuertemente concurrencial, condicionado por las premisas impuestas por la economía globalizada y soporte a su vez de los lobbys o grupos de intereses y presión surgidos a sus expensas.
De ahí la insistencia en primar la cooperación sobre la rivalidad, reforzando las solidaridades horizontales, sobre todo cuando los límites administrativos no entorpecen la configuración de espacios abiertos a las alianzas y al despliegue a gran escala de las proyectos planteados por los diferentes tipos de actores, que entienden esta proyección como un esfuerzo destinado a la racionalización de los recursos y al aprovechamiento de las posibilidades permitidas tanto por el proceso descentralizador como por los instrumentos de corresponsabilidad concebidos para el cumplimiento de dicho objetivo.
Figura 5: El significado de la cooperación regional transfronteriza en la UE.
De forma sucinta, y con la intención de apuntar lo que podría definirse como una tendencia patente hacia un modelo de regionalización abierta, importa señalar que el proceso cooperativo, en el espacio donde se muestra más intenso y enraizado, ha estado caracterizado por una serie de hitos y actuaciones claves, en los que la función impulsora inicialmente desempeñada por el Consejo de Europa será asumida también, y orgánica y financieramente respaldada, por la Comisión Europea hasta convertirla en uno de los ejes primordiales de la política de convergencia regional y de cohesión territorial, que sus Tratados auspician. Como punto de partida conviene recordar la trascendencia de la creación en 1971 de la Asociación de las Regiones Fronterizas Europeas (ARFE) (Association of European Border Regions), que opera como organización no gubernamental de Derecho público alemán y con una estructura de gestión muy desarrollada para servir de espacio de encuentro a los espacios de frontera, facilitar la comunicación y vertebrar intereses y proyectos comunes entre ellos. Los avances en estos complejos espacios de borde están ligados a la aprobación del Convenio-Marco (Outline Convention) sobre Cooperación Transfronteriza entre Comunidades y Autoridades Territoriales del Consejo de Europa, suscrito en Madrid en 1980 y a con la publicación en 1994 de la Carta Europea de las Regiones Fronterizas y Transfronterizas (posteriormente actualizada en 1995, 2004 y 2011), donde se insiste en la necesidad de fortalecer el valor añadido generado por la cooperación transfronteriza en cuatro perspectivas esenciales: la política, la institucional, la socio- económica, la socio-cultural y la propiamente ligada a la integración europea (Letamendía, 2010). No menor expresividad, por lo que tiene de asimilación inequívoca de la tendencia ya consolidada, reviste el hecho de que en 1979 se reconociera a la ARFE la condición de observador oficial del Consejo Europeo.
También será la toma en consideración de problemas económicos comunes lo que llevará a la puesta en marcha de la Conferencia de las Regiones Periféricas Marítimas, nacida en 1973 con el fin de que “las necesidades y los intereses de sus regiones miembros sean tenidos en cuenta en todas las políticas que tienen un fuerte impacto territorial”. La coherencia que las confiere su condición de espacios marítimos desplegados a lo largo de todas las áreas que en el continente aparecen ligados al mar –no hay que olvidar que la Conferencia elaboró a comienzos de los ochenta la “Carta Europea del Litoral”– significa un elemento de identificación que opera en ellas como expresión de un empeño compartido y que al tiempo se esgrime como factor de justificación estratégica permanente. De las seis Comisiones que la forman, la del Arco Atlántico (Faro, Portugal, 1989) es la que ha alcanzado la mayor resonancia al estar concebida como un órgano destinado a favorecer el reequilibrio de una política de ordenación del territorio en sentido Este-Oeste y a desempeñar un papel decisivo en “la promoción de la idea atlántica y en su difusión en las instituciones europeas” (Balme et al. 1995: 84 y 86). En un sentido similar, harán acto de presencia los acuerdos suscritos por las Regiones Europeas de Tradición Industrial (1984) y por las Islas del Mediterráneo Occidental (IMEDOC) (1995), con la que se pretendió fortalecer “un frente común” que hiciera posible mejorar el conocimiento de las particularidades que entraña la insularidad. La entrada en vigor del Reglamento marco que en 1985 daría justificación y contenido a los Programas Integrados Mediterráneos, aplicados al ámbito epónimo de Francia, Italia y Grecia, refleja asimismo el alcance de la coherencia espacial con que se concibe este modelo de cooperación regionalizada (Manero, 1987:18).
