Las denuncias de vecinos como Mecanismos de Control Sanitario en Concepción (1890-1902)1

Allegations of Neighbors as Mechanism for Disease Control in Concepción (1890-1902)

Resumen

El presente trabajo, trata sobre cómo en la segunda mitad del siglo XIX y bajo el contexto de una epidemia de cólera, el Estado buscó formas de imponer el discurso sanitario en la población de Concepción. Una de esas formas fue facultar a los vecinos para que pudiesen denunciar a quienes no cumplieran con los requerimientos exigidos por las autoridades locales en materia de higiene y limpieza. Ello evidenció las contradicciones que surgieron entre los distintos grupos sociales de la ciudad de Concepción y cómo fueron incorporando de acuerdo a sus propias posiciones sociales, el discurso sanitario generado desde la autoridad central en Santiago a la realidad urbana local.

Summary

This work is about how in the second half of the nineteenth century and in the context of a cholera epidemic, the state sought to impose forms of healthcare speech in the town of Concepcion. One of those ways was to empower residents to denounce those who could not meet the requirements demanded by local authorities on hygiene and cleanliness. This showed the contradictions that arose between different social groups in the city of Concepcion and how they were incorporated according to their own social position , health discourse generated from the central authority in Santiago to the local urban reality.

Palabras claves

Control Social- Salubridad- Denuncia- Concepción.

Keywords

Social Control- Sanity- Denounced- Concepción.

Introducción

Durante los años 1886 y 1891, el país sufrió dos epidemias de cólera cuyo impacto en la opinión pública y en las autoridades políticas motivó una serie de cambios estructurales en la preocupación sanitaria que hasta aquellos años había existido. La edición de un pequeño folleto titulado Cómo se Evita el Cólera, Instrucción Popular para Chilenos2, escrito por médicos particulares tuvo una amplia repercusión en el gobierno central, que a partir de las asesorías prestadas por sus autores iniciaron una serie de políticas públicas de carácter sanitario, comenzando por ejecutar acciones preventivas destinadas a contrarrestar el avance de la mortal enfermedad y posteriormente en la redacción de una Ordenanza General de Salubridad. Con estos elementos se redireccionaron las costumbres y la cultura sanitaria que hasta la fecha había tenido la población, imponiéndose un discurso médico que situaba a la higiene y la limpieza como uno de los métodos eficaces para prevenir y combatir epidemias como el cólera. Una de las medidas preventivas que se debieron aplicar, fue la formación de juntas de vigilancia en los barrios, cuyo objetivo fue la denuncia por parte de los vecinos, de las condiciones insalubres o de aquellas personas que no cumpliesen las ordenanzas sanitarias. De esta manera, las mismas personas colaboraron entre ellas para mantener buenas condiciones higiénicas que evitarían la proliferación del cólera. Al ir desapareciendo el peligro y el miedo a la epidemia, las juntas de vigilancia fueron disueltas y los barrios retomaron sus actividades normales. Estas políticas se generaron desde Santiago hacia el resto de las ciudades del país, coordinando con las intendencias y las municipalidades, todas las medidas que debían implementarse, articulando así un control social de tipo sanitario nunca antes visto en Chile.

En Concepción, las autoridades locales también aplicaron estas medidas, formándose también las juntas de vigilancia, las que igualmente se disolvieron al alejarse el peligro del cólera. Sin embargo, el discurso sanitario y los mecanismos de denuncia fueron incorporados por los vecinos, quienes comenzaron a denunciar situaciones insalubres, conformando entre ellos mismos un control social sanitario al generar una mayor regulación entre los mismos barrios, auxiliando a la administración del Estado, promoviendo y legitimando las políticas sanitarias que se habían comenzado a imponer desde las autoridades centrales. Este trabajo pretende analizar cómo la denuncia entre los vecinos contribuyó a un mejoramiento de las condiciones sanitarias en algunos sectores de Concepción. Para ello, creemos que es necesario analizar qué tipo de situaciones fueron denunciadas entre los vecinos, de manera de comprender a través de ellas cuál era el estado sanitario en que vivía parte de la población de Concepción. Por último creemos necesario analizar si estas denuncias fueron transversales en todos los sectores de la sociedad penquista o sólo fueron realizadas por los sectores de la elite, quienes eran al parecer los únicos con pretensiones de alcanzar buenas condiciones sanitarias dentro de la ciudad. Para ello, hemos analizado diversos estudios de casos obtenidos de los documentos de la Policía Urbana de Concepción, disponibles en el Archivo Histórico de dicha ciudad, extrayendo fragmentos en donde se observan las delaciones de los suscritos, corroborando la argumentación del artículo. Se utilizó el mismo análisis interpretativo con documentos oficiales y los archivos de prensa revisados, con lo que pretendemos aportar a los estudios regionales a través de una muestra de cómo el Estado propagó discursos sanitarios no sólo a través de las instituciones, sino también con mecanismos promovidos por las mismas personas, incorporándose a la planificación del poder central que buscó encausar a la población, política, moral (Rojas y León, 2013) y sanitariamente.

Las Epidemias de Cólera en Concepción y la acción del Estado

Hasta antes de 1886, no existía en Chile lo que hoy entendemos por Salubridad Pública ni mucho menos una preocupación de sus autoridades políticas por la salud de las personas. Si bien existían médicos y hospitales, había sólo una concepción general de salubridad basada en prácticas y teorías asociadas a una idea difusa de bienestar sobre la cual tampoco existían definiciones claras. De manera que la salubridad pública era entendida como un conjunto de cosas en las que se mezclaban la salud de las personas, su higiene, la limpieza de las calles y los organismos que al existir en el aire, originaban enfermedades3. También se entendía por salubridad, el conjunto de políticas que las autoridades públicas aplicaban para tratar problemas de carácter general (Cruz, 1992). Aun así, no existía una concepción institucional acerca de la salubridad o la higiene, ni tampoco procedimientos para ocuparse de ello (Labra, 2004). Además, el aseo de las calles era entendido como la limpieza de las mismas, lo cual se conseguía al estar libres de suciedades e inmundicias (Leon, 2002). Serían necesarias las epidemias de cólera, aparecidas durante 1886 y 1891 para que en Chile se pusiera en marcha una preocupación a nivel de Estado por la salubridad de la población, la cual había estado tradicionalmente a cargo de los organismos de beneficencia, los eclesiásticos y el médico de ciudad4. Sin embargo, la gravedad que reportaba la epidemia de cólera debido a los antecedentes que se tenían de las consecuencias que habían generado en países europeos, motivó la acción de médicos privados con ciertos niveles de influencia en algunos ministros del gabinete de José Manuel Balmaceda, lo que permitió que pudiesen asesorar al gobierno en las medidas que deberían tomarse para sortear los estragos de la epidemia. Se comenzó por la publicación y una masiva distribución de un folleto informativo de 33 páginas titulado Cómo Evitar el Cólera, Publicación para Chilenos, redactado por Federico Puga Borne5, folleto que llegó también a Concepción. El instructivo médico fue confeccionado pensando en todos los sectores sociales, pero sobre todo en los más pobres, ya que era capaz de ser comprendido por

“(…) las intelijencias más vulgares y lejos de atemorizar a las jentes les esplica la historia, desarrollo i síntomas del mal, la manera de prevenirlo i atacarlo i que es aún más importante, les da las reglas hijiénicas que deben adaptarse siempre que las epidemias del cólera o cualquiera otra llegara hasta nosotros”6

En Concepción, el folleto fue distribuido a través de una campaña mediática del gobierno central y contó con la participación de personas que por sus profesiones, estaban situadas en posiciones de autoridad moral sobre la población, como eran los preceptores y los sacerdotes, quienes mantenían una estrecha relación con los distintos sectores de la población. Estas personas tuvieron entonces un rol activo en la difusión del folleto, siendo los promotores directos de los esfuerzos del Estado por

“(…) repartirlo en los establecimientos de toda clase i entre todas aquellas personas que como los institutores i los párrocos, están más que otros obligados a practicar esta obra esencialmente humanitaria.”7

El contenido del instructivo médico, se difundió tanto en los miembros de la elite como en las jentes menesterosas, llevando a ambos grupos sociales el conocimiento médico que se posicionó como un saber legítimo a través de los encargados de la educación moral de la población y del miedo que generó la epidemia de cólera, ya que el folleto presentaba un cuadro desgarrador sobre la epidemia; el texto hacía mención de cómo las ciudades europeas, aun siendo más modernas que las chilenas habían sufrido los embates de la enfermedad con un saldo de miles de muertos. Por ende, la llegada del cólera sería fatal en caso de no tomarse los aprestos necesarios, debido a las pésimas costumbres que en materia de higiene poseían los habitantes de Chile. Por ello, el folleto advierte que

“(…) la ignorancia, la imprevisión i la desidia que caracterizan a nuestra población, la falta de salubridad de sus habitaciones, el desprecio de los preceptos hijiénicos, la carencia de un sistema de salud pública i todos los caracteres de nuestro pueblo lo harán presa fácil del cólera” (Puga, 1886 p. 14).

