Introducción
Desde mediados del siglo XVIII en adelante la autoridad colonial comenzó a publicar una serie de medidas cuya intencionalidad era la de recuperar ciertos espacios y mantener bajo control prácticas que se contraponían al orden social (León Solís, 1998), no se trata de un hecho fundacional, por el contrario, los bandos son instrumentos que transitaron con fuerza desde fines del XVII (Meza Villalobos, 1957, p. 143-161). Las autoridades patriotas para conseguir el éxito en las campañas militares necesitaban de las mejores condiciones sociales en términos de estabilidad y orden, específicamente se trataba de mantener bajo control los espacios y prácticas del populacho, aquel que no se encontraba en los ejércitos. ¿Se dirigió todo el esfuerzo de la autoridad a terminar con la defección en el ejército y hacer frente al bandolerismo? De no ser así ¿Cuáles fueron las medidas de control sobre los espacios de la plebe que no concentraba las fuerzas militares? En la presente investigación revisaremos las ordenanzas de las autoridades patriotas, identificando los dispositivos sociales ligados a los sectores populares, hacia los que se habría dirigido su aparato coercitivo y regulador. A partir de esos dispositivos identificaremos el tipo de ordenanzas que podrían haberse dirigido a articular a la población plebeya, con ello las ordenanzas declaradas en los bandos y la respuesta popular por medio de la porfía configuraron la relación de dominación y opresión entre patricios frente a la rebeldía y autonomía de los plebeyos desde la Independencia en adelante.
Ideología-religiosidad, espacios y prácticas
Hemos insistido en la importancia que tuvieron los sucesos en la capital luego de la victoria de Chacabuco en 1817, de tal manera que la prevalencia del orden y el control sobre los espacios y prácticas de la plebe se hicieron constantes durante la campaña revolucionaria. San Martín se encontraba en Chacabuco esperando el desarrollo de los sucesos luego de la dispersión del ejército realista, en pleno conocimiento de los desórdenes protagonizados en Santiago por la plebe “resolvió despachar un destacamento de caballería que se colocara a las órdenes del cabildo o de cualquiera persona que representara provisionalmente la autoridad pública y que pusiese término al régimen de acefalía en que la retirada de los realistas había dejado la ciudad”(Barros Arana, 1889, Tomo X, p. 619).
Poco después del mediodía del 13 de febrero, el destacamento comandado por el Comandante Mariano Necochea entraba en la ciudad mientras recibían las aclamaciones del pueblo y poniéndose a disposición de la autoridad provisoria erigida por los vecinos de la capital comenzaba el retorno de la tranquilidad ausente durante las horas de anarquía que provocó la fuga de las autoridades realistas (Barros Arana, 1889, Tomo X, p. 619-620). En aquella necesidad de restituir el orden, el jefe del Estado Mayor del ejército de Los Andes, el Brigadier Miguel Estanislao Soler oficializaba la ocupación de la capital por parte de los patriotas, estableciendo que:
“Para restablecer el orden y la tranquilidad del país, asegurar la libertad de sus ciudadanos y velar por la seguridad del Ejército y de los Patriotas -ordenaba entre otros artículos- 5° Será castigado con todo el rigor de las leyes cualquier sacerdote que abusando de su ministerio y torciendo el espíritu de nuestra santa religión, predique contra la sagrada causa de la América o de la moralidad y disciplina del Ejército de la Patria de que hace el mayor alarde y de que los pueblos recibirán constantes pruebas… 7° Al cañonazo de la fortaleza que se tirará a las nueve de la noche, nadie podrá salir a la calle y el que se encuentre será conducido al cuartel de que dependa la patrulla que lo tome. A dicha hora se cerrarán las pulperías y demás casas públicas; debiendo abrirse al salir el sol -con pena de multa de doscientos pesos a los americanos que no acaten la reglamentación, así como la confiscación de sus bienes a los españoles europeos y dos años de presidio- 9° Todo hacendado del distrito de esta capital queda obligado a presentarse para ofrecer sus ganados y caballadas al servicio del Ejército en el término de 24 horas en inteligencia de que cualquiera especie que se eche mano, le será satisfecha por su justo precio”. (Boletín de Leyes y Decretos del Gobierno, 1817, p. 5-7).
Podemos identificar que al momento recuperar la conducción del Estado, las autoridades consideraron en sus primeras medidas la recuperación del orden público, cuidando de la seguridad de los ciudadanos y del Ejército, ratificando que la causa revolucionaria necesitaba de un cierto grado de estabilidad social con el objeto que sus líderes pudiesen concentrar el máximo de sus esfuerzos en las campañas militares por la emancipación; observando los componentes de la proclama de recuperación de la capital por parte del Ejército ¿Cuáles fueron los principales dispositivos o frentes hacia los que se dirigió la estrategia coercitiva y reguladora de la elite respecto de los sectores populares? Los argumentos en los artículos publicados en la ordenanza del Brigadier Soler no son menores para dilucidar esta pregunta. Así como la guerra provocó ciertos desajustes en la vida del bajo pueblo, el cuidado respecto del discurso de los religiosos, la intromisión sobre los bienes de los hacendados y la restricción de los horarios de lugares de concurrencia popular también indujeron desencajes sociales. Observando en los censos de la época los cuadros de estados, condiciones y profesiones, por ejemplo hacia 1813 (Dibam, Censo 1813)1, advertimos que la Iglesia Católica tenía presencia en todas las provincias de Chile, así también una profunda influencia en la sociedad; se trata de una instancia en que la fe y la devoción se unen a otros efectos sociales como puntos de encuentro comunitario; no solo en la misa dominical que se asume como una obligación de quien se hace llamar católico, sino también en los actos eclesiales de carácter público en que la participación de la población fue siempre importante (Goicovic Donoso, 2005, p. 5-7); en este sentido, los religiosos poseían un grado de liderazgo manifestado durante las homilías en el púlpito de los templos. De ello se desprende la preocupación de las autoridades patriotas en el artículo quinto; durante la denominada ‘guerra a muerte’ los curas franciscanos en Chillán “recorrían las reducciones cercanas a las plazas militares e incitaban a los caciques a prestar su concurso a la causa del rey” (Vitale, 1969, p. 61); según el autor, la prédica incitadora de los religiosos seguía la posición que asumió el Papa frente a la revolución, en este sentido la iglesia fue “la vanguardia de la contrarrevolución” (Vitale, 1969, p. 64). Así como en el sur los indígenas eran llamados a levantarse contra la causa emancipadora, en Santiago también hubo otro elemento que evidencia el recelo de los patriotas respecto hacia los religiosos defensores de la corona; el 25 de febrero de 1817 el Director Supremo decretaba la incomunicación de los religiosos de la Recoleta Dominica, en dicho convento “se mantendrán en él bajo la mas estricta incomunicación, sin que por persona alguna sean tratados por escrito ni de palabra. Esta medida, en nuestras actuales circunstancias es de las más importantes a la seguridad del Estado” (Boletín de Leyes y Decretos del Gobierno, 1817, p. 17); acontecimiento al que se sumaba el destierro y separación del Obispo de Santiago José Rodríguez Zorrilla, bajo la consigna que “la salud pública es superior a todas las consideraciones -por lo tanto- no se admite sobre esto contestación, réplica, duda ni reclamo alguno” (Boletín de Decretos y Leyes del Gobierno, 1817, p. 18); destierro que se extendió hasta 1822 en que el obispo exiliado debido a su posición política apareció nuevamente en la Catedral de Santiago el 8 de septiembre (Graham, 1953, p. 146); se trataba de prevenir la expansión de las ideas opositoras al ideario de la Independencia, la salud pública a la que apelaba el Director Supremo se refería a la concepción de contaminación ideológica que podrían producir las posturas contrarrevolucionarias amenazando el cierto grado de legitimidad con que actuaban las autoridades patriotas; concepto que a su vez permitió a la clase dirigente declarar juicios políticos contra todo aquel que contraviniera con el esfuerzo emancipador.
Podríamos advertir que la religión católica se trataría de uno de los dispositivos de cuidado por parte de la clase dirigente, elemento no menor al atender la problemática del catolicismo y la causa patriota, sobretodo por que la plebe era profundamente creyente y los párrocos tenían gran influencia sobre ellos, de ahí que las autoridades instrumentalizaran el púlpito para difundir su ideario, se trataba de utilizar un medio tradicionalmente arraigado en la sociedad “a cuyo efecto contaban con el apoyo entusiasta de aquella minoría de eclesiásticos que sí comulgaban con el sistema de la patria” (Valdivia et.al. 2009, p. 191), en otras palabras, así como para las autoridades coloniales la religión fue una forma de articular el Estado (Valenzuela, 2001; o bien Salinas 2005, en Sagredo, et.al. 2005), las autoridades patriotas se introducen en los espacios en que curas y plebe se involucran. Cabe mencionar que la religiosidad del bajo pueblo se entremezclaba con tradiciones y supersticiones, pero de todas maneras manifestaba su profunda creencia en Dios y en la vida después de la muerte; por ejemplo durante un temblor en Valparaíso en julio de 1822, María Graham recordaba “personas que salían corriendo, caían de rodillas y se encomendaban a todos los santos. En el campo, los labriegos dejan el trabajo, se quitan el sombrero, golpeándose el pecho y claman: ¡Misericordia!, abandonando las casas” (p. 84); Coffin también recuerda la celebración festiva de un funeral hacia 1818:
“Invitó -el capataz de una estancia- a todos sus amigos y vecinos y les brindó con música y baile, vino y cena, pasando toda la noche en gran holgorio y algazara con ocasión de la muerte de su hijo único, un niño, cuyo cadáver permaneció expuesto en la parte mas visible de la habitación” (J.T.M. 1898, p. 97).