Por lo común, y salvo Programas concebidos de forma específica, las iniciativas cristalizan en un elenco de estructuras organizativas fundamentalmente identificadas con las Comunidades de Trabajo y las Eurorregiones, que abordan sus actividades mediante Comisiones Sectoriales y cuya complejidad y modelo de funcionamiento varían en virtud de las directrices, compromisos y prioridades fijados por sus miembros, que las asumen “como plataforma de intercambio y cooperación horizontal”. En un escenario tan complejo, sólo el conocimiento concreto de la trayectoria desplegada por cada una de ellas permite entender el grado de cooperación alcanzado y, sobre todo, la entidad del balance conseguido. El testimonio ofrecido, a modo de ejemplo, por destacadas experiencias acometidas en el Sur de Europa (Galicia-Norte de Portugal, Andalucía-Algarve-Alemtejo, Pirineos- Mediterráneo, País Vasco-Aquitania, entre otras) aporta suficientes elementos de juicio para efectuar una valoración ponderada y objetiva de sus aportaciones a este proceso de regionalización abierta a que asistimos.
Ahora bien, tales dinamismos no pueden entenderse al margen de los instrumentos de regulación supraestatal incorporados para el cumplimiento de dicha finalidad al acervo político y económico promovido por la Unión Europea. Si la entrada en vigor del Art. 10 del FEDER, ligado a la Reforma de los Fondos Estructurales - y por él se asigna el 1% del presupuesto del Fondo para financiar proyectos piloto en áreas de cooperación entre regiones y autoridades locales – pone en evidencia la voluntad de apoyo financiero en esta dirección, los Programas destinados a canalizar y dar satisfacción a la capacidad de iniciativa existente desempeñan un papel primordial. Tal será el caso del RECITE (Regions & Cities of Europe), que en sus dos ediciones (1990-1995 y 1997-2001) estuvo orientado al fomento de la configuración de redes interregionales dentro de la propia Unión, apoyadas en objetivos de transferencia del conocimiento y en la mejora de la colaboración público- privada, y de los ECOS-Ouverture, canalizados hacia proyectos de cooperación entre las instancias regionales y locales de la Unión Europea con sus homólogos de los países del Centro y el Este de Europa. Pero, ante todo, hay que atribuir una responsabilidad preeminente a la iniciativa comunitaria INTERREG.
La experiencia acreditada es congruente con su dilatada trayectoria en el tiempo, desde 1989, coincidente además con la ejecución de interesantes realizaciones y debates con implicaciones significativas para la ordenación del territorio- con ejemplos tan significativos como el Programa TERRA o el Programa de Cooperación Territorial del Espacio Sudoeste Europeo (SUDOE), entre otros - y el apoyo a programas de cooperación a gran escala fuera del perímetro de la UE y justificado por el propósito de promover nuevos “instrumentos europeos de vecindad y asociación”. Y, por supuesto, las intervenciones llevadas a cabo difícilmente podrían entenderse si el respaldo científico aportado por una de las entidades dedicadas a la investigación territorial más importantes de nuestro tiempo. Me refiero obviamente al Observatorio ESPON (European Observation Network, Territorial Development and Cohesion), que ve a luz a finales del siglo XX coincidiendo con la aprobación de la Estrategia Territorial Europea, en cuyo organigrama figura como un potente órgano de coordinación científica para la ejecución de proyectos específicamente relacionados con el estudio de las implicaciones territoriales de la integración.