El texto de Puga instruyó a las autoridades centrales en los métodos que se deberán utilizar para combatir el cólera y aminorar sus efectos negativos, métodos que fueron también ordenados para el resto de las ciudades; se llamó a la preparación de medios necesarios para cuidar de los enfermos, a disponer de materiales para la desinfección de las poblaciones, a preparar infraestructuras para establecer unidades de aislamiento e insumos destinados al socorro, disponer de una dotación de choferes y ambulancias, construir barracas en las afueras de la ciudad de un material tal que una vez terminada la epidemia fuesen destruidas de forma rápida por el fuego. En el plano del aseo se ejecutó la limpieza de las calles y las plazas, mataderos, mercados, colegios, hospitales y prisiones, junto con la destrucción de materias corruptibles, focos de fermentación y nidos de putrefacción, la supresión de obstáculos que causen el estancamiento de las aguas, charcos, pantanos, lagunas, ríos de poca corriente y otros cursos hídricos, evitando arrojar en ellos, basuras y escombros. Se debía limpiar diariamente el interior de las casas, además de un llamado especial a la higiene (Puga, 1886). A fin de otorgarle legitimidad legal a este conjunto de medidas, se elaboró para ellas la Ordenanza General de Salubridad y para coordinar las medidas decretadas con el resto de las intendencias del país, se creó la Junta Central de Salubridad, que asumiría la representación de todos los organismos sanitarios del país, los cuales deberán incorporarse a la junta central de Santiago, ejerciendo así un control sanitario a nivel nacional, reforzando a la autoridad política de la capital, desde donde se determinarán en el futuro, las decisiones en materia sanitaria para el resto del territorio. La elite penquista reaccionó fundando la Sociedad Penquista para Combatir el Cólera8, cuya función fue auxiliar al poder local a través de fuertes donaciones en dinero y la ejecución con mayor rapidez de las políticas centrales, utilizando para ello su amplia red de influencias en las esferas locales.

Para reforzar estas medidas en los barrios, se determinó que los vecinos debían formar comités de vigilancia que pudiesen velar por el cumplimiento de las ordenanzas a través de la denuncia de las infracciones a las disposiciones sanitarias y asegurar la ejecución de las disposiciones estatales. Estos comités se formaron con aquellos vecinos respetables que debían procurar que en el interior de las casas y los patios, las llamadas aguas sucias9 y otros desperdicios fuesen removidos y si no se pudiesen destruir por efecto del fuego, las lluvias o de otra índole, debían mantenerse tapados de forma hermética y ser entregados a los carretones de la Policía de Aseo. De esta manera se incentivó la vigilancia entre las mismas personas que auxiliaron a las políticas sanitarias emanadas desde el Estado, interviniendo así en las costumbres higiénicas tradicionales que existían en la ciudad.

Finalmente, el cólera llegó a Concepción en febrero de 1887. En un principio se diagnosticaron 35 enfermos para llegar a un total 859 personas fallecidas entre 1887 y 1888 (Pacheco, 2001) una cifra bastante baja en comparación a la nacional, de alrededor de 20 mil muertos (Laval, 2003). La baja cifra se explica por la rápida reacción que la sociedad penquista tuvo frente al cólera, la organización de la élite local que pudo articular eficientemente la acción estatal con la intendencia y la municipalidad y la fuerte campaña mediática de los organismos sanitarios. Al otorgarle el gobierno una fuerte difusión al cólera, la población percibió la epidemia con alarma y esperó un altísimo nivel de defunciones, miedo que se constituyó como un importante elemento cohesionador para la ciudadanía, que buscó la protección de las autoridades sanitarias estatales, fortaleciendo aún más el rol organizador de las instituciones, las cuales pudieron imponer políticas coercitivas y criminalizar los hábitos de higiene que hasta el momento tenía la población (Salazar, 2009). Estos mecanismos, aún sin haber sido propuestos por el Estado como estrategias de control social, generaron un clima de vulnerabilidad en la población, haciéndola más dócil y dispuesta a colaborar con la política sanitaria implementada, legitimando así la extensión de los dispositivos de control sanitario sobre todos los sectores sociales, los que una vez finalizada la epidemia, quedaron instalados en la población como prácticas normales, por lo que la epidemia de cólera marcó un hito para los estudios del Control Social en Chile, debido a que impulsó una serie de instituciones, reglamentaciones, discursos, leyes, mecanismos y disposiciones que se impusieron a una población que debía transformar sus conductas higiénicas de acuerdo a lo establecido por el Estado, que terminó articulando una política nacional en materia sanitaria, en la cual, la salubridad y la higiene se impusieron como un conjunto de condiciones absolutamente necesarias en todas las ciudades modernas, conquistando un lugar jerárquico en los discursos dominantes de la sociedad (Fernandez, 2004).

Por otro lado, los poderes fácticos de Concepción, al incorporar estas ideas se constituyeron como elementos auxiliares de la administración central, participando de sus objetivos y demostrando una fuerte capacidad de gestión e influencia, principalmente en los erarios de Concepción10. De esta manera, a partir de las epidemias de cólera de 1886-1887, la situación sanitaria de Concepción varió notoriamente con la modificación de las conductas higiénicas de un amplio sector de la población y en el posicionamiento de los discursos higienistas que influyeron enormemente en la modificación de las prácticas diarias del aseo personal de los habitantes de Concepción., todo ello tutelado desde la fuerte acción institucional ejercida por la Policía de Aseo, quien multaba, reprimía y sancionaba.

El Estado por su parte, siguió perfeccionando la legislación sanitaria y reguló cada vez más las costumbres higiénicas de la población, asesorado por médicos higienistas que lograron imponer a la ciudadanía las ideas centrales de la limpieza y la higiene11. Bajo este espacio de reestructuraciones y conformaciones, a finales de 1891 se informó a las autoridades que un nuevo brote epidémico de cólera se aproximaba a Chile, proveniente ahora desde Europa, en donde había dejado un saldo de miles de muertos. Esta noticia puso nuevamente en movimiento al aparato estatal. Sin embargo y a diferencia de la epidemia anterior, en esta ocasión el gobierno optó por actuar con prudencia, de manera que a través de diversos comunicados enviados a las provincias, ordenó a las autoridades locales que no se hiciera entrar en pánico a las poblaciones, aunque era necesario tomar todas las precauciones necesarias para evitar las posibles situaciones de riesgo que reportaba el cólera:

“Aunque el gobierno cree que sólo existe un remoto peligro de que la epidemia de cólera reinante en Europa se desarrolle en el país, estima obra de prudencia adoptar desde luego algunas medidas tendientes a prevenir en lo posible las desastrosas consecuencias de ese mal.”12

Al no desarrollarse la campaña mediática ni el temor exhibido en la epidemia anterior, se aconsejó a las autoridades locales actuar con prudencia y adoptar las medidas necesarias para el resguardo de las condiciones de salubridad de la ciudad. Estas medidas ya eran parte del conocimiento público, tanto de parte de las autoridades locales como de la población, de manera que el supremo gobierno solo debía limitarse a enviar instrucciones formales al intendente:

“Debe usted prestar especial atención al servicio higiénico de los centros de población de esa provincia.”13

El gobierno central envió instrucciones de proteger los puertos y cuidar de los bultos y mercaderías que arribaban a Concepción a través del ferrocarril. Para ello, la Policía de Aseo junto con personal médico voluntario, realizaron inspecciones oculares diarias, desinfectando todo lo que pudiese reportar algún peligro de constituirse como un foco infeccioso. También se prepararon los medios para atender enfermos y proceder a su rápido aislamiento. Para el resguardo de los barrios de la ciudad, se volvieron a formar las comisiones de vigilancia integradas por vecinos, que tendrían la finalidad de denunciar los malos hábitos sanitarios, concurriendo a distintos lugares

“(…) visitando fábricas i establecimientos industriales donde se acumulan sustancias que corrompen el aire e inspeccionando particularmente las habitaciones de la clase pobre.”14

Las acciones de denuncias de los vecinos, se reforzaron entonces con la identificación y la delación de las amenazas a la salubridad de la población. Se denunciaron a las personas sucias y de malos hábitos; a los coléricos, inmundos, insalubres, etc., ejerciendo sobre ellas una presión social y una fuerte estigmatización al transformarlas en personas calificadas peyorativamente.