El funeral de los ‘angelitos’ se trataba de la muerte de un niño inocente y por lo tanto ha ido directamente al cielo por lo que no debe despedirse con tristeza sino que alegrarse e incluso celebrar su paso por el mundo (J.T.M. 1898, p. 98); así también sucedió con las catástrofes de la guerra, luego que la población de Concepción tuviera que trasladarse a Los Ángeles en septiembre de 1818 para refugiarse de las batallas producidas con el avance del ejército patriota hacia el sur, el soldado norteamericano recuerda como los clérigos:
“Manifestaron al pueblo que su translación ni debía considerarse como anuncio de una venganza divina que cayese sobre el país, y que, los pobres que no pudiesen seguirlos, debían permanecer en sus hogares, confiados en el poder y protección de su Padre celestial” (p. 144).
Otro dispositivo de cuidado para la clase dirigente lo podemos identificar mediante la regulación de los horarios de funcionamiento de las casas públicas como chinganas y pulperías, ello afectó la vida diaria del bajo pueblo así como la intromisión de las autoridades patriotas sobre los bienes de hacendados también fue un elemento que determinó un estado de empobrecimiento sobre los campos, por ende veremos luego como arrastró a la plebe a enfrentar ciertos desajustes de la cotidianeidad; por ejemplo hacia 1818 en Concepción “la mayoría de las casas tienen huertos que producen casi sin cultivo y en abundancia… aunque han sufrido mucho durante los ocho meses que los patriotas han estado en posesión de la ciudad” (J.T.M. 1898, p. 73). Entre otros motivos el reclutamiento de campesinos “producía un continuo desgaste humano, desmovilizaba al peonaje e interrumpía los ciclos económicos que debían seguirse para conseguir la recuperación de la alicaída economía agrícola” (León Solís, 2010, p. 113); aunque mediante la revisión de las fuentes documentales podemos advertir que la recuperación de la economía no era una problemática preponderante para las autoridades, la guerra y el orden por el contrario si fueron constantes frentes de importancia, sin embargo podemos advertir observaciones con motivo que se hacía necesario mantener una incipiente economía para solventar ciertos gastos propios de una época convulsa, específicamente consumos militares.
En general durante los siglos XVIII y XIX, la faena fue donde los trabajadores pasaban la mayor parte del día, desde el amanecer hasta el ocaso; en este sentido la economía en Chile fue sustentada por diversas industrias muy precarias como la minería, la pesca y en el mayor de los casos la agricultura, todas ellas sin un desarrollo tecnológico importante, “la maquinaria agrícola -advierte Igor Goicovic- fue prácticamente inexistente hasta la segunda mitad del siglo XIX”(2005, p. 9); por ende la mano de obra fue vital para la incipiente producción, el mismo Coffin reconoce el atraso de la labranza en Chile y lo rudimentario de su transporte:
“Sus carros son de una construcción rudimentaria, las ruedas gruesas, toscas y generalmente de una pieza y de tres o cuatro pies de diámetro a lo más, -tras lo cual reconoce- no he visto ningún otro instrumento de labranza en cuya construcción sean tan deficientes como en éste” (J.T.M. 1898, p. 101).
La regulación de la circulación de las personas por las calles y por ende de los horarios de funcionamiento de los espacios públicos es también fundamental para las autoridades en su ideal de mantener el orden y la vigilancia por la seguridad pública; según Goicovic la calle se comprende como parte importante de los sectores populares, en esta coexisten, no de buena gana, diversos sujetos de la sociedad y todos asumían el espacio público como propio. Los sectores urbanos a pesar de su carencia de higiene posibilitaban la actividad económica lo que a su vez permite la formación de relaciones comerciales; como en Concepción donde todos tenían algo de comerciantes, puesto que la mayor parte de sus habitantes realizaban algún tipo de negocio, inclusive los artesanos por necesidad preferían dejar sus casas para ir a comerciar con los indígenas; “el carpintero -narra Coffin- con un año o dos de intervalo, abandonará el hacha y empuñará la vara de medir; y el albañil dejará que su casa se venga abajo mientras allá lejos comercia con los indios” (1898, p. 121 y 134), también observa el poblado de Penco que a esas alturas “es sólo una aldea de pescadores. Hay en el lugar apenas diez familias, que no tienen otros medios de subsistencia que lo que ganan vendiendo pescado en la plaza de abasto de Concepción”(1898, p. 158), podemos apreciar que la plebe acudía también a recursos marítimos para poder comercializar, es el caso de los pescadores artesanales o el caso de las hijas de pescadores en Valparaíso que observó Graham, las cuales se acercaban a las casas para vender algas y mariscos (1953, p. 64). Así también el espacio público era el nido del vagabundaje, de la delincuencia y violencia mayormente perpetradas en las horas de la noche como consecuencia de los vicios tales como el alcoholismo, los juegos y apuestas que terminaban en riñas entre dos partes y colectivas (Goicovic Donoso, 2005, p. 7-9). Hacia 1822, cuando la agitación de la guerra había moderado su intensidad, José Zapiola recuerda un café de Santiago en que:
“Se jugaba, desde mediodía hasta cualquier hora de la noche, malilla, mediator, primera y báciga. En cuando al monte (pues no era conocido el de dados), siendo uno de los entretenimientos mas productivos para el dueño de casa, no tenía horas limitadas”(1974, p. 29).
Como veremos luego, los juegos de azar que bajo la visión de la autoridad patriota eran sinónimo de vicios, estuvieron bajo las reglamentaciones que durante los tiempos mas tensos de la guerra se hacían necesarias para mantener coartado al enemigo interno, entre otras cosas por que de ellas surgían hechos de violencia tal cual explica Igor Goicovic. Si revisamos los decretos y leyes de Gobierno a partir de 1817 podemos apreciar una extensa lista de bandos dirigidos a controlar los espacios públicos hasta acá revisados; en palabras de Stuven “el temor a la anarquía es la justificación principal de gran parte de las decisiones autoritarias y centralizadoras de los primeros gobernantes o caudillos” (2000, p. 40); se trataba en este caso de restituir y mantener el orden social que se vio profundamente quebrajado principalmente durante los años de 1817 y 1818 y que permaneció como una constante en los años posteriores en que los gobiernos proyectaron gran parte de sus esfuerzos en “contener y combatir el vandalismo y los focos de desorden donde se incluyen fiestas y juegos populares”(Donoso Fritz, 2009, p. 117). Las casas y espacios de diversión popular fueron muchas veces el punto de encuentro de los hombres que salían de las faenas, con la bebida y los juegos sumían las frustraciones de la vida inestable; el espacio por excelencia de las fiestas y diversiones o a los ojos de las autoridades, el nido de los vicios, delitos y violencia del cual, como veremos luego, las mujeres fueron protagonistas (Flores, 1997), principalmente por que en su mayoría tabernas, ramadas, chinganas y pulperías funcionaban dentro de las mismas casas de las mujeres que administraban estos lugares, lo cual también permitió el ejercicio prostitución (Goicovic, Donoso, 2005, p. 11-13). Estos lugares por sus características de desenfreno serán objeto de regulación por la autoridad patriota en la medida que ponen en riesgo el ideario ilustrado de la elite y de la causa revolucionaria que necesitaba concentrar sus esfuerzos en una guerra que costaba mucho sostener, por lo cual la libertad para realizar estas instancias de diversión que para las mujeres se trataba mas de una entrada económica se vería limitada, así lo evidencia Francisca Martínez que solicitaba a la autoridad “permisión de una chingana en su casa”(Ministerio del Interior, Tomo I, v. 32, p. 115); junto con la chingana, también las ramadas fueron objeto de especial atención para las autoridades en su objeto de mantener el orden y controlas las prácticas de la plebe, propias de cada festividad en que participaba el populacho, “eran sus recintos, levantados por sus manos y que afloraban como callampas por los campos y poblados; espacios espontáneos, frutos de la comunidad. Eran, pues, espacios no controlables ni conocidos” (Illanes, 1986, p.9).
Hasta este punto hemos podido advertir tres dispositivos preponderantes en la estrategia de orden hacia la plebe durante la guerra; las autoridades patriotas instalaron su disposición reguladora hacia la ideología, los espacios y las prácticas. El bajo pueblo no predicaba un ideario político, la guerra de Independencia les había sido indiferente en su gran mayoría, a lo que se suma su descontento debido a la recluta forzada y las consecuencias que trajo ello consigo para esos hombres, sus esposas e hijos. Por otro lado, la influencia que ejercían los religiosos y religiosas hacia la población puede ser comprendida como lo más cercano a una ideología, principalmente en el caso de los párrocos que tenían directa relación con los sectores populares que en el caso de la religiosidad se trata de la creencia en Dios, la devoción a los santos y celebración de las festividades religiosas, las cuales a su vez se entremezclan con las supersticiones y tradiciones culturales propias del bajo pueblo, por lo que su forma de practicar la religión distaba mucho de los ideales de devoción y ejercicio del catolicismo. Por ende cuando las autoridades patriotas tomaban decisiones que injerían directamente en asuntos de la iglesia, lo hacía entendiendo que con ello controlaba no sólo una institución importante, sino un medio de articulación social, tras lo cual era preciso contener discursos y orientaciones contrarrevolu¬cionarias dentro de la Iglesia Católica.
