LEÓN LEÓN, Marco Antonio. Cultivando un ser moral. Orden, progreso y control social en la provincia de Ñuble (1848 – 1900), Ediciones Universidad del Bío-Bío, Chillán, 2015, 273 páginas.
“La fuente principal de todos los vicios es la vagancia” El Agricultor, San Carlos, 2 de septiembre de 1870.
Cuando Marco Tulio Cicerón descubrió el intento de derribar al patriciado senatorial romano encabezado por el conspirador Catilina (un patricio también), luego de emplazarlo y destruirlo públicamente, le espetó su traición con una frase memorable: “¡Oh tempores, oh mores!”, esto es, “¡Oh tiempos, oh moral!” aludiendo a que la República como sistema político pudo sucumbir por la cada vez más escasa presencia de lo moral en la sociedad romana tardorrepublicana. El ejemplo sirve y resalta la importancia de lo moral como una de las bases y fundamentos de la existencia de los Estados, instituciones, sociedades e individuos.
Concentrándose en una temporalidad y espacialidad muy distinta a la de Cicerón, el Doctor en Historia Marco Antonio León León nos enseña a través de este libro que la frase en cuestión tenía increíblemente la misma vigencia casi dos mil años después: hacia mediados y fines del siglo XIX, la élite chilena estaba sufriendo una transformación cultural que obedecía a los cambios que por entonces se estaban dando en Europa (principalmente), por lo que se necesitaba una cultura moral para no “destruir a la patria”; había que educar al pueblo – que con sus inmoralidades hundiría al país – porque Chile ingresaba a las ligas mayores del comercio internacional, se insertaba en las redes del capitalismo mundial. Pero, ¿qué tipo de nuevos “ciudadanos” (trabajadores en realidad) deberían “construirse”? Y más importante aún: ¿Quiénes lo construirían? La respuesta era sencilla; el proceso era el complejo. El público objetivo eran las masas del bajo pueblo, pues la élite veía como necesario educarla para así crear un sujeto estándar, respetuoso, obediente, trabajador y productivo, sobre todo por la creciente demanda de materias primas que estos nuevos obreros urbanos – otrora campesinos – debían satisfacer bajo una nueva faceta: la del proletariado urbano. Ergo, los responsables de dicha construcción serían las élites locales en sus aristas eclesiástica, política, militar, policial y judicial. Pero como adelanté, no fue nada fácil “moralizar” a la canallá como le llamaban en la Colonia a los sectores populares.
León nos enseña por medio de su trabajo que este proceso –con raíces coloniales – duró en su etapa industrial, por lo menos un siglo (el XIX), con varios altibajos, pero que cada vez más dejaban en claro la dura realidad socioeconómica del Chile decimonónico, esto es, la existencia de dos caras de la moneda en el país: ricos y pobres.
El texto en sus 273 páginas analiza a lo largo de cuatro capítulos las distintas perspectivas del proceso antes descrito. Cada capítulo fue subdividido es algunas secciones o apartados, siendo de sumo interés en él la descripción que hace de las ideas surgidas desde la élite para ir transformando – desde su perspectiva – al pueblo llano en sujetos útiles para la Patria, y en lo cual no escatimaron medios ni esfuerzos, pues ello, obviamente, obedecía a los intereses creados por el grupo gobernante que daba vida y pervivencia al llamado “Estado en forma” proyecto político generalmente atribuido a Diego Portales, pero que en realidad es la herencia de la Gran Familia Chilena, como lo señala una obra de investigación genealógica medianamente reciente (Familias Fundadoras de Chile), aludiendo con ello a que los miembros de nuestra élite nacional terminan siendo todos parientes, lejanos y cercanos, por lo tanto, deben ir hacia el mismo objetivo: mantenerse en el poder.
A dicho proyecto se oponía aquella lógica de transformar y crear un sujeto de raíz popular empoderado y consciente de sus deberes y de sus derechos, algo que no estaba aceptado por la élite, por lo tanto, solo se le enseñaría lo que debía hacer (sus deberes), pero no los derechos a los que pudo haber optado.