Muchas personas, a riesgo de ser vistas como personas sucias y evitar la vergüenza de haber sido denunciadas comenzaron a modificar sus hábitos higiénicos, incorporándose a aquellas corrientes, por lo que con las denuncias se generó un mecanismo de control interno para la salubridad entre los mismos vecinos, quienes facultados por las autoridades, comenzaron a señalar inquisitivamente a los miembros de su propia calle, barrio o sector, indicando a la policía quienes eran los culpables de poner en peligro las condiciones sanitarias de la ciudad. Con estas medidas se fortaleció aún más el discurso sanitario emanado del Estado. Además, las denuncias realizadas establecían un mayor vínculo de dependencia y subordinación de los vecinos a las autoridades locales, quienes actuaban imponiendo medidas coercitivas bajo la legitimación de que todo ello beneficiaba a toda la ciudad, por lo que se fortalecían también las instituciones municipales, a quienes se acudía en busca de las sanciones para quienes desobedecían las ordenanzas y promovían los lugares infecciosos. De esta manera, la coerción no sólo se ejerció verticalmente desde el poder mismo hacia la población, sino que también se desplazó desde los mismos vecinos hacia los poderes fácticos, quienes respondían a las denuncias e intervenían a través de las Policías con multas, gravámenes e incluso con facultades de allanamiento cuando ello así se requería u ordenaba. De esta forma los vecinos se transformaron en sus propios fiscalizadores, ya que una vez realizadas las denuncias y previa inspección ocular de parte de los policías, se procedía a

“(…) adoptar todas las medidas encaminadas a hacer desaparecer todo lo que pudiera ser un elemento favorable a la propagación de las epidemias i transcribir la presente circular a los gobernadores de su dependencia a fin de que a su vez trabajen con todo empeño en el sentido indicado.”15

Los cuerpos policiales jugaron un rol importante en la modificación de las costumbres sanitarias al inspeccionar diariamente el barrido de las calles céntricas16, la limpieza en las entradas de las casas, almacenes y despachos. También supervisaron la quema diaria de desechos17, la desinfección de las caballerizas y establos en donde se hicieran inspecciones periódicas18. Una especial preocupación se tuvo con los lugares para beber agua, principalmente aquellos en donde concurría un gran número de personas menesterosas. Para ello se instalaron filtros que limpiaran el agua que llegaba a los pilones, filtros donados por los vecinos miembros de la elite19. El agua fue sin duda el elemento que requirió de las mayores prohibiciones ya que muchas personas la bebían directamente de los ríos:

“(…) se prohibirá también botar basuras, sacar agua para beber y lavar en los márgenes del Biobío en el espacio comprendido entre Agua de las Niñas y la calle del General Bulnes.”20

Con estas medidas y la experiencia adquirida en la epidemia anterior, la autoridad local tomó los aprestos de manera más organizada y con una mayor capacidad de respuesta que durante 1886, aun cuando se decretaron las mismas disposiciones. Ello se tradujo en que durante la epidemia de 1891 no se hayan producido defunciones por cólera, con lo que se legitimaban así las estrategias y los dispositivos de control sanitario. Sin embargo, también se hizo necesario utilizar el mecanismo de la denuncia para lograr obtener la intervención estatal, la cual comenzó a funcionar no sólo en la calle sino que también en la intimidad del hogar, lugar en el cual fue también necesario intervenir21.

La Denuncia como Mecanismo de Control Sanitario

Las epidemias de cólera de 1886 y 1892 no se caracterizaron por su elevado número de defunciones ni tampoco por su facilidad de contagio entre la población, como en el pasado sí había sucedido con las viruelas, tuberculosis y otras enfermedades cuyas consecuencias se habían sentido mayormente en aquellos sectores que vivían en condiciones higiénicas más precarias. En el caso del cólera, su característica principal fue que a raíz de ella, se generó un control más férreo de la población en cuanto a sus hábitos y costumbres en materia de higiene, tanto en las calles como en el interior de los hogares. Ello se debió a que el cólera afectó a la población sin discriminación social alguna, lo que motivó acciones de parte del Estado con la finalidad de mejorar sus condiciones sanitarias.

Como ya habíamos mencionado, una de estas acciones fue la de otorgar a los vecinos las facultades de formar comisiones de vigilancia para denunciar lugares infecciosos. Así, los propios habitantes podrían intervenir entre los miembros de su propia comunidad solicitando la coerción en contra de las personas denunciadas, complementando así la labor que ya ejercían las autoridades sanitarias. Estas comisiones dejaron de funcionar con la desaparición del peligro de la epidemia. Sin embargo, hemos podido apreciar que los vecinos de Concepción incorporaron el mecanismo de la denuncia como instrumento legítimo para solucionar sus problemas sanitarios, el cual les permitió además mejorar las condiciones de salubridad en sus propios inmuebles o en inmediaciones de sus propios barrios, utilizando para ello, los discursos médicos que se habían posicionado jerárquicamente en la sociedad penquista, sirviéndoles de argumento frente a las denuncias realizadas. La incorporación del discurso higienista y la hegemonía sanitaria del Estado afloraba cuando los vecinos enrostraban a la autoridad su obligación de mantener las condiciones de salubridad en la ciudad y su deber por la erradicación de los focos de infecciones. Estas denuncias se realizaron tanto en el centro de la ciudad, como en los sectores periféricos, siendo el primero, el espacio en el cual había un mayor ámbito de acción entre los propios vecinos que comenzaron a denunciarse entre ellos, mientras que en los sectores periféricos las reivindicaciones comunes dieron espacio a reclamos de carácter colectivo. Es necesario también tener en cuenta que la Policía tenía constantemente problemas con su presupuesto y personal de servicio, por lo que sus labores eran también susceptibles de atrasos u omisiones, de manera que la acción de los vecinos suplía también el procedimiento de fiscalización, ya que los vecinos realizaban directamente la acusación al municipio, configurando ellos mismos el diagnóstico del cuadro insalubre sobre el cual se ejercerían las denuncias.

El primer documento encontrado data del año 1890 y correspondió a una denuncia realizada en el barrio cercano a la estación de ferrocarriles, uno de los barrios más concurridos de la ciudad, cuyos inmuebles iban desde las grandes mansiones a los pobres conventillos. En este barrio, las hermanas Francisca, Teresa y Catalina Mella acusaron a la Empresa de los Carros Urbanos, debido a que producto de sus trabajos de ampliación de las vías, habían construido un canal cuyos desagues conducían las aguas sobre una pendiente hacia el antejardín de su casa, produciéndose filtraciones e inundaciones en el inmueble. Estas mujeres plantearon a la municipalidad el peligro que acarreaban las aguas lluvias al estancarse, ya que no poseían una canalización adecuada, mostrando pleno conocimiento de la condición sanitaria en la cual quedaban expuestas y a los potenciales focos de infecciones que se generaban, debido a que las aguas detenidas en el frente de su domicilio

“(…) concentran de tal manera la humedad en nuestra casa habitación, que la hace inhabitable, como ha podido comprobar el médico de la ciudad, quien es testigo de la mala condición hijiénica i de insalubridad completa en que nos ha colocado la empresa de ferrocarriles urbanos con su desagüe en cuestión.”22

Las hermanas Mella reprodujeron en su denuncia el discurso oficial de las ordenanzas al mencionar que las aguas detenidas eran amenazas para sus condiciones higiénicas, como también del estado general de la salubridad, debido a que conocían que las aguas estancadas producían los miasmas infecciosos. Por otro lado, las vecinas denunciantes habían comunicado el problema al médico de la ciudad, quien como podemos apreciar, se constituía en los lugares a fin de realizar una inspección ocular, informando a la municipalidad que los reclamos eran efectivos y procedentes. La presencia del médico otorgó también los argumentos legítimos a las vecinas para entablar su reclamo, el cual dio como resultado la comparecencia de las autoridades municipales en el lugar indicado, las cuales finalmente ordenaron la clausura del desagüe mal instalado y se condenó a la empresa de los carros urbanos a la reparación de los daños realizados en el domicilio de las señoras Mella.