Así también la clase dirigente llevó a cabo maniobras de control hacia los espacios y prácticas de sociabilidad popular, principalmente con la intención de mantener el orden y terminar con las costumbres que llevaban al desborde de la violencia, vicios y lascivia; se trataba de mantener a raya a los sectores populares para concentrar el máximo de las energías de las autoridades en la causa revolucionaria y articular a la población bajo los ideales del naciente Estado, para lo cual era necesario regular los horarios de funcionamiento de los locales de diversión y de circulación de personas por las calles, mantener el resguardo de las celebraciones y mantener ocupada a la mayor parte posible de la población.
La estrategia reguladora
La ausencia de una autoridad que imponga el orden dentro de un determinado territorio propició el desborde de las pasiones y la violencia; sucedió en Santiago tras la huida de los altos mandos monárquicos en 1817 y también en Concepción luego del éxodo de la población que se dirigía a Santiago escapando del ejército realista que avanzaba hacia la capital y que sería derrotado en Maipú el 5 de abril de 1818 y que permitió luego el avance del ejército patriota hacia el sur; estado de abandono en Concepción que sería profundizado por motivo de la guerra a muerte. Coffin observa las consecuencias de la ausencia de autoridades la provincia penquista hacia septiembre de 1818:
“Los crímenes quedan sin castigo y no existe seguridad la que menor para vidas ni haciendas. Cada familia o pequeña comunidad se halla obligada a buscarse lo necesario para su propia defensa y para protegerse a si misma de la manera que puede contra cualquiera agresión” (1898, p 147).
Así también nos encontramos frente a una plebe que había adquirido experiencia en la guerra y armamento, sumado a su descontento por un conflicto bélico ajeno al que de todas maneras había sido arrastrado, lo cual propició las condiciones para el desorden, la violencia y la delincuencia; bajo esta preocupación y con los sucesos en Santiago luego de Chacabuco aún en la retina de la elite, el Director Supremo proclamaba en febrero de 1817 que con motivo de:
“Restablecer el orden, evitar los desastres que aún aparecen y restituir al Estado los artículos de su propiedad que se abandonaron al saqueo y dilapidación en la precipitada fuga de los tirano y dispersión absoluta de sus tropas… -ordenaba O’Higgins- las armas propias de los particulares así blancas como de chispa de toda clase y uso entréguese -dentro de los próximos seis días en casa del Jefe del Ejército, así mismo- ningún individuo se exceptúa de exhibirlas” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 13-14).
Concurrir contrariamente a esta disposición sería castigado con la pena de fusilamiento, lo que advierte la necesidad de las autoridades revolucionarias de rearmarse para los siguientes pasos en el conflicto, de hecho hacia diciembre de 1817 las autoridades comunicaban la falta de sables en el ejército, tras lo cual se ordenaba a todos los ciudadanos a entregar sus sables de latón blanco con la promesa de quienes comprueben su legítima adquisición se les pagaría el valor correspondiente (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 158-159). Pero también se consideraba la necesidad de desarmar a la plebe para evitar sucesos violentos; problemática que asoma nuevamente en julio del mismo año con el explícito objeto de mantener la tranquilidad pública y bajo la pena de ser pasados a cuarteles y definir la sentencia en concordancia con sus faltas se ordenaba que:
“Ningún individuo que no pertenezca a los ejércitos unidos podrá llevar armas para su defensa, a no ser que tenga papeleta, que por ahora dará el Gobierno supremo en tanto el tribunal de la alta policía, a quien es privativo este celo, entra en el ejercicio de sus funciones” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 76).
¿En qué radica la preocupación de la plebe armada? No es menor en la conciencia de la elite la imagen de un bajo pueblo armado, de ello se entiende su gran preocupación respecto del apoyo de los indígenas a la causa restauradora del ejército realista luego de Chacabuco (Peralta, 2009, p.74), principalmente en la resistencia en Concepción comandada por Francisco Sánchez que tras la ida de Osorio desde Talcahuano en 1818 tenía bajo sus órdenes a cerca de “cuatro o cinco mil indios que quedan aguardando sus órdenes en la frontera” (J.T.M. 1898, p. 142), se trataba de un pueblo históricamente guerrero y armado; el mismo Coffin luego de ser tomado prisionero por un banda de gavilleros en 1819 describe:
“El círculo de lanzas que formaban los indios y sus furiosos ademanes eran en verdad poco a propósito para tranquilizar mis temores. Estaban casi desnudos, muchos de ellos pintados y desfigurados de la manera mas repelente, armados con lanzas de cerca de veinte pies de largo y todos montados en magníficos y bien amaestrados caballos”(1898, p. 182-183).
Decisión de apoyo al ejército realista tomada por los mismos caciques, principalmente por los tratados que les proporcionaba autonomía política alcanzada durante la colonia y que se veían amenazadas por el intento del Estado chileno de homogeneizar a la población indígena (Peralta, 2009, p.75). Lo importante para nuestro caso es notar la constante preocupación que las autoridades patriotas tenían respecto del bajo pueblo armado, por el cuidado de la tranquilidad pública en el caso de la plebe libre y por la amenaza de un retroceso en las campañas bélicas por la adhesión del pueblo mapuche al ejército realista; una vez mas advertimos una directa relación entre el orden y la guerra.
Pero el cuidado con la plebe armada es tan sólo un ingrediente dentro de todo el plan rectificador de la clase dirigente, la problemática del armamento se puede relacionar con las campañas bélicas, pero también con la tranquilidad social; en este sentido la elite habría dirigido todas su energías reguladoras hacia la plebe que comprendía los ejércitos y los grupos de gavilleros, sino también a aquellos que seguían sobreviviendo a su manera frente a las leyes y decretos que interponían sus prácticas. Anteriormente advertimos que lo líderes patriotas consideraron los dispositivos ideológico-religioso, de las costumbres y del espacio para articular y regular a la sociedad, principalmente al populacho.
¿Cuál es la particularidad de las nociones y conceptos que podemos advertir en los decretos? Los bandos de Gobierno no suelen mencionar explícitamente los conceptos de plebe o populacho, pero la intencionalidad misma de las ordenanzas se relaciona directamente con los espacios de sociabilidad popular y prácticas que se contraponen a los ideales de ilustración y modernidad que profesan los líderes de la emancipación política, así nos encontramos con términos como viciosos, vagos y ladrones. Resulta interesante el uso policial con que el vicio y el vagabundaje adquieren relevancia como rasgos antisociales, el término de vago se “aplica -hacia 1817- al hombre sin oficio y mal entretenido”(RAE, 1817), por ende también al ocioso, lo cual resulta contraproducente en un Estado moderno que predica los valores de la Ilustración, se trata de estados sociales que se difieren con la productividad, el orden y la seguridad social; Mario Góngora establece que el vagabundaje comenzó a ser utilizado como concepto policial cuando este comenzó causar malestar social en la colonia (1966, p. 2), relación que persistió y con la que nos encontramos en los bandos de Gobierno durante la Independencia. ¿De qué otra forma puede sobrevivir el vago sino mendigando o robando? Inclusive en un estado de guerra como en el que se inserta nuestro estudio podría ser utilizado como carne de cañón en el Ejército.
En esta línea por ejemplo, la regulación de los horarios de circulación de personas durante la noche busca evitar los hechos de violencia y delincuencia que por excelencia se producen en la noche; así también controlar las prácticas, las que no siempre se dirigen a las diversiones populares que llevan al desenfreno, sino también a los malos hábitos que perjudican la higiene de la ciudad, en este sentido el cuidado aseo de los espacios públicos también forma parte de los planes de orden y control. Podemos identificar a partir de 1817 la creación de una serie de cargos públicos en torno al cuidado de la seguridad, el orden, la regulación de los espacios y la higiene de las ciudades, todas ellas como parte del plan de control y regulación sobre la población, principalmente sobre el populacho, aquel que no formaba parta de los ejércitos pero que aún así podía ser una amenaza en la medida que las energías de la autoridad debieran dejar de lado la guerra para concentrarse en la plebe que no pertenecía a los ejércitos y gavillas y con ello poner en peligro la campaña bélica de la revolución. De ello se comprende la creación de los Alcalde de barrio en mayo de 1817:
“El orden público pide que el Gobierno ramificado en varios agentes tenga auxiliares que contribuyan a la tranquilidad, administración de justicia y demás objetos que forman su alto encargo. Con este fin se han creado alcaldes barrio en todos los cuarteles de la ciudad para que velen sobre sus respectivos departamentos con comisiones limitadas que constan de sus títulos. -Por ende- todo individuo está en la obligación de respetar a tales jueces subalternos y las justicias superiores les franquearán los auxilios de que necesitan para el desempeño de sus funciones, quedando a cargo del Gobierno dar la orden conveniente a los comandantes de cuarteles y cuerpos militares para que contribuyan el mismo auxilio siempre que el alcalde de barrio, con presencia de su título y exposición de la necesidad ocurrente lo pidiere” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p.48).