En el capítulo 1, intitulado “Infundiendo un saludable temor en el ánimo de los habitantes: Modernización y control social” (pp. 15 – 56), el lector se encontrará con 3 apartados (“El escenario provincial: ¿Tradicional o moderno?”, pp. 18 – 36; “Discurso progresista y orden social”, pp. 36 – 44; “Progreso y control social”, pp. 44 – 56). En ellos, León se adentra en la descripción de la provincia de Ñuble entre 1850 y 1900, zona de una economía eminentemente agrícola, encabezada por un “campesinado acomodado”, dándonos así una primera sorpresa frente a lo que comúnmente se cree que existía allí, esto es, una oligarquía de corte moderno. También hace alusión a que las ideas y descripciones sobre modernidad que se pueden leer en la prensa local de la época sólo remiten a descripciones de infraestructura urbana (ferrocarriles, edificios, plazas públicas, calles adoquinadas, etc.), y no a que sus habitantes tengan características de “modernizados”, todo lo cual daría cuenta de la existencia de un fenómeno que el autor denomina “modernización tradicional”, concepto tomado del historiador peruano Fernando de Trazegnies, para indicar que lo tradicional se mantiene, incorporando lo moderno, aunque de forma más bien estética, es decir, que no desarmaba la estructura social existente. Lo tradicional se asimila y adapta a lo nuevo, pero no por ello lo viejo desaparece, ya que se resiste a ello al mantener sus estructuras tradicionales que le permiten mantenerse en el poder. Pero, explica León, lo moderno, asociado a la idea de progreso (del latín progredior, ir hacia adelante) no fue un fenómeno masivo en la provincia del Ñuble: no había inversionistas, ni un gran número de talleres, industrias, máquinas a vapor ni mucho menos técnicos preparados como para asumir el desafío de transformar a estos pueblos en metrópolis industrializadas como lo proyectaba el ejemplo inglés o estadounidense.
León también profundiza en la idea de que el Estado era el responsable de sacar de la vagancia y ociosidad al bajo pueblo, entregándole la única herramienta posible para ello: la educación. Esto garantizaría orden y progreso entre el pueblo gobernado. Como señala el autor: sin orden no hay moral; sin moral no hay disciplina; sin disciplina no hay trabajo; sin trabajo no hay progreso (p. 44). En el tercer apartado, “Progreso y control social” (pp. 44 – 56), refuerza estas ideas. La élite debía lograr una dominación simbólica, procurando moralizar a los “incivilizados” y sus comportamientos (v. gr., alcoholismo, ociosidad, criminalidad, etc.), y ello era posible creando en los plebeyos una conciencia de obligaciones morales, dentro de las cuales estaba el trabajo. Dicho proceso de combate a la ociosidad, se haría por tres medios: con la creación de cuerpos de vigilancia (policía); con la instauración de una normativa e institucionalidad penal y judicial; y, finalmente, con la corrección por medio de la compulsión al trabajo. Ergo, el trabajo era por entonces visto como un castigo por el bajo pueblo. Huelga agregar que los vicios antes aludidos también estaban presentes en la clase acomodada, pero eran “omitidos” en los informes oficiales y en la prensa. Eso quedaba en el ámbito de lo privado.
En el capítulo 2 (“Los imaginarios urbanos”, pp. 57 – 101) el autor parte con un introducción general de carácter teórico (pp. 57 – 60), para luego dar cabida a 4 apartados (“Ciudades y villas en el contexto provincial”, pp. 60 – 66; “La ciudad progresista/tradicional”, pp. 66 – 78; “La ciudad como escenario del orden/desorden”, pp. 79 – 89; y “Los miedos urbanos: La ciudad segura/insegura”, pp. 89 – 101). A través de ellos el autor nos da a conocer cómo eran en la época en estudio (segunda mitad del siglo XIX) las cuatro villas más importantes de la época (San Carlos, Chillán, Bulnes y Yungay), sus orígenes, ubicación geográfica, demografía, y orientación económica. También nos introduce en el análisis del binomio ciudad progresista v/s tradicional, dejando en claro que las élites locales para hacerse parte del discurso progresista de la época embellecían sus villas, dieron discursos en pro del desarrollo arquitectónico, alabaron la llegada del ferrocarril, y comenzaron, vía prensa escrita, con campañas de aseo y ornato de calles y plazas (desobedecer era castigado con multas y cárcel). Asimismo, nos señala la persistencia del modelo colonial en la estructura urbana (plano de damero) y la lógica de que en el centro se encuentre la élite y en las periferias los pobres, aunque dicha mirada se desarmaba con el libre tránsito de sujetos populares por las calles centrales de las ciudades, lo que demostraba que la vida cotidiana superaba con creces los discursos progresistas en boga.