Otra de las situaciones denunciadas fue la de utilizar los sitios contiguos de las casas como baño y letrina pública, como puede apreciarse en el reclamo interpuesto por José Manuel Ulloa, quien era propietario de una casa ubicada en la calle de O´Higgins esquina de Colo-colo. Ulloa denunció a su vecina Rosa Silva de mantener un sitio eriazo en un costado de su domicilio, el cual estaba abierto al aire libre, sin murallas, situación que le producía a él y a los miembros de su familia, diversos problemas higiénicos, ya que se había hecho costumbre de que muchas personas de malas conductas, vagos y gentes de mal vivir se introdujeran al sitio mencionado

“(…) a hacer sus necesidades, porque sirve de escusado a varias personas...”23

Ulloa explicó a la municipalidad, que tras exponer la situación insalubre a la dueña del sitio y al no tener una respuesta satisfactoria de su parte, había solicitado la presencia de los inspectores de la Policía de Aseo, ya que consideraba que la conducta de su vecina atentaba contra la seguridad de los miembros de su hogar y perjudicaba gravemente la higiene y la salubridad pública de la ciudad, por lo que aquellos eran argumentos más que suficientes para interponer el reclamo y emplazar de manera abierta al alcalde a fin de este dispusiera

“(…) ordenar que la dueña del sitio o su encargado proceda a practicar el cerramiento del sitio, concediéndole un plazo perentorio y en caso de no hacerlo se le aplique la multa correspondiente.”24

Ulloa no solamente solicitó que la autoridad local se constituyeran en el lugar para que se realizara una inspección, sino que pidió específicamente que se decretaran sanciones en contra de su vecina, utilizando para ello el sistema de legislación vigente, pidiendo también el cierre del sitio indicado y mostrando conocer los procedimientos que se debían aplicar, sabiendo de antemano que la multa era el elemento coercitivo que la municipalidad debía imponer. El resultado fue que se ordenó el cierre del sitio a costa de su dueña. Esto también da cuenta que una vez realizadas las denuncias, las oficinas municipales debían analizar los antecedentes del caso haciendo inspecciones oculares, y en caso de ser efectiva la condición insalubre, pasaban los antecedentes a la autoridad respectiva para así proceder a decretar la sentencia correspondiente. En la mayoría de los casos, la Policía de Aseo era quién hacía las diligencias correspondientes a la notificación de los denunciados, haciendo saber las decisiones emanadas de la autoridad municipal. Las denuncias realizadas en contra de los vecinos eran presentadas en la oficina de partes de la municipalidad y dependiendo del número de correspondencia recibida, se veía si era procedente iniciar las diligencias prontamente. Al igual que hoy en día, la burocracia de aquellos años podía extenderse por varias semanas y hasta meses.

Los sitios erizaos comúnmente representaban problemas, ya que por su soledad, poca iluminación y características, eran los lugares escogidos como letrinas y escusados, sobre todo por las muchas personas de vida nocturna que deambulaban de juerga por calles oscuras en busca de sus etílicas diversiones, frente a las cuales había una generosa oferta de baratillos que expendían sus alcoholes clandestinamente (Inostroza, 1993). Sin embargo, la algarabía generada continuamente en estos sitios, provocaba las molestias de quienes debían vivir en los inmuebles contiguos a ellos. Dicha situación es la que vivía el matrimonio compuesto por Francisco Vergara y Dorotea Aedo, quienes eran propietarios de una casa en la calle San Martín esquina de Janequeo. El matrimonio declaró en la municipalidad que colindante con su propiedad existía un sitio vacío que pertenecía a la sucesión de una señora llamada Rosa Garrido, el cual era un constante foco de insalubridad e inmoralidad pública, ya que cualquier persona que se dignaba a transitar por fuera de aquel lugar, podía apreciarlo

“(…) en completo desaseo y abandono, destinado en la actualidad al servicio de letrina pública i además que en la noche sirve de hospedaje a borrachos, vagos, individuos desconocidos y sospechosos que hacen infundir temores de producir asaltos.”25

El matrimonio denunciante, con gran molestia dejó expresa constancia que anteriormente ya habían realizado la denuncia, la cual no había tenido efecto alguno, debido a que los agentes de la Policía de Aseo no se habían constituido en el lugar. Por ello, solicitaron por segunda vez la intervención municipal a fin de que esta procediera a cerrar el sitio mencionado ya que junto con perturbar la salubridad y la higiene pública, producía desvelos e inseguridades a los vecinos, frente a lo cual, la municipalidad tenía la obligación de intervenir. Tras esa segunda solicitud, el municipio respondió finalmente a través de una visita de inspección, para luego otorgar a la señora Garrido un plazo prudente para limpiar y cerrar el sitio aludido.

En otra ocasión, sucedió que se interpeló al Director de Obras Municipales, a quién se le solicitó interceder apelando a su obligación de inspeccionar las construcciones de los inmuebles. En 1895, vecinos de calle Pedro de Valdivia, específicamente en el sector de Agua de las Niñas, denunciaron la existencia de un conjunto de casas en malas condiciones, las cuales estaban a la vista de todas las personas decentes que por dicho lugar transitaban. Las casuchas estaban apiladas de tal forma que

“(…) se encuentran en estado ruinoso, desplomadas i mal sanas, por consiguiente inhabitables i peligrosas para las personas que las ocupan i además presentan un aspecto sumamente feo para la entrada a la ciudad por la avenida i por la línea del ferrocarril del estado.”26

Las casas denunciadas poseían las características de los ranchos construidos con cartones, latas y sacos, viviendas que se han aglomerado en las cercanías del cerro Caracol. En esta ocasión, las personas que habitaban éstos míseros refugios, se habían instalado en terrenos cercanos a un sector acomodado, constituyendo para los propietarios una amenaza a su seguridad, aun cuando pareciera que existe una utilización del discurso de la seguridad para justificar la molestia que les producían desde un punto de vista estético. Sin embargo las miserables chozas también podían resultar un peligro para la salubridad pública al no estar provistas de ningún tipo de elementos esenciales para la higiene y la limpieza, siendo estos los motivos por los cuales la municipalidad debería iniciar acciones destinadas a la erradicación definitiva de estos rancheríos ya que

“(…) como estas casas no tienen fondo, no hai lugar para las necesidades de los ocupantes, de manera que bajo cualquier punto de vista de la hijiene, el lugar no es apropiado para casas y menos cuando los dueños y arrendatarios son tan indiferentes a las leyes de la hijiene i salubridad. En mi concepto, el señor alcalde haría un bien para la localidad i la ciudad en jeneral si puede tomar pasos para deshabitarlas i demolerlas.”27

Otro de los aspectos denunciados eran las consecuencias que la falta de aseo generaba en las casas, como se aprecia en la denuncia realizada por Adolfo Stegmann, quien vivía en la calle Castellón esquina de San Martín, en una casa de propiedad de la señora Aurora Fernández, viuda del Río. El denunciante fundó su solicitud en virtud de que en el inmueble que arrendaba su vecino, se había tapado un resumidero producto de la falta de limpieza y cuidados de aquella familia y que ello había provocado que entraran a su propiedad toda suerte de líquidos inmundos y otras suertes de de aguas sucias provenientes de los desechos de la casa contigua y que a causa de ello están

“(…) formándose por esta causa, charcos y lagunas que espiden mal olor y que pueden ser perjudiciales a nuestra salud.”27

Otro de los aspectos denunciados eran las consecuencias que la falta de aseo generaba en las casas, como se aprecia en la denuncia realizada por Adolfo Stegmann, quien vivía en la calle Castellón esquina de San Martín, en una casa de propiedad de la señora Aurora Fernández, viuda del Río. El denunciante fundó su solicitud en virtud de que en el inmueble que arrendaba su vecino, se había tapado un resumidero producto de la falta de limpieza y cuidados de aquella familia y que ello había provocado que entraran a su propiedad toda suerte de líquidos inmundos y otras suertes de de aguas sucias provenientes de los desechos de la casa contigua y que a causa de ello están