La creación del Alcalde de barrio corresponde a la autoridad encargada de la seguridad y el orden de un definido territorio y tienen la potestad de disponer justicia frente a las faltas cometidas por las personas en determinado sector ayudados por los jueces de justicia superior y los cuerpos militares cuando fuera necesario el uso de la fuerza para recuperar el orden social. Pero este cargo no fue siempre percibido por el populacho como una autoridad, de hecho en momentos de ejercer su obligación no tenía ningún distintivo ni forma de demostrar su autoridad al momento de exigir obediencia y respeto por el orden, por ello hacemos alcance a un decreto de diciembre de 1817 aprobando la solicitud del Gobernador Intendente de Santiago Francisco de Borja al Delegado Gobernador Miguel Zañartu; en dicha solicitud explicaba:
“El Dr. Don Juan Agustín Jofré, vice-inspector del cuartel número primero, me ha significado en oficio del día de ayer 2 del que rige, que para el mejor arreglo de la Policía, para que sean distinguidos los alcaldes de barrio y para que les tengan las consideraciones que se merecen, se les permita el distintivo de cargar en un botón del vestido una gola de metal amarillo con el diámetro de medio peso duro y el mote alcalde de barrio número tal; poniéndose en sus casas una tarjeta sobre una tabla con la misma inscripción… -agregaba el Gobernador Intendente- el celo del sub-inspector es indudable y no puede negarse que su amor al establecimiento del orden le ha incitado al propuesto proyecto, en el que se presenta también la utilidad de evitar competencias entre los alcaldes y los militares que no sabiendo quienes son los que desempeñan las alcaldías de barrio, suelen sonrojarles y aún arrestarles como acaba de suceder con el oficial que hoy mismo se me ha presentado” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 149).
Una vez nos encontramos con el concepto de orden, objetivo por excelencia de los decretos y mecanismos de control de la clase dirigente; así también la creación de cargos y la distribución de responsabilidades respecto del ordenamiento del espacio público se encontraron con dificultades como el roce entre autoridades como el caso recién mencionado entre los alcaldes de barrio y los militares; también la necesidad de un distintivo se comprende dentro de las dificultades para identificarse como autoridad frente a los sujetos subversivos que no respondían a mando alguno, aunque podía darse el caso que se provocasen tensiones en el trato de una autoridad a las personas, tal es el caso de Don José Antonio Valdés que se presentaba al Ministerio de Interior “quejándose del Gobernador Intendente por los insultos que de él recibe”(Ministerio del Interior, tomo I, v.32, p.60). Sin embargo se necesitaba administrar el espacio para su mejor regulación, así la problemática del espacio público “se carga históricamente de intencionalidad: el espacio natural adquiere el carácter de espacio social… socialmente diferenciado, jerarquizado: susceptible de ser ordenado” (Illanes, 1986, p. 3); ordenamiento que queda estipulado en la separación de la ciudad en ocho cuarteles en septiembre de 1817 cada una con un inspector y un vice-inspector a cargo de la administración de un determinado territorio (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 101-104). Si revisamos los artículos en el Tribunal de Alta Policía publicado en agosto del mismo año podemos identificar algunos elementos que evidencian el ideal de orden social que la clase dirigente intentaba instaurar, en ciertos artículos se establece:
“Cada barrio formará una familia social, donde los vecinos observen mutuos deberes de beneficencia, cordialidad, etc. Cuidando sus alcaldes de separar todas las personas viciosas, vagas o sin destino… -se determinaba también la ayuda mutua entre Alcaldes de barrio, inspectores de cuartel y el Superintendente; continúa- (13) Los delincuentes, vagos, ociosos, mendigos, así como el aseo y comodidad, rondas oportunas, alumbrado de calles, establecimiento de serenos y otras muchas disposiciones benéficas que deben ser el objeto y cuidados de la policía, se irán practicando ya con el examen de los anteriores bandos de buen gobierno… -por lo que el Superintendente- ocupará un lugar preferente entre sus cuidados el promover aquellas diversiones públicas y honestas que tanto contribuyen a civilizar, a entretener útilmente y distraer del ocio y fastidio que trae la inquietud y fomenta los vicios… (17) La debilidad humana hostilizada por la orfandad y la indigencia hacen aparecer comúnmente en la sociedad vicios degradantes, que al paso que ofenden el decoro público corrompen las costumbres” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 83-90).
Para lo cual se mandaría a construir una casa correccional tanto para hombres y mujeres en donde puedan educarse y aprender ocupaciones honestas. La creación de cargos públicos dirigidos a velar por el orden y la seguridad están directamente relacionados con el dispositivo del espacio, se trataba de disponer de autoridades en determinados sectores con el fin de reducir las posibilidades del populacho para delinquir, principalmente en horas de la noche donde se efectuaban la mayor cantidad de asaltos y riñas que podían desembocar en asesinatos o violaciones. Sin embargo resultaba mucho más difícil regular los suburbios de las ciudades tales como La Chimba, el barrio popular capitalino por excelencia, “en cuyas fondas y chinganas se tomaba a destajo, se reía a carcajadas, se bailaba melancolía y sensualidad y se comía pernil” (Illanes, 1986, p. 20); en los suburbios urbanos la plebe desarrollaba sus propios mecanismos de sociabilidad, era el territorio del cual se había apropiado el bajo pueblo y en ellos desarrollaban prácticas donde desbordaban pasiones y se desataban riñas debido al consumo de alcohol o por apuestas (Goicovic, en Sagredo et. al. 2005, p. 238).
Hemos identificamos los tres objetos hacia los que se dirigió el plan de control y regulación de la clase dirigente hacia la población, principalmente hacia los sectores populares en donde a ojos de la elite anidaban los vicios, la delincuencia y la violencia, así también advertimos la noción de cuidado respecto del bajo pueblo armado, el vagabundaje, el ocio y el vicio; de ello podemos comprender una serie de reglamentos que se dirigieron hacia esos aspectos de la vida cotidiana de la plebe en vista del orden, la seguridad y las buenas costumbres. Continuando en esa línea, una forma de coerción que se comprende dentro del dispositivo del espacio dirige su atención en la regulación de los horarios de funcionamiento de los establecimientos de diversión pública; en julio de 1817 el gobierno establecía:
“Siendo mas propio del Gobierno precaver los crímenes que castigarlos y advirtiendo que los facinerosos se aprovechan de la oscuridad de la noche para la ejecución de sus excesos, se previene, siguiendo la costumbre recibida en toda población numerosa -se ordena- 1° Que todas las casas, cuartos y demás habitaciones de esta ciudad y sus suburbios sin excepción, se iluminen con faroles de luz desde las seis y media hasta las once de la noche en invierno y desde las ocho hasta las doce en verano -de lo contrario arriesga multa de cuatro pesos para los pudientes, mientras que diez y seis días de prisión para lo que no pudiesen pagar- 2° Los conventos y monasterios pondrán un farol en la mitad de la calle de atravieso de su recinto, cuya luz debe durar el tiempo prevenido, sin perjuicio de la iluminación que deben poner en las calles principales -expresadas en el primer artículo- 3° Todos los cafés, casas e billar y demás diversiones públicas deben cerrarse a las once de la noche en invierno y a las doce en verano -arriesgando sus dueños multa de cincuenta pesos la primera vez y luego una pena a consideración del Gobierno- 4° Todos los bodegones, tabernas y demás puestos comestibles y licores, sin excepción, se cerrarán a las nueve de la noche en invierno y a las diez en verano” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 74-75).
La regulación de los horarios tenía la finalidad de limitar el funcionamiento de las casas de diversión públicas, en tanto la iluminación mediante faroles que se instruyó a los habitantes de la ciudad buscaba reducir la penumbra en que se efectuaban los asaltos, violaciones y riñas, tarea que también cumplieron los serenos que recorrían las calles; hacia 1822 María Graham recordaba “tanto tiempo que no oía a un guardián de ronda, que experimenté una increíble sorpresa cuando llegó a mis oídos, mientras me acostaba, el canto de Ave María purísima, las once han dado, y sereno” (1953, p. 106). Sin embargo la vigilancia requirió no solo de ordenanzas, sino de apoyo a las autoridades a cargo de la seguridad pública con el fin de intensificar la guardia respecto del peligro nocturno en las calles; por eso en diciembre de 1817 se establecieron patrullas de vigilancia para cada cuartel a las que correspondía entregarle doce fusiles:
“Con la obligación de que todas las noches hayan dos patrullas de a seis hombres… haciendo de comandante el que nombrare el Inspector. -Por lo cual se ordena- que todo estante o habitante de esta capital debe ocurrir precisamente al llamado de los Alcaldes de barrio y deben auxiliarles para las rondas, franqueándoles los criados si los necesitan o cualquiera persona que exista en la casa de los vecinos” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 152).