Más adelante, el autor señala que el Estado terminó por apropiarse de algunos espacios para desde ahí ayudar a corregir los comportamientos de aquellos que viviendo en las ciudades mantenían costumbres “incivilizadas” (asistencia a chinganas, velorio de angelitos). Había que vigilar y controlar a los habitantes de las ciudades y reencauzar sus inadecuados comportamientos. Para ello las élites locales se valieron de la policía urbana, pero si bien hubo esfuerzos exitosos, muchos otros fueron un virtual fracaso por la resistencia del populii de dejarse reformar en su cúmulo de costumbres en común, al decir de E. P. Thompson. Finalmente, el autor nos enseña que las élites lograron difundir el miedo como una útil herramienta en su búsqueda de lograr el control social ya que ello permitió elaborar normas que reforzaron los beneficios del orden en las ciudades. En ese derrotero, el orden implicaba saber dónde ubicar ciertos edificios, v. gr., los lazaretos, lo que conllevó a normar elementos como la higiene de los sectores populares.
El capítulo 3, en tanto (“Un constante y diestro ejercicio de teatro y cohesión: la construcción de las hegemonías de la ley, el trabajo y las respuestas de la población popular”, pp. 103 – 182), parte con una breve “Introducción” (pp. 103 – 107) a la cual se suman tres apartados (“La búsqueda del imperio de la ley y la moral del trabajo”, pp. 107 – 120; “Instituciones y agentes de civilización”, pp. 120 – 159; y “Articulando una cultura de la ley: desafíos, apropiaciones y resistencias”, pp.159 – 182).
A través de ellos, el autor deja en claro dos planteamientos de su investigación. El primero es ver la dinámica de modernización del control social en la provincia del Ñuble en el período en estudio (1850 – 1900), y, en segundo lugar, la respuesta de los sectores populares. Asimismo, afirma León, que este no fue un proceso lineal pues hubo varios elementos que le conectaban con costumbres y procedimientos judiciales “no modernos”, sino que arcaicos, como por ejemplo, la aplicación de la pena de azotes, el uso de cepos, la tortura como medio de confesión, entre otros, lo que acercaba a la tríada policía – tribunales – cárceles, mucho más con procedimientos de tiempos coloniales que del siglo XIX, lo cual si bien era criticado por las mentes ilustradas de la época, fue particularmente difícil de corregir, ya que muchas veces la aplicación de esta justicia “de mano” era ejecutada en los campos, por hacendados que hacían las veces de jueces rurales, si bien en las ciudades también se aplicaron castigos similares a lo largo del siglo XIX. Fue en ese contexto que se intentó hacer valer la hegemonía de las leyes, con su impronta de impersonalidad, es decir, justicia igual para todos (al menos en el espíritu de la ley).
León señala que las élites en su cruzada de hacer valer el imperio de la ley así como de las “buenas costumbres” (desde su perspectiva, por cierto), no siempre pasó por el uso de la represión física o coercitiva (como la cárcel), sino que también trabajó en la modificación de los imaginarios, conductas y costumbres del bajo pueblo para así llevarles por el camino de la obediencia y la disciplina, características requeridas en una sociedad capitalista y moderna. Uno de los métodos para esa corrección fue la cárcel, donde se enseñaba a los presos a leer, escribir y hasta hacerse de algún oficio artesanal.
Sin embargo, el ideal reformista chocaba con la realidad de la zona: los principios de orden (la ley), moralidad (trabajo) y obediencia (autoridad) no se concretarían mientras existieran los bandoleros, o las cárceles con una infraestructura defectuosa, o guardias mal preparados (las fugas frecuentes así lo demostraban). Si bien estos principios se integraron en la vida de las personas, ello se hizo con distintas intensidades dependiendo de la zona y temporalidad a la cual se haga referencia.
León identifica a tres instituciones y agentes de civilización: a) “Premios y castigos: las autoridades y la institucionalidad judicial, policial y penal” (pp. 123 – 143). León deja claro que los representantes de cada una de esas instituciones colaboraron para ir civilizando a las personas del bajo pueblo. Es la época en que se concebía al delincuente como un “enfermo social”. Por ello se incentivó el acatamiento a una sola ley, homogénea, y no la idea de aplicarla a nivel local, valiéndose de la religión, el derecho y la justicia. Claro está que estas nuevas normas se aplicarían en contra del “populacho” y no en contra de la élite, ya que ella se consideraba “sana” socialmente hablando, lo que conllevaba para sus integrantes algunos derechos, como por ejemplo, elegir a las autoridades del país, algo que estaba vetado al bajo pueblo.