“(…) formándose por esta causa, charcos y lagunas que espiden mal olor y que pueden ser perjudiciales a nuestra salud.”28

Stegmann hizo ver a las autoridades locales cómo esta situación reiterada de descuidos y desaseos por parte de sus vecinos se transformaba en una gran amenaza para la salubridad, ya que el correr de las aguas sucias mal encausadas, sin un resumidero adecuado y limpio que las pudiese sacar de la propiedad hacia la calle, hacía que los líquidos se estancaran, mezclándose con los excrementos y desechos que se arrojaban diariamente fuera de la casa, lo que generaba una profusa acumulación de malos olores, contaminando así el aire que debían respirar todas las personas que viven en el interior de su inmueble. Estas condiciones insalubres eran suficientes para representar para él, graves perjuicios a la salubridad de la ciudad y de sobre manera a su entorno cercano debido a que

“(…) el infrascrito tiene familia pequeña que pone en peligro sus vidas a consecuencia de las inmundicias arrojadas del sitio vecino.”29

Stegmann intentó en reiteradas ocasiones solucionar el problema informando a la dueña del sitio la situación del resumidero sin que ella ni siquiera se tomase la molestia de ir a constatar la situación, no dándole importancia. Al no recibir respuesta alguna, Stegmann recurrió a las autoridades, quienes tampoco se constituyeron en el lugar ni mostraron interés en buscar alguna solución al problema. Frente a ello, el reclamante amenazó con denunciar la situación a la misma Junta Central de Salubridad en caso de no recibir respuesta satisfactoria, dando muestras de que frente a un tema tan delicado, no estaría dispuesto a aceptar retrasos o impasibilidades de parte de las autoridades municipales. Stegmann dejó también entrever que ha interiorizado la jerarquización de los servicios públicos y de cómo es Santiago la instancia superior bajo la cual se rige la administración en Concepción, entendiendo que puede hacer llegar su reclamo a la capital si es que el poder local no satisface sus necesidades o reclamos. Es por ello que Stegmann amenaza entonces:

“Creo que una vez impuestos estos caballeros de lo que dejo manifestado, se convencerán de mi petición, por cuanto con el estado actual de cosas, peligra la vida de mis pequeños hijos, la de mi esposa i la mía propia. En esta virtud y en vista que la dueña de la casa, a pesar de mis reiteradas quejas no responde, recurro a Ud., para que se sirva hacer desaparecer el mal que he indicado en bien de toda una familia. Es gracia.”30

En todas estas denuncias podemos apreciar que las personas han aprehendido para sí mismas, algunos elementos del discurso de la teoría miasmática de la medicina, ya que dejan entrever en sus reclamos las peligrosas consecuencias emanadas de los agentes dañinos que al descomponerse se esparcen a través de los olores, emanaciones y vapores. Tal es la situación de Pablo Hemmingsen, quien era propietario de un inmueble ubicado en la calle Tucapel. Hemmingsen había reclamado que en su casa ubicada en calle Cochrane 26, existía un sitio vecino que tenía una curtiembre de cueros en la que se realizaban todo tipo de trabajos insalubres que contravenían las ordenanzas que prohibían que este tipo de establecimientos pudiesen funcionar dentro de los límites urbanos de la ciudad. Estas disposiciones eran desconocidas o simplemente ignoradas por quienes aprovechaban algunos espacios de Concepción que quedaban marginados de la vigilancia policial. Es por ello que se solicitaba la intervención de las autoridades en aquellos vacíos. En el caso de Hemmingsen, consideró que era denunciar a sus vecinos debido a que el sitio en el que habitan

“(…) se están estrayendo pellejos con pedazos de carne podrida i cachos hediondos, todo lo mal estienden sobre los lechos, cordeles i el suelo respectivamente. Además tienen en el fondo oyos mui grandes para la preparación de los pellejos que despiden también un olor insoportable. Todo esto como usted comprenderá es perjudicial para la salud…”31

En otra ocasión, Juan de Dios Ibieta, vecino de la calle Rengo, denunció a dos empresas fabricantes de jabón: una ubicada en Lincoyán, entre Chacabuco y Cochrane y la segunda ubicada en Cochrane entre Lincoyán y Rengo, empresas que se habían instalado a menos de cuatro cuadras de la plaza, por lo que ello desobedecía las ordenanzas y perjudicaba a las familias decentes que viven

“(…) dentro de un barrio que aspira a vivir en hijiene i salubridad racional i humanitaria.”32

Ibieta denunció que aquellos malos olores que despedían las fábricas, afectaban su propia salud y la de los miembros de su familia, ya que los vapores que se generaban producto de la elaboración del jabón, hacían irrespirable el aire del vecindario, ya que las jabonerías denunciadas

“(…) dan o están establecidas en los límites del fondo de mi casa, entre cuyos habitantes tenemos a una anciana i mui enferma del corazón, la que vive como asficciada cada vez que se elabora el jabón.”33

Para el señor Ibieta, la falta de fiscalización otorgaba oportunidades para que personas y empresas burlaran los controles y utilizaran técnicas y procedimientos baratos y sucios para la elaboración de pésimos productos que consume la gente de extracción más popular. Las empresas hacen entonces caso omiso a los métodos serios y científicos que se han demostrado para fabricar mejores artículos. Para el denunciante, es necesario que la autoridad local haga valer sus facultades para obligar a que se cumplan las normas, ya que es bastante claro que en distintos sectores de la ciudad se fabrican productos de manera clandestina y ello es también uno de los problemas sanitarios de Concepción, ya que los hedores que surgen de la elaboración de los productos mantienen viciado todo el aire de la ciudad, como así lo observa Ibieta con la atmósfera que se percibe en el interior de su inmueble:

“(…)lo cierto es que el aire que se respira en mi casa es de grasas, chicharrones y los cueros mezclados con los característicos olores del jabón negro i cosas peores que no es para vivir sano, sino que es para atocigar a un pobre mortal.”34

Por último, Ibieta sugiere que si bien deben existir las fábricas para sustentar el progreso, éstas no deberían estar emplazadas en los sectores donde habitan personas de cierto nivel social y que lo mejor es trasladarlas hacia los lugares donde existen personas acostumbradas a tolerar este tipo de emanaciones, por lo mismo, los barrios populares son los lugares más adecuados para instalar fábricas y establecimientos de toda índole:

“(…) el barrio de la Pampa i Chillancito pueden obsequiar buenos sitios para esas fábricas.”35

Las palabras de Ibieta dan cuenta de varios aspectos que nos parece interesante mencionar; por un lado muestra de qué manera son percibidos los sectores populares por los miembros de grupos sociales con mayor posición económica, quienes consideran que los malos olores y las basuras son elementos propios de aquellas personas que acostumbran a vivir en espacios insalubres ya que no pagan impuestos destinados a recoger la basura o al barrido de las calles. Por otro lado, la sociedad penquista, al igual que en el resto del país, estratificó a las personas de acuerdo con sus grados de higiene, las cuales se asociaban a las condiciones sociales. Los grupos de élite al incorporar los postulados higienistas se impusieron entre sí la necesidad de limpieza y aseo, lo cual se constituyó como un elemento diferenciador de los sectores populares, que por sus precarias condiciones de vivienda y falta de servicios, convivían de forma más cercana con basurales, aguas sucias, desechos y malos olores. En el plano del hablar cotidiano, los insultos más comunes para denigrar a las personas se relacionaban con su condición higiénica y sus consecuencias. Palabras como hediondo, asqueroso, piojoso, sucio, vieja cochina, y otros apelativos se hicieron parte del mismo proceso de adquisición de los discursos higiénicos de los penquistas que comenzaba a adquirir pompas de jabón, aceites higiénicos, shampoos con olores perfumados, emulsiones para bebés sanos, pastillas para el agua, pastas dentales para la higiene bucal y otros artículos que comenzaron a copar las propagandas comerciales de los periódicos como El País o El Sur. Estas necesidades de higiene, aseo y limpieza se tradujeron rápidamente en la ejecución de proyectos de agua potable para surtir a toda la población, ya que a finales del siglo XIX existía una provisión de agua potable, pero sólo surtía las calles centrales que disponían del dinero para pagar el servicio. Con la incorporación de mayores recursos desde el Estado se pudo ampliar la cobertura de agua y en abril de 1902, las casas conectadas a las cañerías ascendían a 191736, de un total de 5787 inmuebles según el censo de 1895. Es decir, en 1902 sólo el 19, 3 por ciento de la población tenía acceso al agua potable. Fue finalmente el Estado quien debió financiar las obras de canalización de agua potable, con el compromiso que la municipalidad debía extenderla a toda la población (Pacheco, 2001).