La división del espacio, la creación y fortificación de cargos públicos dispuestos al orden, la seguridad y el aseo público son propias del plan regulatorio de la clase dirigente, sin embargo los delitos debían ser enfrentados no solo con el resguardo, sino también con el castigo contra quienes actuasen contra la ley en tiempos donde los delitos solían ser pan de cada día, nos referimos a ladrones y bandoleros que hacían de la noche un aliado perfecto para realizar sus fechorías. Marco Antonio León advierte que el problema de la delincuencia había sido tratado por las autoridades coloniales y luego por los subdelegados encargados de la seguridad pública (2010, p. 161), lo cual hemos visto ratificado en los mecanismos de coerción y seguridad impuestos por la clase dirigente.
Resulta interesante relacionar la intencionalidad de los bandos con algún tipo de respuesta por parte de la plebe frente a las medidas decretadas por la clase dirigente; recordemos que estamos frente a autoridades que se encuentran enfrentando una guerra que requería de las mejores condiciones de estabilidad social posibles principalmente en el centro administrativo. Nuestros años de estudio coinciden también con los años en que O’Higgins estuvo a la cabeza del gobierno, por ende no podemos pasar por alto los mecanismos relativos a su gestión; según Jocelyn-Holt, al examinar la obra material, cultural y de fomento del Director Supremo, aunque sea de forma general “salta la vista el prurito progresista ilustrado que sirve de principio rector” (1999, p. 254); por ende ¿Hubo algún tipo de reacción del populacho frente a las medidas de control impuesta por las autoridades? Dato no menor, hacia julio de 1817 el Coronel Don Hilarión de la Quintana, Director Supremo delegado reconocía la multiplicación de robos y salteos, los cuales:
“Llama toda la atención del Gobierno por la seguridad individual de los ciudadanos. -Continúa- se observa con dolor que las penas comunes no bastan a contener este crimen precursor de otros delitos más atroces. -Por tanto se ordena- que todo el que robase de cuatro pesos para arriba será pasado por las armas y el ladrón de menos cantidad sufrirá doscientos azotes y seis años de trabajo en obras públicas” (Gazeta Ministerial de Santiago de Chile, 1817, 19 de julio).
La repetitiva publicación de decretos y leyes en dirección a la seguridad pública y prevenir robos nos advierte de la cantidad de este tipo de delitos y de lo poco efectivas que han sido las ordenanzas para terminar con estas prácticas; pero también sugiere que la plebe no reaccionó de manera organizada frente a la autoridad, su respuesta se manifestó mediante la insistencia de sus prácticas y el caso omiso hacia las leyes y la autoridad. Proponemos que el autoritarismo del patriciado republicano y la rebeldía de los sectores populares configuran la relación entre dominación y dominados a partir de la Independencia y la construcción del Estado nacional; en palabras de Leonardo León “la elite, que se había dividido con motivo de la guerra revolucionaria, comenzaba una vez mas a cerrar filas en torno al gobierno para lograr la estabilidad que les permitiera ejercer un control mas directo sobre la plebe” (León Solís, 2010, p. 113).
Ahora bien, la especial atención respecto de los robos se debía a su aumento, debido principalmente al estado de miseria al que cayó la plebe debido al conflicto armado de la Independencia; incluso luego de la victoria en Maipú varios ladrones de la urbe y de los campos cercanos “acudían a desnudar a los cadáveres para llevarse la ropa -mientras que- las tinieblas de la noche, aumentaban extraordinariamente aquel desorden” (Barros Arana, 1889, Tomo XI, p. 456). El robo y el salteo en las noches podían terminar en asesinatos y violaciones, sobretodo en los sectores urbanizados, puesto que en las zonas rurales se hacía mucho más difícil de controlar, entre otras cosas por su constante regularidad. El Coronel Fernando Cacho reconoce en sus reflexiones que en entre Maipú y Maule “ha abundado siempre de ladrones y para exterminarlos debe haber un cuerpo de caballería del país, pues la seguridad personal en el campo debe procurarla a toda costa en un país que por sus despoblados es ya bastante molesto para viajar” (2002, p. 4); aunque en la medida que la guerra va perdiendo intensidad, la explotación de la tierra permite un mínimo grado de pacificación en las zonas rurales, de esta manera recuerda Graham el llano de Maipo hacia 1822 en que “todos esos campos eran antes estériles y sus jarales servían de escondite a los salteadores y asesinos… Los bandoleros han desaparecido ya y pacíficas haciendas ocupan las que eran tierras incultas” (1953, p. 174). También al recordar una anécdota ocurrida en 1820 José Zapiola proporciona información acerca de un método de robo, posiblemente ingresando a las casas haciendo uso de una escalera, al respecto narra:
“Un día que pasábamos por allí advertimos, medio enterrados, dos trozos de madera labrada. Tomamos sus extremos y al levantarnos nos encontramos con una escalera de cuatro o cinco metros de largo cubierta apenas con basuras. Esta escalera, según los comentarios de los transeúntes, debía pertenecer a los ladrones que para servirse de ella no necesitaban llevarla a su casa, siendo aquel lugar seguro y más próximo para sus expediciones nocturnas” (1974, p. 19).
Notamos entre 1817 y 1820, robos nocturnos de forma habitual a pesar de la creación y fortalecimiento de cargos públicos de seguridad y aseo, advertimos que el populacho dedicado al delito resistió a las medidas de coerción mediante la realización de actos que contradecían la ley. Leonardo León rescata el caso de robo perpetrado por los plebeyos Joseph Muñoz y Baltazar Vega, en la testificación de un peón, Ventura González relataba;
“Hacen como quince días convidaron al declarante el Limeño José Muñoz y Baltasar Vega para ejecutar un robo, valiéndose de las ventajas que facilitaban tres llaves ganzúas que le fueron manifestadas al efecto por Muñoz. Que aceptó en el acto el convite con el fin de no entrar en la ejecución, sino con el de dar parte del acontecimiento a Don Pedro Vera quien le tiene encargado del espionaje de todos los ladrones, como lo verificó en el momento. Preguntando si sabe que los individuos nominados hayan cometido algún robo en otros tiempos; si han estado presos de sus resultas, y se les ha aplicado algún castigo público = Responde que Vega ha incurrido en el delito que se expresa, que por el ha estado encarcelado y ha sido destinado a trabajar en los presidios públicos de esta Capital…” (Capitanía General, v. 210 en León, 2011, p. 621).
La testificación de González asegurando que Baltazar Vega ha sido reincidente y que ha sido confinado a trabajos forzados, ratifica lo que hemos venido asegurando, se trata de prácticas ligadas a la sobrevivencia de los sectores populares que bajo nuestra línea de observación corresponde a respuestas directas hacia las medidas de control y represión de la clase dirigente. El mismo León manifiesta que entre los años 1817 y 1820 la plebe había ostentado con más fuerza que nunca aquella autonomía y rebeldía característica de los sujetos populares (2001, p. 618), así también lo evidencia el Semanario de Policía en septiembre de 1817, en el cual ofrecía “el premio de cinco pesos en la superintendencia de policía al que descubra un ladrón de faroles para que sea castigado” (Semanario de Policía, 1817, 17 de septiembre); ¿El motivo? Consideramos que así como las medidas de la administración autoritaria de O’Higgins se inserta en una “praxis de ensayo y error, que sin embargo está orientada por una claridad de propósito en lo esencial” (Jocelyn-Holt, 1999, p. 250), los comportamientos de la plebe respecto de dicho autoritarismo corresponde a la reacción respecto de la acción de la clase dirigente, en otras palabras, la causa de las ordenanzas muchas veces conllevó a efectos adversos a los esperados. En esta perspectiva los delitos se repitieron en tal medida que hacia 1819 se establecieron nuevas medidas de seguridad:
“Por cuanto los repetidos robos y salteos que se están cometiendo al abrigo de las tenebrosas noches de la estación presente, -manifestaba el Gobernador Intendente de la capital- exigen imperiosamente que se tomen todas las medidas adecuadas para contener unos excesos, que a mas de ser opuestos al buen orden, afligen y contristan sobremanera al vecindario. -Por tanto- 1° Cualquiera individuo que desde esta fecha fuere acusado de robo, bien sea sorprendido infraganti, o bien con las especies furtivas en su poder sufrirá la última pena… 2° Todo aquel que no siendo oficial anduviere con armas de noche sin tener licencia por escrito de esta Intendencia para cargarla, sufrirá la pena de 25 pesos por la primera vez siendo persona distinguida y si no lo fuere sufrirá pena de 25 azotes… 4° Todas las casas de esta capital deben estar iluminadas desde las oraciones hasta las once de la noche. Los inspectores y Alcaldes de barrio cuidarán escrupulosamente sobre el cumplimiento de esta medida” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1819, p. 67-68).