En primera instancia, los medios de moralización eran los castigos físicos, corporales, siendo los más graves el cepo, los azotes y el fusilamiento (en su rol de penas ejemplarizantes). También se usó una especie de ostracismo contra los delincuentes, esto es, sacarlos de su provincia de origen y enviarlos a ejercer un oficio a otras latitudes. Claro está que esto se hacía en las ciudades, ya que en los campos su aplicación práctica era imposible. Pero nuevamente esta idea chocó con las cárceles en mal estado, los policías mal armados y los guardias de las cárceles mal preparados.
Un segundo elemento, según el autor, fue lo que él llama “Semillero de civilización: el papel de las escuelas primarias en Ñuble” (pp. 143 – 152), esto es, el rol de la educación desde la infancia. Pero la idea, buena por cierto, no pudo pasar la valla cultural principalmente del campesinado: para un padre campesino poco le serviría enviar a sus hijos a la escuela si, en cambio, se comparaba con el aporte que sus brazos hacía quedándose con él trabajando (produciendo) en épocas de siembra y cosecha. Por lo demás, la educación primaria no era obligatoria hacia 1860 (Ley de Instrucción Primaria), sino que vino a serlo recién en 1920 (Ley de Instrucción Primaria Obligatoria). Por ende, este elemento (la escuela) apenas sí pudo “moralizar” a la población.
Por último, el autor se remite a ver el rol de la iglesia en su sub apartado c) “Sembradores de la moral cristiana: El papel de la iglesia y los religiosos” (pp. 152 – 159), todo bajo la fórmula de que el respeto a la autoridad divina debía llevar al respeto a la autoridad civil.
León también nos da conocer algunos casos del comportamiento contradictoriamente poco moralista de las autoridades locales, ante lo cual, teóricamente, cualquier persona podía estampar una denuncia. El problema era que la aplicación de la justicia se volvía acomodaticia, es decir, aplicaba sentencias según el cargo del infractor, sus redes de contacto, o su parentesco, etc., o también se dictaba según el criterio de los jueces a cargo de la investigación, los que, al ser considerados miembros de la élite ilustrada, generalmente favorecieron con indultos o penas bajas a los acusados. Paralelamente, y casi haciendo un ejercicio de history from below, los cuerpos policiacos, de origen mayoritariamente humilde, muchas veces pasaban por alto la aplicación de las leyes: era la llamada “solidaridad peonal”. Ambas situaciones fueron fuertemente atacada por la prensa, la que, incluso, denunció a las autoridades que, por ejemplo, ayudaban a los bandoleros (uno de los problemas más difíciles de solucionar para la justicia).
El último capítulo del libro en comento, se titula “Los hijos del trabajo y del taller: La progresiva redefinición del ser moral en la provincia de Ñuble a través de la educación y el movimiento obrero” (pp. 183 – 252). Nuevamente, León subdivide su capítulo final en cuatro partes (“Un nuevo modelo moral de instrumentalización económica”, pp. 186 – 191; “Modernización, industrias e industrialización en Ñuble”, pp. 191 – 102; “El trabajo es la herencia del hombre. La educación y la construcción de un ciudadano trabajador”, pp. 203 – 228; y “En busca de un pueblo soberano: Asociaciones y discurso obrero en Ñuble”, pp. 228 – 252).
A través de ellos, León nos enseña que el rol de moralización asumido por la Iglesia católica en la Colonia, fue tomado por el Estado en el siglo XIX, es decir, se pasó del ideal del buen cristiano al del honesto ciudadano, un sujeto trabajador, puntual, obediente, un ser moral íntegro. Solo de este modo, se pensaba, se lograría diferenciar a los ociosos, vagabundos y malentretenidos – al decir de Alejandra Araya – del resto de los obreros proletarios quienes, en contraposición a lo analizado en páginas anteriores, ya no vieron al trabajo como un castigo, sino como un medio de mejoramiento de sus condiciones de vida; era una oportunidad de salir de su eterna situación de precariedad forzosamente heredada por un sistema injusto y desigual. Aun así, las cosas no cambiaron sustancialmente, lo que llevó a las primeras manifestaciones obreras en el país, cuando ya los trabajadores tenían mediana conciencia de su rol, importancia y peso dentro del engranaje económico del Chile de fines del siglo XIX, un país distinto, aun cuando los niveles reales de dicha modernización de la era del vapor en la zona en estudio no alcanzase los niveles deseados por la siempre optimista pluma del periodismo local. Sólo el ferrocarril llevó algo de desarrollo junto con una u otra maquinaria a sectores y servicios muy específicos, no masivos, de la provincia del Ñuble, que siguió, pese a todo, con un fuerte sello agrícola. En fin, las industrias no prosperaron en esta zona.