En síntesis, las personas que vivían en el centro de la ciudad, recurrían a la autoridad municipal, a los inspectores y agentes de la policía para lograr acciones reivindicatorias, en este caso, en busca de condiciones de higiénicas. Ello se traducía en multas o en las obligaciones de realizar reparaciones o limpiezas. Estas denuncias realizadas por los vecinos, a medida que fueron siendo respondidas con acciones efectivas, fueron generando confianza hacia la institucionalidad, produciéndose vínculos de dependencia y subordinación, los cuales eran elementos legítimos y necesarios para que la población pretendiera resolver los conflictos a través de las distintas instancias formales para ello y pudiese finalmente situarse en la esfera de la competencia municipal.

Sin embargo, los discursos acerca de las necesidades de salubridad e higiene no solamente fueron incorporados por los grupos de elite o personas de mayores recursos económicos. Si bien es cierto que estos sectores fueron los que primeramente denunciaron condiciones insalubres entre sus pares, los sectores periféricos también dieron muestras de querer integrarse a mejores condiciones sanitarias, para lo cual también utilizaron el mecanismo de la denuncia. No obstante, las denuncias de los sectores populares tuvieron diferencias de fondo y forma respecto a aquellas interpuestas por las personas más adineradas. Esto se debió a que se encontraban en posiciones sociales distintas, por lo que podían observarse diferencias tanto en los espacios urbanos habitados por cada uno de los sectores sociales como en las relaciones de dependencia con las autoridades municipales.

En efecto, los sectores populares interpusieron reclamos, pero éstos radicaban principalmente en la poca cobertura de los proyectos de urbanización, los cuales sólo se implementaban sólo en el centro de la ciudad, mientras que las periferias quedaban excluidas, lo que se tradujo en requerimientos de carácter colectivo al sentir la necesidad de mejoramiento de sus condiciones sanitarias. Sin embargo la mayoría de los casos no eran puestos al arbitrio de las instancias municipales, sino que se hacía saber a la prensa local, especialmente al Diario El País. Por otro lado, los vecinos de los barrios populares no acudían al periódico en busca de una sentencia o de una acción fiscalizadora, ya que comprendían que la prensa era más bien un actor intermediario que podía ejercer presiones sobre las autoridades municipales a través de la difusión pública de estas situaciones. Tal fue el caso de los vecinos del sector de calle Freire esquina Paicaví, quienes acudieron colectivamente a denunciar a los carretoneros de la Policía de Aseo de no querer detenerse en estas calles, aún cuando se les pedía a viva voz que detuvieran los carretones, situación que quedó expuesta en la prensa, quien acogiendo las peticiones informó a la comunidad en un extenso artículo los problemas que a diario debían afrontar los vecinos para lograr que la policía retirara sus basuras:

“(…) en este sentido, se nos dice que muchos se han visto obligados a arrojar la basura a la calle porque no hallan donde depositarlas. Como creemos mui atendible el denuncio, nos apresuramos a dar el traslado correspondiente al señor Inspector de la Policía de Aseo” (El País, 23-01-1896)

Al justificar el porqué se arrojaban las basuras a la calle, el diario local se hacía parte de los reclamos de los vecinos, ya que era la única opción que les quedaba frente a la indolencia de la Policía de Aseo. Estas situaciones fueron acogidas por uno de los diarios locales, quien ponía en conocimiento de la ciudadanía la posición de marginalidad de estos sectores respecto del retiro de las basuras, lo cual si se hacía en las calles más céntricas y en aquellas donde se pagaba el impuesto de Serenía y Alumbrado. Sin embargo, al hacerse públicas estas situaciones, muchas personas se sintieron con la confianza necesaria para seguir denunciando a la autoridad municipal y en distintos barrios, los vecinos comenzaron también a interponer acciones colectivas, como sucedió en los barrios de ultra-Carrera, en el cual los vecinos de la intersección de la calle de Angol acudieron al diario a denunciar cómo la policía permitía que se acumularan las basuras y los desperdicios. En estos reclamos es también posible apreciar que los sectores populares han también asimilado algunas de las palabras más utilizadas en los discursos de higiene y salubridad de las políticas sanitarias:

“(…) nos piden que llamemos la atención de la policía hacia un peligroso foco de inmundicias que existe al lado de la casa número 24 de la mencionada calle. Allí acuden numerosas personas a arrojar toda clase de desperdicios i así han convertido el lugar en una amenaza para el barrio. Damos pues el correspondiente traslado”. (El País, 24-01-1896)

Una situación similar se aprecia en los reclamos interpuestos por los vecinos de la calle O´Higgins, al llegar a las inmediaciones de la calle Prat, quienes indignados frente a la pasividad de la policía, decidieron denunciar en la prensa la mala situación sanitaria del lugar. Los reporteros, luego de ir a constatar aquello, escribieron en una de sus columnas de opinión que en dicho sector

“(…) se encuentra depositado un montón de basuras que despide olores por demás nauseabundos. Como este estado de cosas puede traer graves males a aquellos vecinos, llamamos la atención de la policía de aseo” (El País, 25-01-1898).

Las basuras se encontraban dispersas en distintas áreas de la ciudad, muchas veces varios días en estado de descomposición, para el desagrado de algunos olfatos y el beneficio de moscas, gusanos y otras alimañas. Esta situación se hacía aún más insoportable con los calores del verano y las brisas que al mediodía suelen entrar a Concepción. Las denuncias por los lugares llenos de basura eran bastante comunes en la prensa, sumándose a los requerimientos sanitarios de la población:

“(…) en la calle de San Martín, frente a la casa número 45 se encuentra desde hace varios días, un gran montón de basuras, cuyos olores por demás nauseabundos constituyen una verdadera amenaza para la salubridad pública. Esperamos pues, que la policía de aseo procederá a la brevedad posible a subsanar el inconveniente que denunciamos” (El País, 17-05-1898).

De estas denuncias de carácter colectivas, podemos observar varios aspectos que consideramos importante mencionar. Por un lado se evidencia que en torno a la salubridad y la higiene, los grupos sociales con menos recursos económicos buscaron la resolución de sus problemas en base a la organización, la deliberación de sus necesidades y a la puesta en práctica de acciones colectivas en pos de toda la comunidad. Para ello fue necesario conseguir algún tipo de recurso económico que bien podría haber sido la simple donación para pagar un escribiente que plasmara de manera más clara sus peticiones y también para conseguir el dinero para insertar la publicación en el diario local, si es que ello era así exigido. De cualquier forma, este tipo de denuncias colectivas respondía a la preocupación de los sectores periféricos por las enfermedades y las epidemias, asumiendo la racionalidad de la medicina científica y las causas que generan las enfermedades infecciosas, sobre todo en los sectores con menos acceso a servicios higiénicos. Por otro lado, los reclamos en contra de la policía obedecían a la costumbre que la población había adquirido de que fuese la Policía de Aseo quien retirara sus basuras, como se había hecho en los años de las epidemias de cólera, ya que así lo había dispuesto la legislación. Una vez ocurrido el peligro de la enfermedad, las basuras se continuaron extrayendo pero sólo en los sectores que pagaban sus impuestos y contribuciones, lo que ocasionó reclamos de parte de la población alejada del centro de la ciudad, quienes se habían acostumbrado al retiro gratuito de los desperdicios, considerándolos como un servicio público. La población de los sectores periféricos, al interiorizar los discursos de la salubridad, comenzaron a interponer reclamos en contra de la municipalidad, sabiendo que en vista de las necesidades sanitarias, sus basuras debían ser retiradas, dejando en claro que la acción de no hacerlo, podría poner en peligro a toda la ciudad, demostrando que también se generó una utilización de aquellos discursos para ejercer presiones morales sobre las autoridades locales, quienes fueron cediendo a estos requerimientos y comenzaron finalmente a retirar las basuras gratuitamente en gran parte del sector urbanizado, siendo obviamente el sector comprendido por el centro de la ciudad el cual era atendido preferentemente, mientras que las periferias debían adecuarse a la disposición de los carretones en los días en que la policía determinaba para el recorrido que extraía las basuras de la población y que generalmente se extendió durante dos días a la semana en sectores distintos.