Exigirían el pago de dos pesos de multa a los que contravinieren contra el último artículo. Resulta que la gran cantidad de bandos y decretos que tenían el objeto de terminar con las prácticas del populacho que conducían al vicio, la delincuencia y la violencia demuestran que no resultaba exitoso el plan represivo de la elite. Una carta al editor de un periódico de Gobierno ponía en cuestión la efectividad de los bandos, evidenciando aquella respuesta del populacho, sin embargo el emisor de la carta consideraba que la ineficacia de los intentos de contener a la plebe se explicaba en que entre los mismos miembros de la elite no había respeto; sin embargo se puede presumir que la tradición subversiva y autónoma de la plebe se había fortalecido a través de los años resistiendo a sus adversas condiciones de vida, lo que vino a cristalizar su capacidad de obstrucción hacia los intentos de penetración cultural de la clase dirigente, principalmente durante los años de mayor intensidad de decretos regulatorios y prohibitivos de los líderes revolucionarios. La mencionada carta al editor de la Gazeta de Gobierno manifestaba:
“¿Quién será capaz de contener a la plebe si se extingue el respeto por los nobles? -por otra parte observa- que la costumbre tiene tanto imperio en el corazón, que muchas personas ilustradas y aún algunos bravos de nuestro Ejército rinden tratamiento indebido a las viudas y mujeres de los antiguos titulares” (Gazeta del Supremo Gobierno de Chile, 1817, 26 de marzo).
Los sectores populares siguieron viviendo a su manera a pesar de los embates que había provocado la guerra en sus espacios y prácticas cotidianas. Así la noche seguía siendo un aliado dentro en su mundo y un enemigo constante de los ideales de modernidad de la elite. La preponderancia de la noche en la problemática de la seguridad indica que los vicios tales como el juego y el alcohol llevaban a otros hechos inmediatos como delitos y riñas que durante la penumbra cobraban mayor facilidad de perpetración; todas ellas en las que el populacho era protagonista en su oposición al patriciado, “por una parte ciudadanos y por otra marginales delincuentes. Esta bifurcación social -explica Marcelo Neira- en consecuencia, esta especie de fórmula dual, en pocas palabras, permitió la vigilancia y represión social” (2004, p. 369); sin embargo dicha represión no se dirigió únicamente a los espacios y delitos, sino también a las prácticas que a los ojos de la elite eran las causantes de los vicios que conllevaban a todos tipo de delitos, por ende no temblaba la mano de la autoridad al atacar directamente a las diversiones populares con la finalidad de terminar de raíz con las riñas, robos, asesinatos y violaciones. En mayo de 1819 Bernardo O’Higgins ordenaba con motivo de ser:
“Repetidas las quejas que se me han dado sobre el desorden con que se permiten los juegos de envite en varias casas particulares y aún en los cafés públicos. -Advertía- en las primeras se pierden crecidas sumas de dinero, de que resulta la ruina de varias familias -mientras que cafés- se atraviesan también cantidades desproporcionadas a las facultades de los concurrentes. -Por tanto declara- Prohibidos absolutamente toda clase de juegos de envite, así en las casas particulares como en las de diversión públicas” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1819, p. 59-60).
La pena por infringir esta prohibición quedaría bajo consideración de los jueces, arriesgando una multa bastante elevada o el presidio, correctivos que por estricta orden del Gobierno no debían tener consideración alguna hacia los autores de los delitos. Las prohibiciones se unían en concreto a terminar con las prácticas que amenazan la tranquilidad pública, las que precisamente correspondían a los espacios y costumbres de diversión popular, hábitos que no tuvieron consideración alguna por parte de las autoridades, con excepción de las principales fiestas cívico-patriotas; de lo contrario sucedía lo mismo que Mariano Barros quien se acercó al Ministerio de Interior en 1820 “para que se le permita poner por cuatro meses un juego de bolo -fue denegada por ser- opuesta esta petición a la Ley Nacional que prohíbe tales juegos” (Tomo, I, v. 32, p. 95). Sin embargo no todas las formas de esparcimiento de la plebe se desarrollaban en casas u locales; desde la mitad del siglo XVIII las autoridades coloniales y posteriormente los revolucionarios habían dedicado parte de sus esfuerzos a terminar con las formas de diversión popular que se desplegaban en las calles, tales como las peleas de gallos, las corridas de toros entre otras; sin embargo muchas de las actividades reprimidas por las autoridades persistieron claro que con menor concurrencia de participantes, por ejemplo la guerra de piedras que se desarrollaba entre los niños de Santiago y La Chimba durante los días festivos, práctica en que el río Mapocho hacía las veces de frontera donde los ejércitos de ambos barrios intentaban dañar al rival con las piedras, logrando como trofeo el saqueo de los ranchos que quedaban abandonados por la huida del grupo contendor, quedando libres del asalto los ranchos de mujeres desamparadas; juego popular que también se improvisaba en la calle San Antonio entre Monjitas y Santo Domingo por tratarse de un sector despoblado. José Zapiola recuerda que la guerra de piedras alcanzó un grado de violencia importante en 1813 al mismo tiempo que comenzaba la guerra de Independencia hasta su desaparición en Santiago en 1817, sin embargo en los suburbios siguió realizándose hasta muchos años mas, según Zapiola la persistencia y escarnecimiento de este juego popular indicaba la ausencia de policía de seguridad, no había medidas para reprimir a los niños que participaban en ella, por ende “¿Qué podría hacerse cuando estos desórdenes eran ocasionados por hombres y sobretodo por los mismos soldados de línea?” (1974, p. 74-75).
Continuando con la represión de las diversiones populares, en 1821 el Director Supremo establecía la prohibición de la ‘challa’; se trataba de una fiesta donde la norma era precisamente romper con ella, se entremezclaba la enajenación de la moral, el caso omiso a la autoridad, el desborde de las pasiones y la sensualidad por medio del baile y el lanzamiento de los huevos con harina. Dicha festividad carnavalesca había sido objeto de ordenanzas para terminar con su realización durante la colonia, sin embargo la omisión de la autoridad que predominaba en su celebración es lo que mas preocupaba a la clase dirigente; basta recordar aquella constante angustia que provocaba en el imaginario de la elite la imagen de los sectores populares levantándose contra la autoridad, justamente lo que sucedía durante la fiesta de la ‘challa’, en rigor no se trataba de terminar con la fiesta por su intensidad de jolgorio, sino por que evocaba la desobediencia, la insubordinación y la enajenación de la moralidad por medio de la sensualidad, en otras palabras no había autoridad (Illanes, 1986, p. 12). Su prohibición en febrero de aquel año establecía que tal juego:
“Es una imitación de los que se llaman bacanales en tiempo del gentilismo y se ha introducido en la América por los españoles. -En palabras de O’Higgins- abre el campo a la embriaguez y a toda clase de disolución y expone a lances peligrosos por la licencia que se toman las gentes en jugar arrojando harina, afrecho, aguas y muchas veces materias inmundas y otras capaces de causar heridas y contusiones, sin hacer distinciones de las clases, edades y sexos contra quienes se arrojan. -Continúa- no debe, pues, tolerarse por mas tiempo una diversión tan bárbara como contraria a la buena moral, costumbres y tranquilidad pública en un pueblo católico… -Por tanto- prohíbo absolutamente en las presentes recreaciones, mandado como mando que no se juegue ni permita jugar pública ni privadamente el juego de challa durante su tiempo en esta ciudad, ni en sus suburbios y parroquias inmediatas” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1821, p. 7-8).
Determinación gubernamental de la que ninguna persona de clase social que fuere podría eximirse de cumplir, de lo contrario se arriesga la sentencia que los jueces consideren correspondiente al grado y circunstancia del delito. Ello nos advierte que en la festividad de la ‘challa’ participaban también hombres y mujeres de la elite, algo propio de aquellos carnavales donde la seducción y el desconocimiento de las normas sociales se ignoraban por parte de sus participantes, lo cual explicaría la especial inquietud que provocaba esta festividad en la clase dirigente, una cosa es el populacho desenfrenado por naturaleza y otra cosa que los hijos del patriciado participasen de una fiesta que evocaba el salvajismo y la lascivia (Véase Cesar, 2005. El autor estudia el caso particular del carnaval en Buenos Aires, cuyos elementos son muy propios de los carnavales en las provincias del sur de América, sin embargo en Buenos Aires la celebración de dicha festividad persistió muchos años mas que en otros países como Chile. O bien Godoy Orellana, 2007. Trata de un análisis al caso del disciplinamiento cultural hacia el bajo pueblo que llevó a cabo la elite en base a su proyecto modernizante en el Norte Chico durante la segunda mitad del siglo XIX.). Otro componente presente es el de un ‘pueblo católico’, recordemos que las autoridades patriotas se tomaron de la influencia de los religiosos para articular a la población bajo el alero del ideario revolucionario, por lo que no es raro encontrar dichas alusiones principalmente por que las fiestas religiosas dedicadas a santos y patronos siempre estaba acompañada por la presencia de los sectores populares que celebraban paralelamente con ramadas, bailes, juegos y alcohol. Sin embargo la fiesta de la ‘challa’ tenía la particularidad de celebrarse en vísperas del tiempo litúrgico de la cuaresma, lo cual no es menor por tratarse un tiempo que la iglesia católica conmemora los cuarenta días y cuarenta noches que Jesús pasó en el desierto, por lo que se exige a los fieles vivir esos días en oración, silencio y reflexión, lo cual se contradice totalmente con las evocaciones de la ‘challa’ (Illanes, 1986, p. 13), por ende aquellos elementos de pasividad podían ser tomados por la autoridad para terminar con la práctica festiva.