El texto también profundiza en torno al debate generado por la necesidad de crear sujetos aptos para vivir en las ciudades, y paralelamente, preparados para el mundo laboral. Era necesaria la masificación de la educación primaria, aun cuando no fuese obligatoria – si bien desde esos años ya se pedía que se legislara en torno a la obligatoriedad – y, así, se iba a crear un sujeto “moralmente apto” para el trabajo y el hogar, sería un buen y ejemplar padre de familia. Pues bien, todas estas características comenzaron a ser asumidas por el mundo obrero proletario que se sumó a las filas de las llamadas Sociedades de Socorros Mutuos, donde, además, se empezó a concientizar a los trabajadores de otros roles que debían ir asumiendo, siendo el más importante el de ciudadanos, es decir, deberían comenzar a luchar por ser incluidos en las votaciones (en tanto electores) y escuchados por las autoridades en sus numerosas (y necesarias) demandas.
La última parte del capítulo, plantea que los obreros, cada vez más organizados, buscaron asociarse para hacerse oír por los partidos políticos, e incluso, crearon un partido político, eligieron a algunos representantes a nivel local en puestos de poder como alcaldes o regidores, siempre con la esperanza de que desde ahí iban a ser oídos y así, poco a poco, sus problemas iban a ser solucionados.
En la obra de Marco Antonio León, queda claro que la élite buscaba crear un ser moral, sentenciando de este modo a vagabundos y ociosos, por medio de normas, policías, tribunales y cárceles, usando el castigo para corregir y ejemplificar. Pero este esfuerzo se vio entorpecido por la falta de cultura, industria e inversionistas. La idea de masificar el ideal de progreso se concretó sólo en aspectos estéticos, como infraestructura urbana (casas, plazas, avenidas, etc.), pero, nuevamente, el proceso no fue del todo exitoso. Fue por estas circunstancias que las élites a veces debieron “negociar” con los sectores populares flexibilizando el real acatamiento de las nuevas normas impuestas.
Finalmente, hubo un cambio de discurso y de obra: el trabajo, el progreso, fueron conceptos que la gente común podía alcanzar por medio del esfuerzo individual, aunque siempre deberían ser conscientes que ello lo harían como sujetos pertenecientes a una clase social (obrera) y, de ese modo, lograrían hacerse respetar y luego, hacerse oír.
Como bien ha podido leerse, el libro del doctor León no hace sino reavivar los estudios sobre la bisagra élite – bajo pueblo, utilizando para ello fuentes primarias (prensa, juicios, gobernaciones, intendencia, etc.), para aplicar los mismos principios teóricos utilizados en la zona de Concepción, Santiago o Valparaíso pero en una zona donde no se había hecho ese ejercicio: la provincia del Ñuble, referencia que nunca deja de lado en el texto. Su trabajo denota también un sello de interdisciplinareidad que permite al lector entender el accionar tanto de la élite como del bajo pueblo en el estudio del proceso de búsqueda y construcción del “ser moral”, ejercicio sociológico, lo que hace de esta obra un trabajo interesante y entendible, sin el farragoso – aunque a veces necesario académicamente – lenguaje técnico de algunos escritos historiográficos. Es, por ende, un libro leíble por personas no vinculadas directamente al área de la Historia.
Construyendo un ser moral… denota un acabado trabajo de revisión bibliográfica (heurístico) e interpretación (hermenéutica), desde donde extrae importantes ideas que apoyan sus principales planteamientos. Leerlo servirá a los ñublensinos a sacarse no solo una, sino varias vendas de los ojos. Es, en definitiva, un buen libro y muy bien escrito, recomendable sobre todo porque cumple uno de los objetivos que siempre busca una obra de este tipo: enseñar.
Carlos Eduardo Ibarra Rebolledo, Magíster en Historia mención Historia de Chile (Universidad de Chile). Académico de la Carrera de Pedagogía en Historia, Universidad San Sebastián (Concepción).