Otro de los aspectos que la población comenzó a denunciar, fueron las enfermedades que contraían las personas en los barrios. Frente a cualquier indicio de alguna enfermedad contagiosa, se ponía en aviso al resto de la comunidad por medio de la prensa, a fin de solicitar la intervención municipal si es que se requería algún tipo de higienización, a fin de evitar la exposición a situaciones riesgosas:

“(…) se ha denunciado que en la casa número 7B de la calle Las Heras, se ha declarado un caso de Difteria” (El País 17-05-1898).

Estas denuncias tenían por finalidad generar una inspección de la policía, la cual se constituía para comprobar si efectivamente existían personas con dicha enfermedad en el interior de los inmuebles, lo cual en caso de ser efectivo, provocaba la desinfección total del lugar, medida que otorgaba a los vecinos la tranquilidad de que la enfermedad denunciada no se propagaría dentro del barrio. Estas denuncias, no sólo se realizaron entre los vecinos de una misma condición social, sino que también se emprendieron contra empresas y miembros de la elite, quienes también podían corrían el riesgo de quedar expuestos a los ojos de la opinión pública como personas de malas costumbres y ser susceptibles de propagadores las infecciones, como en el caso de Carlos Cousiño, dueño de varias fábricas de ladrillos y depósitos de cerveza, quien fue denunciado por un grupo de vecinos de la calle Maipú, ya que el empresario poseía una destilería clandestina de alcohol en la esquina de la calle Freire con Castellón, en donde los medios que utilizaba para fabricar licores eran contrarios a la normativa, además de haber instalado la fábrica en un lugar cercano a la plaza independencia, lo cual estaba prohibido por la legislación. El diario publicó que además de ello

“(…) nos dicen que todos los días se arroja a esta última calle el agua sucia que ha servido para lavar botellas y que esas aguas corren hacia la calle de Maipú, estancándose e infestando el barrio. No hemos tenido la oportunidad de cerciorarnos de aquel denuncio, pero si es efectivo creemos que la policía de aseo debe tomar sus medidas” (El País, 27-06-1899)

Estas denuncias colectivas nos muestran que en los sectores periféricos existe una preocupación por la salubridad, sin embargo, al estar alejados del centro de la ciudad, tienen probabilidades mayores de contraer enfermedades o de involucrarse en situaciones insalubres debido a que están alejados de la urbanización del centro de la ciudad. Esta situación era bastante marcada en la ciudad, sobre todo con el tiempo atmosférico de Concepción, que fue un elemento que influyó constantemente en las condiciones de salubridad de la ciudad, ya que en invierno las lluvias traían humedad, barro y agua acumulada en los patios de las casas y en las calles debidamente mal niveladas. A su vez, con la llegada del buen tiempo y el aumento de la temperatura, proliferaban el polvo y los malos olores, debido a que el calor ayudaba a descomponer mucho más rápidamente los desechos orgánicos, los cuales eran arrojados a las calles. Por ello, en los lugares apartados del centro, los vecinos hicieron ver su preocupación por mantener limpio sus barrios, por lo que formularon llamados de atención en contra de los lugares sucios y de las personas que arrojaban basuras constantemente:

“Algunos vecinos de la calle de Bulnes se han acercado a nuestra imprenta y nos han suplicado llamemos la atención de quien corresponda acerca del estado inmundo en que se encuentra la calle de Bulnes, entre Lincoyán y Rengo. El fango formado desde tiempo atrás en dicha calle, con los días de calor que ha habido, se encuentra en completo estado de putrefacción. Además los moradores de una serie de cuartos que se hallan ubicados en aquella calle, arrojan toda clase de basuras y desperdicios sobre el fango, aumentándose así el lodazal formado. Por suerte, luego se hará notar el hecho que nos denuncian” (El País, 27-09-1899).

A pesar de que las denuncias estaban relacionadas con la incorporación de la población a un orden sanitario, a una construcción de una ciudadanía apegada a las ordenanzas, de respeto a las instituciones y de la sistematización de la naciente salubridad pública. La revisión de documentos también nos mostró algunas situaciones en que fue posible advertir que la población de los barrios periféricos también denunció la puesta en práctica de ciertas influencias para conseguir favores de parte de la administración. Si bien estas situaciones no nos permiten clasificar al poder político de Concepción como corrupto o construido sobre el tráfico de influencias, ello no quiere decir que este tipo de conductas no existieran o que no se generaran durante la administración municipal. Sin embargo y al menos en una ocasión los vecinos sí denunciaron estas conductas al sentir indignación de la satisfacción personal obtenida del ejercicio público, denunciando dichas prácticas, como en el año 1898, en que los vecinos del barrio del Club Hípico acudieron a la prensa local a denunciar al Inspector de la Policía de Aseo Andrés Ferrari, debido a que el funcionario utilizaba parte de la carga de los carretones recolectores de basura para arrojarlas en un sitio en dicho vecindario. Los vecinos concurrieron a reclamar a la inspección de policía, sin ser escuchados, por lo que acudieron finalmente a la prensa, denunciando la situación y acusando al inspector de que

“(…) son las basuras sacadas del mercado las que se arrojan en dicho lugar, en donde el inspector tiene un criadero de cerdos” (El País, 22-02-1898).

Los vecinos del barrio del club Hípico, acusaron al inspector de exponerlos a los peligros de las infecciones que podía acarrearles el criadero de cerdos, ya que los olores y la basura que se arrojaba en su interior generaba oportunidades para el desarrollo de todo tipo de emanaciones peligrosas que podían traer enfermedades para el vecindario. La acusación contra el inspector se expresó directamente en la prensa local con un fuerte grado de virulencia:

“(…) el barrio entero se halla infestado de moscas i malos olores, pero el señor inspector tiene comida gratis para sus cerdos…” (El País, 22-02-1898).

Las acusaciones contra el inspector son otra muestra de la apropiación del discurso de salubridad, debido a que las personas enrostraron a la autoridad el deber de mantener las buenas condiciones de salubridad de la población. El inspector ponía en entredicho su labor como funcionario público y sometía a un vecindario a condiciones insalubres a cambio de ahorrarse dinero en el alimento que consumían sus animales. Los periodistas del diario El País, publicaron la noticia, invitando incluso a los redactores del Diario El Sur, a constituirse en dicho lugar. Sin embargo, los reporteros del diario radical no fueron autorizados a publicar la noticia, aún cuando se cercioraron por sus propios medios de lo que se había denunciado. La prohibición de publicar la noticia tenía su origen a que el redactor de El Sur, señor Muñoz Fuentealba, no tenía buenas relaciones sociales con los redactores del Diario El País, debido a que aquel periódico era contrario a los intereses del Partido Radical. Tal situación fue una muestra de cruce de poderes locales frente a los problemas que la misma ciudadanía denunciaba. La situación se mantuvo de igual, debido a que las influencias del inspector pusieron en movimiento el favor de otras personas con otras cuotas de poder dentro de la administración pública. La ciudadanía, al no encontrarse organizada políticamente, se mantuvo finalmente en la situación de dejar hacer (Lenardon, 2008) aún cuando había ejercido fuertes presiones a través de la prensa, insistiendo que incluso hasta el inspector de la policía vivía en el mismo barrio.

Conclusión

Las epidemias de cólera en Concepción, al igual que en el resto del país estuvieron acompañadas de un miedo generalizado de la población y de una acción estatal destinada a contrarrestar la aparición y el avance de la enfermedad. A través de esta preocupación, se impulsaron los discursos de salubridad e higiene enarbolados por médicos con una fuerte influencia en el gobierno central, lo que conllevó a una campaña mediática destinada a instruir a la población acerca de los peligros que reportaba el vivir en condiciones sanitarias deficientes. Sin embargo, los proyectos de urbanización destinada al agua potable y al alcantarillado estaban lejos de concretarse en gran parte de país, por lo que la mejor solución sería la modificación de hábitos insalubres. Para ello, la Policía de Aseo fue el instrumento por el cual el Estado impulsó la transformación de aquellas conductas impulsando también la denuncia como un mecanismo de control que facultaba a los vecinos a informar sobre situaciones insalubres que pudiesen presentarse en sus mismos barrios. Una vez transcurridas las epidemias de cólera, la denuncia se mantuvo como un instrumento válido para las personas que habían incorporado los discursos higienistas en su vida diaria, siendo cada vez menos tolerantes con quienes pudiesen poner en peligro la salubridad de la población. En los barrios habitados por vecinos con posiciones económicas acomodadas, las personas se denunciaron entre sí, ejerciendo un control sanitario entre ellos mismos, adoptando medidas higiénicas destinadas al mejoramiento de sus condiciones normales de vida y solicitando la coerción para quienes las pusieren en peligro.