Así también las ramadas, infaltables en todas las fiestas religiosas y cívicas, se encontraban bajo el ojo vigilante de las autoridades, por ejemplo en diciembre de 1818 Bernardo O’Higgins determinaba la prohibición de establecer este tipo de locales durante navidad, ello por motivo que su construcción:
“En las festividades de Pascua y de los patronos de los pueblos, sirven para atraer multitud de gente de ambos sexos que se entregan a la embriaguez, al juego y los demás excesos consiguientes a un concurso permanente a todas horas del día y de la noche. -Por ende se decreta- su prohibición por la sinodal del obispado y por bandos del gobierno; pero con el transcurso del tiempo se han visto renovadas por un reprensible disimulo de los Jueces territoriales o por ignorancia de tales prohibiciones” (Boletín de leyes y decreto del Gobierno, 1818, p. 403).
Por tanto los jueces territoriales deberán velar por el cumplimiento del decreto. Sin embargo no se prohibieron absolutamente las ramadas, las que persistieron principalmente durante las fiestas cívicas en las que encontraron condiciones propicias para su instalación debido a las permisiones del Gobierno por tratarse de las conmemoraciones de los principales hitos de la causa de la Independencia, claro que con mayor regulación de las autoridades con motivo de velar por el orden público, así lo evidencia Calisto Enríquez en diciembre de 1821, quien se acercó al Ministerio de Interior “solicitando poner una fonda fuera de la capital” (Ministerio del Interior, tomo I, v. 32, p. 156b), tras lo cual el Gobernador Intendente “proveerá a la solicitud -de Enríquez- con precauciones que aseguren el orden público”(p. 158). Por lo cual se advierte el especial cuidado del orden y seguridad pública tenía un punto de partida, la ciudad debía ser imagen de la modernidad y la ilustración, por ende las ramadas y fondas podían ser aceptadas cuando cumplieran con las medidas básicas de seguridad, entre ellas encontrarse a una distancia considerablemente distante de la ciudad. En otras palabras, la urbe se entiende como punto de partida de las medidas regulatorias y represivas de las autoridades patriotas que se generalizarían a todo el territorio gradualmente tras lograr un grado de estabilidad considerable; sin embargo podemos advertir que la ciudad adquiere relevancia en el naciente Estado, se comprende dentro de la concepción modernizante que la ciudad debía reflejar aquel discurso modernizante de la Ilustración y con ello debían ser regulados y/o prohibidos aquellos rasgos y prácticas contraproducentes al ideario patriota que tenían a las calles de la ciudad como escenario. Ello sugiere considerar las medidas de higiene y embellecimiento de las calles, puesto que:
“Cualquiera que venga de fuera -a la ciudad de Santiago, señalaba el editor de la Gaceta de Gobierno en 1817- siente sus efectos antes de verlos. El aire más dulce y suaves del Universo diariamente se impregna de las exaltaciones más inmundas y parece que la Capital nadase en una atmósfera de hedor. En el paseo y en las calles no se si se mortifican mas la vista o el olfato” (Gazeta del Supremo Gobierno de Chile, 1817, 5 de marzo).
Cuyas normativas afectarán ciertos elementos de la vida cotidiana de la plebe, no podemos dejar de lado la perspectiva regulatoria de la elite respecto de la salubridad pública como elemento de preocupación dentro del proyecto de ordenamiento de la elite patriota. Bajo esta línea, el Gobernador Intendente Francisco de Borja, en noviembre de 1817, mandaba que todos los habitantes de la capital, incluyendo los suburbios debían “blanquear su respectiva pertenencia… -A contar de la publicación de aquel bando hasta el día quince del mes venidero, manifestaba Borja- este es un beneficio que resulta a favor de la población y en él se consulta el aseo público, se mejora cada una de las propiedades y su reforma les produce mayor estimación” (Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 145); el 3 de diciembre del mismo año, el Gobernador Intendente ordenaba la prohibición de deteriorar o rayar las fachadas que se habían mandado blanquear, puesto que no sería justo para los vecinos que habían cumplido con la ordenanza anterior y en mérito del aseo público “se frustre esta determinación especialmente por los muchos que se divierten en inferir con perjuicio a los propietarios y en eludir las determinaciones del Gobierno”(Boletín de leyes y decretos del Gobierno, 1817, p. 148), aplicándose veinticinco azotes a quien contraviniese con dicha prohibición. Podemos apreciar que la salubridad de la ciudad también se inserta dentro las ordenanzas regulatorias de la elite, en palabras de Pinto y Valdivia “el tema del aseo… era motivo de preocupación permanente y difundida entre la opinión ilustrada”(Valdivia et.al. 2009, p. 186), mas aún el último precepto manifiesta de manera explícita la presencia de personas que se divierten contraviniendo los decretos de la autoridad, ratificando aún mas la reacción subversiva del populacho frente a los intentos de control y coerción empleadas por la elite.
Conclusiones
Cuando el Ejército patriota recuperó la capital del país debió retomar los frente de la guerra con el ejército realista que reagrupándose en el sur, el plan de campaña libertadora hacia Lima y la adhesión de los indígenas a la causa de la restauración monárquica; sin embargo los sucesos que protagonizó la plebe la mañana del 13 de febrero de 1817 pusieron en el temario de las autoridades patriotas la problemática del orden y la seguridad pública. La imagen del populacho sublevándose en un estado de anarquía incontenible penaba una vez más en la conciencia de la elite, fundamentando una serie de medidas preventivas y ordenanzas regulatorias con el objeto de recuperar, establecer y solidificar el orden y la seguridad.
La declaración de ocupación de la capital por parte de las autoridades revolucionarias manifiesta los principales dispositivos sociales que consideró la clase dirigente respecto del ordenamiento que debía establecerse, se trataba de los elementos hacia los que debían ser dirigidos los esfuerzos de las nuevas autoridades para mantener coartados a los habitantes, principalmente al bajo pueblo, dichos dispositivos fueron la ideología, el espacio y las prácticas. En el primer caso notamos la especial preocupación de la clase dirigente respecto de la posición contrarrevolucionaria de muchos religiosos, principalmente por la profunda influencia que los sacerdotes tenían sobre la población, especialmente los párrocos, quienes se relacionaban directamente con los sectores populares, por lo cual al naciente Estado no le temblaron las manos para penetrar en asuntos de la Iglesia Católica como el aislamiento de sacerdotes considerados sediciosos por sus prédicas manifestando su oposición a la causa de la emancipación, llegando incluso al exilio del Obispo Rodríguez, máxima autoridad de la Iglesia de Santiago. Cuando hablamos de ideología nos referimos a grado de religiosidad del bajo pueblo en que se entremezclaban la influencia del catolicismo, la superstición y las tradiciones culturales, por ende no se trataba de un ideario netamente religioso, sino del carácter religioso de las creencias, espacios y prácticas de los sectores con quienes los curas tenían relación e influencia, en otras palabras, así como en la colonia la religión fue articuladora del Estado, para las nuevas autoridades la Iglesia podía ser un instrumento de coerción pero que podría poner en peligro la causa patriota si los discursos opositores de una institución tan influyente contagiasen su postura al resto de la población.
Donde si se decretaron medidas regulatorias y prohibitivas directas hacia los sectores populares fue en los dispositivos del espacio y las prácticas, se trataba de bandos que hemos definido como medidas establecidas por la elite que tenían el objeto de recuperar espacios apropiados por la plebe y terminar con aquellos hábitos que se contraponían a los ideales ilustrados predicados por la elite patriota, de manera particular respondían a contingencias que debían ser abordadas por las autoridades, pero en su conjunto advierten un proyecto de ordenamiento social coartando a los sectores populares, en otras palabras se trataba de ‘miedo represivo’, de la angustia que provocaba la presencia de las castas fue disfrazada en un autoritarismo represivo, materializado en las medidas de control y coerción.
Un elemento presente fue la creación y perfeccionamiento de cargos como los Alcaldes de Barrio y los Inspectores de seguridad, quienes debían velar por la tranquilidad y la seguridad pública en las calles de sus respectivos cuarteles, así como la creación de patrullas de vigilancia que durante las noches debían auxiliar a las mencionadas autoridades en el cumplimiento de sus responsabilidades. Por otro lado, la regulación de los horarios y la vigilancia nocturna tenían el objeto de reducir las posibilidades de perpetración de robos, riñas y asesinatos, muchos de ellos como consecuencia del consumo de alcohol y discusiones en torno a apuestas, las que en su mayoría se consumaban durante la noche. Esto explica la especial preocupación de las autoridades patriotas por la iluminación de las calles, lo que sumado a la publicación de las penas que arriesgaban los ladrones, indican una densa serie de medidas en torno al control y la regulación de los espacios, principalmente por miedo a un populacho rebelde, que con motivo de la guerra podría haber adquirido armamento y experiencia militar, además de contar con la oscuridad de la noche como su gran aliado.