Estos precedentes y estas bases, que aportan un conocimiento cabal sobre las perspectivas e incertidumbres que se ciernen sobre la cooperación interregional, abren paso a dos relevantes medidas, respectivamente relacionadas con la consolidación de este fenómeno y con la voluntad de resolver algunos de los riesgos e insuficiencias que la afectan. La primera de ellas, tiene que ver con el afianzamiento de la seguridad jurídica garantizada por el Reglamento (CE) nº 1082/2006 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 5 de julio de 2006, por el que se crea la figura de la Agrupación Europea de Cooperación Territorial (AECT), planteado como un instrumento de Derecho comunitario dotado de personalidad y capacidad jurídica (Manero, 2011:251). La segunda, con la relevancia otorgada a la Cooperación Territorial a la que se asigna el rango de Objetivo 3, delimitando con los otros dos – Convergencia Regional y Competitividad Regional y Empleo – el marco de la referencia en el que se inscribe la Política de Cohesión a partir del periodo de programación 2007-2013. Es la base sobre la que descansa la aplicación de INTERREG IV, estructurado en los tres niveles ya definidos con anterioridad (A, transfronteriza; B, transnacional; C, interregional). De este modo la interterritorialidad, cimentada en la capacidad de iniciativa estratégica de las regiones, tiende a consolidarse como uno de los factores determinantes de la organización y transformación del espacio en el contexto de un proceso abierto al ajuste y recomposición permanentes.
Conclusiones
Es evidente que a la Geografía compete la responsabilidad de haber otorgado entidad conceptual y empírica a la idea de región en momentos en los que la consideración del espacio estaba ausente u ocupaba una posición irrelevante en el tratamiento especializado de los fenómenos económicos y sociales. Un meritorio caudal de aportaciones lo avala con creces, lo que demuestra hasta qué punto la trayectoria del pensamiento y de la cultura geográficos es indisociable del esfuerzo intelectual por hacer de la realidad regional una cuestión nuclear en la interpretación de las diferencias espaciales, progresivamente enriquecida merced a las consideraciones extraídas del estudio comparado y a la aplicación de las innovaciones metodológicas que han hecho posible avances muy notables en esa dirección.
Ahora bien, su consideración como objeto de estudio por parte de otros campos del conocimiento, e inducido por las transformaciones económicas ocurridas en la segunda mitad del siglo XX, no ha hecho sino ampliar y fortalecer la propia virtualidad del concepto de región al tiempo que contribuido a su afianzamiento científico, permitiendo resolver las ambigüedades de que en ocasiones había adolecido y justificando la entidad alcanzada como valioso y crucial tema de investigación desde el punto de vista interdisciplinar. Su estudio no deja de poner de manifiesto una creciente complejidad y riqueza de matices al compás de los diversos criterios utilizados y a medida que los métodos de análisis alcanzan cotas mayores de rigor y calidad interpretativos, de forma que el análisis regional no se limita ya al mero descubrimiento de espacios uniformes sino al estudio de los flujos, de las densidades, de las jerarquías y de las interdependencias que en ellos tienen lugar.
De ahí deriva esa cualidad evidente para favorecer la confluencia de metodologías complementarias, especialmente útiles y clarificadoras a la hora de entenderlo como ámbito de experimentación de las políticas públicas que, apoyadas en las posibilidades que derivan de la condición de espacio de coherencia y culturalmente percibido por la sociedad, encuentran su fundamento en la valorización de los recursos, en la fortaleza de los niveles de articulación social y en la efectividad de las estrategias innovadoras de desarrollo territorial. Solo de este modo se entiende el predicamento adquirido por el hecho regional como idea susceptible de aplicación a diferentes escalas, entendidas como estructuras espacialmente imbricadas, dando origen a configuraciones variables, cuya versatilidad no hace sino subrayar el amplio margen de perspectivas que derivan de la toma en consideración de factores y elementos de coherencia distintivos y a los que se recurre, para dar sentido, justificación y operatividad a la diversidad de estructuras regionalizadas – y, por ende, de experiencias de desarrollo regional - puestas en práctica.
Aunque probablemente seguirá siendo un concepto discutible y controvertido, no está de más admitir que la única posibilidad de resolver las incógnitas que en torno a las experiencias regionales, y a su configuraciones con fines estratégicos, puedan plantearse habrá de venir dada por la solidez de los argumentos que revaliden, sobre la base de un conocimiento integral del territorio– indefectiblemente asociado a las modalidades de relación producidas entre las características del medio físico y a las transformaciones derivadas de la acción humana - y de las combinaciones espaciales que se desarrollan en el seno de la región, su especifica condición de espacio geográfico estructurado en función de los factores y elementos que lo justifican como realidad regional en función de los rasgos, tendencias y comportamientos que la caracterizan.
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