Sin embargo, en los sectores periféricos las denuncias de los vecinos tuvieron una estrecha relación entre la necesidad de mejores condiciones de salubridad y la dificultad para acceder a mejores condiciones higiénicas, las cuales resultaban tardías en virtud de su posición de marginalidad. Ello derivó en que las reivindicaciones y requerimientos fuesen de carácter colectivo, utilizando para ello, no los mecanismos legales dispuestos por la administración municipal, sino a la prensa local y específicamente el Diario El País como el principal agente receptor de denuncias colectivas, quien jugó un rol fundamental en auxiliar a los vecinos de los barrios periféricos en sus intenciones de denunciar e identificar los lugares a los cuales la policía no acudía y no realizaba la extracción de las basuras. La línea editorial del diario local era también proclive a las mejoras sanitarias, por lo que se constituyó como un espacio de difusión permanente que contribuyó al mejoramiento de las condiciones sanitarias de la población, haciéndose parte en las reivindicaciones de la población, buscando la acción de las instituciones del Estado, ya que las denuncias colectivas tenían también un carácter de resguardo de toda la población y no solamente de un sólo sector.

Se observa también una clara muestra de exclusión social en la acción sanitaria de la policía, debido a que en los barrios con vecinos más acomodadas, el servicio de extracción era constante y diario, al igual que las quemas de basuras y la limpieza, mientras que en los sectores periféricos la pasividad y la indolencia de los policías respecto a las basuras fue uno de los principales motivos de las denuncias de la población. Por último, se denunciaron también las enfermedades que se contraían en las casas, motivando la desinfección de los inmuebles, por lo que los agentes del Estado debían intervenir en los espacios más íntimos de convivencia de la población, modificando así las costumbres sanitarias de las personas que comenzaron a incorporar los discursos higienistas y las prácticas de la limpieza en su vida diaria, situaciones que mejoraron sus condiciones sanitarias bajo la total supervisión del Estado a través de una legislación y una institucionalidad que comenzó a ocuparse de la salubridad a través de una política de carácter nacional. Estos aspectos fueron sólo una muestra de cómo se ejerció la acción estatal destinada a la incorporación de la población en un proceso de medicalización de la sociedad, discursos científicos, legislaciones y medidas higienistas que tendrían como consecuencia el control sobre la limpieza personal y doméstica de la población.

Referencias

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  1. El presente artículo forma parte de la tesis para optar al grado del Magíster en Historia de Occidente por la Universidad del Biobío, titulada: La Ciudad con Calles Limpias, Control Social Sanitario en Concepción, 1860-1900.
  2. PUGA, Federico. 1886. Cómo se evita el cólera. Imprenta Nacional, Santiago de Chile. A pesar que lo hemos citado como referencia bibliográfica, en el volumen 11 del Archivo Histórico de Concepción (A.H.C.) se conserva un ejemplar de 33 páginas.
  3. A esto se le denominaba Teoría Miasmática de la Medicina.
  4. Cargo de origen colonial en el cual el profesional debía atender las demandas de salubridad de la población, constatar defunciones, ordenar hospitalizaciones, decretar epidemias y anunciar las medidas a ejecutarse en dichos casos. Dependían de los cabildos respectivos, al igual que su remuneración, aunque su nombramiento era decretado por otra institución denominada Protomedicato. En 1887, luego de la creación de la Junta Central de Salubridad, el Médico de Ciudad revistió el carácter de funcionario público y fue nombrado directamente por el Presidente de la República: La ordenanza sobre médicos de ciudad disponía que debían servir en hospitales, lazaretos, cárceles y demás edificios públicos, declarar enfermos mentales y ordenar las medidas necesarias en caso de una epidemia, instruyendo a las policías respectivas. Con la ley de 1892, los médicos de ciudad dejaron de depender de las municipalidades y de prestar asistencia en las instituciones benéficas. Además se les quitó la responsabilidad de hacerse cargo de los certificados de defunción y las prácticas forenses, labores de las cuales se encargarían otros funcionarios, llamados médicos legistas. Ver: Ferrer, Pedro. (Comp.) 1911. Higiene y Asistencia Pública en Chile. Imprenta Barcelona. Santiago, p.26.
  5. Luego sería nombrado director de la Junta Central de Salubridad y ministro de Salubridad Pública.
  6. A.H.C. Nota de la Intendencia de Concepción a la Ilustre Municipalidad de Concepción, anunciando la llegada del folleto. fs 58, diciembre de 1886, vol. 011.
  7. Ídem.
  8. A.H.C. Constitución de Sociedad Penquista para Combatir el Cólera, fs 68, enero de 1887, vol 011. Fue fundada por Manuel Ignacio Collao e integrada por Pedro del Río, Carlos Keller, Víctor Lamas, entre otros.
  9. Nombre dado a las fecas, orines, lavazas y los desperdicios líquidos arrojados comúnmente a la calle.
  10. La Sociedad Penquista para Combatir el Cólera donó fuertes sumas de dinero a la Policía de Aseo, creó dispensarios para los pobres, apuró la construcción del lazareto, donó implementos para el hospital y aportó con dos dispensarios que funcionaron durante los años de la epidemia.
  11. Estos médicos, como Federico Puga, Francisco Leiva Errázuriz, Adolfo Murillo, Guillermo Moore, entre otros, influyeron en la legislación sanitaria desde la aparición del primer brote de cólera en 1886, incidiendo en la promulgación de la Ley de Policía Sanitaria de 1886, las Circulares de Información Sanitaria de 1886, la Ordenanza General de Salubridad de 1887, el Decreto de Sanidad Marítima de 1887, el Reglamento para Conventillos y Habitaciones de Obreros de 1888, la Ordenanza para Expendio de Artículos Alimenticios de 1889, el Servicio Sanitario del Ejército y Armada de 1889 y la Ordenanza General de Policía Para los Expendios de Bebidas Fermentadas y Destiladas de 1892.
  12. A.H.C. Nota del Supremo Gobierno a la Intendencia de Concepción. fs 59, mayo de 1892, vol. 20.
  13. Ídem.
  14. Ídem.
  15. Ídem.
  16. A.H.C. Informe de la Sociedad Médica de Concepción a la Municipalidad de Concepción, fs 224, mayo de 1892, vol. 20.
  17. Ídem.
  18. Ídem.
  19. Ídem.
  20. Ídem.
  21. Se realizaron continuas visitas de inspección al interior de las casas y se prohibió incluso velar a los muertos.
  22. A.H.C Carta de Francisca Mella a la I.M.C, 9 de octubre de 1890, fs 108, vol.015.
  23. A.H.C. Solicitud de José Manuel Ulloa a la I.M.C, 16 de agosto de 1895, fs 261 vol. 029.
  24. Ídem.
  25. A.H.C. Carta de Francisco Vergara y Dorotea Aedo. Fs 2, 26 de diciembre de 1899. Vol. 69.
  26. A.H.C. Nota de la Policía de Aseo. a la Dirección de Obras Municipales, fs 143, 22 de diciembre de 1895, vol. 49.
  27. A.H.C. Nota de la Dirección de Obras Municipales a la I.M.C. fs 143 vta. 22 de diciembre de 1895, vol. 49.
  28. A.H.C. Carta de Adolfo Stegmann a la I.M.C., fs 111, 10 de noviembre de 1900, vol.068.
  29. Ídem.
  30. Ídem.
  31. A.H.C. Solicitud de Pablo Hemmingsen a la I.M.C. fs 73, 20 de mayo de 1903, vol. 98.
  32. A.H.C. Solicitud de Juan de Dios Ibieta a la I.M.C. fs 144, de abril de 1902, vol. 98, vol. 88.
  33. Ídem.
  34. Ídem.
  35. Ídem.
  36. A.H.C. Registro de Casas con Agua Potable, fs 121, abril de 1902, vol 88.