Estas medidas nos indican claramente que el esfuerzo de las autoridades patriotas, luego de Chacabuco, no se dirigieron únicamente hacia el frente de la guerra, sino también hacia los otros sectores de la plebe, aquella que debía mantenerse bajo vigilancia para evitar el entorpecimiento de las campañas militares, este esfuerzo se concentró en la influencia de la Iglesia Católica en los sectores populares mediante la separación y exilio de religiosos que propagaban ideas contrarrevolucionarias, así también el espacio público fue un elemento de cuidado, mediante la creación y perfeccionamiento de cargos vinculados al orden y seguridad, como también medidas en dirección a reducir las posibilidades de robos y riñas protagonizadas por los sujetos populares, especialmente durante la noche. Las prácticas populares también fueron un dispositivo de vigilancia de las autoridades, con ello se prohibió la fiesta de la ‘challa’, celebrada en vísperas de la cuaresma, el tiempo litúrgico de mayor reflexión y oración del catolicismo, algo totalmente opuesto a la evocación de la sensualidad y los excesos; pero el principal elemento de intranquilidad para las autoridades es el imaginario de un mundo sin reglas y sin autoridad, evocación al principal temor del patriciado, lo que fundamenta su absoluta prohibición. Así también fueron prohibidas las diversiones populares más comunes como los juegos de apuestas, en que anidaban los vicios y riñas que podían terminar en asesinatos; así también se regularon las ramadas y fondas, una especie de choza levantada para celebrar las fiestas cívicas y religiosas, pero en las cuales se producían los excesos, el alcohol principalmente no dejaba de ser preocupante, puesto que la borrachera conllevaba a la perpetración de otros delitos.
A partir de 1817 podemos apreciar una gran cantidad de decretos y leyes dirigidos a la plebe que no estaba involucrada directamente con la guerra, sin embargo las constantes medidas de perfeccionamiento de las autoridades dispuestas al orden, los contantes robos y salteos, así como referencias a una plebe subversiva y que se divierte desobedeciendo las ordenes gubernamentales demuestran que el populacho reaccionó frente al proyecto regulador del naciente Estado mediante la omisión a la autoridad, poniendo en práctica y con mas fuerza que nunca aquella autonomía característica que adquirió durante años de experiencia frente a las autoridades coloniales y ahora frente a un ideario político que no causaba mas que indiferencia y descontento. Mientras tanto, la clase dirigente insistía en su plan de coartar y controlar los espacios y prácticas de los sectores populares; se trataba de una disputa entre la elite patriota, con su autoritarismo y sus medidas represivas que disfrazaban su miedo frente a un bajo pueblo rebelde y autónomo, tensión que configuraría la relación entre patriciado y plebe a durante los años venideros.
Referencias
BARROS ARANA, Diego. (1889): Historia Jeneral De Chile. 16 Tomos. Santiago, Chile. Imprenta Cervantes.
Boletín de Leyes y Decretos del Gobierno. Tomo 1817-1818, 1819-1820, 1821-1822.
CACHO, Fernando. (2002): Reflexiones políticas sobre las provincias del sur de la América meridional. Araucaria. Universidad de Sevilla. Sevilla, España. 4(008).
Censo 1813.
CESAR, Romeo. (2005): El carnaval de Buenos Aires (1770-1850), el Bastión Sitiado. Bueno Aires, Argentina. Editorial de las Ciencias.
DI MEGLIO, Gabriel. (2006): ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la revolución de mayo y el rosismo. Buenos Aires, Argentina. Prometeo Libros.
Diccionario de la Real Academia Española de 1817.
DONOSO FRITZ, Karen. (2009): “"Fue famosa la chingana…". Diversión popular y cultura nacional en Santiago de Chile, 1820-1840”. Revista de Historia Social y de las Mentalidades. Universidad de Santiago de Chile. Santiago, Chile. 1(13):87-119.
FLORES, Leyla. (1997): Las mujeres y las pulperías, Una experiencia de subversión femenina en Santiago, Valparaíso y en Norte Chico, 1750-1830. Tesis para Magíster. Universidad de Santiago de Chile. Santiago, Chile.
Gazeta del Supremo Gobierno de Chile.
Gazeta Ministerial de Santiago de Chile.
GODOY ORELLANA, Milton. (2007): “"¡Cuando el siglo se sacará la máscara!. Fiesta, carnaval y disciplinamiento cultural en el Norte Chico. Copiapó, 1840-1900”. Historia. Pontifica Universidad Católica de Chile. Santiago, Chile. 1(40):5-34.
GOICOVIC DONOSO, Igor. (2005): “Ámbitos de sociabilidad y conflictividad social en Chile tradicional. Siglos XVIII y XIX”. Revista Escuela de Historia. Facultad de Humanidades, Universidad de Salta. Salta, Argentina. 1(4).
GOICOVIC DONOSO, Igor. (2005): “Sociabilidad de los niños y jóvenes populares en el Chile tradicional”. En Sagredo, Rafael & Gazmuri Cristián (Directores). Historia de la vida privada en Chile. Tomo I. El Chile tradicional de la Conquista a 1840. Santiago, Chile. Aguilar Chilena de Ediciones S.A.
GRAHAM, Maria. 1953. Diario de mi residencia en Chile en 1822. Santiago, Chile. Editorial Pacíficos S.A.
GONGORA, Mario. (1966): “Vagabundaje y sociedad fronteriza en Chile (Siglos XVII a XIX)”. Cuaderno del Centro de Estudios Socioeconómicos. Facultad de Ciencias Económicas, Universidad de Chile. Santiago, Chile. 2(3).
ILLANES O., María Angélica. (1986): “ENTRE-MUROS”. Una expresión de cultura autoritaria en Chile postcolonial. Contribuciones Programa FLACSO-Santiago de Chile. 39.
J. T. M. (traductor del inglés) (1898): Diario de un joven norte-americano detenido en Chile durante el período revolucionario de 1917 a 1819. Santiago, Chile. Imprenta Elzeviriana.
JOCELYN-HOLT L., Alfredo. (1999): La Independencia de Chile. Tradición, modernidad y mito. Santiago, Chile. Editorial Planeta Chilena S.A.
LEÓN LEÓN, Marco Antonio. (2010): “De la compulsión a la educación para el trabajo. Ocio, utilidad y productividad en el tránsito del Chile colonial al republicano (1750-1850)”. Historia Crítica. Universidad de los Andes. Bogotá, Colombia. 41:160-183.
LEÓN S., Leonardo. (1998): “Reglamentando la vida cotidiana en Chile colonial, 1760-1768”. Valles, Revista de Estudios Regionales. Museo de La Ligua, Chile. 4:47-75.
LEÓN S., Leonardo. (2010): “La República patricia frente al abismo plebeyo: Chile, 1818”. Tiempo Histórico. Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Santiago, Chile. 1:107-132.
LEÓN S., Leonardo. (2011): Ni patriotas ni realistas. El bajo pueblo durante la Independencia de Chile. 1810-1822. Santiago, Chile. Centro de Investigaciones Diego Barros Arana.
MEZA VILLALOBOS, Néstor. (1957): La Conciencia Política chilena durante la Monarquía. Santiago, Chile. Instituto de Investigaciones Histórico-culturales, Facultad de Filosofía y Educación, Universidad de Chile.
Ministerio del Interior. Tomo I, volumen 32.
MOULIAN, Luis. (1996): La Independencia de Chile. Balance Historiográfico. Santiago, Chile. Factum Editores.
NEIRA NAVARRO, Marcelo. (2004): “Castigo femenino en Chile durante la primera mitad del siglo XIX”. Historia. Santiago, Chile. 37(2): 367-390.
ORTIZ GONZALEZ, Édison. (1997): “La penitenciaría: ‘Otra’ aproximación a la modernidad chilena decimonónica”. Última Década. Centro de Investigación y Difusión Poblcional de Achupallas. Viña del Mar, Chile. 6:45-69.
PERALTA CABELLO, Paulina. (2009): “Ni por la razón, ni por la fuerza. El fallido intento del Estado nacional por incorporar a los pueblos mapuche y pehuenche. (1810-1835)”. Revista de Historial Social y de las Mentalidades. Universidad de Santiago de Chile. Santiago. 13(1):55-85.
SAGREDO, Rafael & Gazmuri Cristián (Directores). (2005): Historia de la vida privada en Chile. Tomo I. El Chile tradicional de la Conquista a 1840. Santiago, Chile. Aguilar Chilena de Ediciones S.A.
SALINAS, Maximiliano. (2005): “Las hablas populares sobre la religión en Chile (1541-1840)”. En Sagredo, Rafael & Gazmuri Cristián (Directores). Historia de la vida privada en Chile. Tomo I. El Chile tradicional de la Conquista a 1840. Santiago, Chile. Aguilar Chilena de Ediciones S.A.
Semanario de Policía.
STUVEN V. Ana María. (2000): La Seducción de un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX. Santiago, Chile. Universidad Católica de Chile.
VALDIVIA ORTIZ DE ZÁRATE, Verónica & Pinto Vallejos, Julio. (2009): ¿Chilenos todos? La construcción social de la nación (1810-1840). Santiago, Chile. LOM.
VALENZUELA MARQUEZ, Jaime. (2001): Las liturgias del poder. Celebraciones públicas y estrategias persuasivas en Chile colonial (1609-1709). Santiago, Chile. LOM; Centro de Investigaciones Diego Barros Arana.
VITALE, Luis. (1969): Interpretación marxista de la Historia de Chile. La Independencia política, la rebelión de las provincias y los decenios de la burguesía comercial y terrateniente. Tomo III . Santiago, Chile. Prensa Latinoamericana.
ZAPIOLA, José. (1974): Recuerdos de 30 años. Santiago, Chile. Zig-Zag.
- No incluye los estados, profesiones y condiciones en Concepción.