La posesa imagen actual del mapuche
La abrumadora cobertura periodística que en la actualidad tienen las comunidades indígenas de la Araucanía, se debe principalmente a los diversos atentados perpetrados por algunos de sus integrantes contra la propiedad pública y privada, generando profundo dolor y justificada indignación en el país. Como resultado de aquello, los mapuche nuevamente han sido calificados de las más diversas maneras, acentuándose en la opinión pública, la percepción negativa de ellos que se ha fustigado durante años.
Para nadie es un misterio las dificultades por las cuales continúan atravesando las relaciones de este pueblo aborigen con el Estado chileno. En medio de apasionados debates por la reivindicación de sus territorios ancestrales, algunos sectores de la ciudadanía persistentemente incentivan una estampa violenta y despiadada en esta cultura originaria. En este sentido, las consideraciones de “salvajes” y “bárbaros” otorgadas en el pasado, permanecen en la actualidad con el calificativo de “terroristas”, atribuido gratuitamente y sin ninguna correspondencia con el significado real del concepto, salvo las acciones violentas a rostro cubierto, perpetradas por grupos que pertenecen a parte de las comunidades, pero que no representan a su comunidad en particular, y mucho menos a la totalidad de los mapuche.
En la difusión de esta percepción los diversos medios de comunicación tienen una cuota de responsabilidad importante, pues emiten comentarios basados en la coyuntura sin mayor conocimiento histórico. No abordan la complejidad de su organización social y política, la importancia de su cosmogonía en el funcionamiento cotidiano de la sociedad, el surgimiento de sus jefes, basado en las distintas cualidades individuales que obtenían por la influencia de sus espíritus tutelares, la relación que existía entre la riqueza material y la generosidad con sus familiares, todas latamente descritas en la documentación colonial y tratadas ampliamente por diversos especialistas.
Los escasos programas culturales que emiten algunos canales de la televisión abierta, permiten conocer deslavadamente ciertos aspectos de esta cultura. Organización social, creencias, tradiciones y costumbres son mostradas al país sin mayores indagaciones, en un espacio de programación reducido que solo busca cumplir con las exigencias que obliga la ley, pauteados por las líneas editoriales que los patrocinadores establecen.
Esto también se puede apreciar en los espacios de investigación periodística, introducidos como parte de los noticieros. En ellos, entrevistan a personajes que poco o nada saben de los problemas de fondo que aquejan a los mapuche, en desmedro de quienes poseen amplios conocimientos al respecto. Algunos sociólogos y antropólogos, carentes de formación histórica y con precarios conocimientos sobre estos temas, intentan analizar en pantalla la realidad de los nativos de la Araucanía de los siglos XIX y XX, replicando sus entusiastas ensayos publicados en libros o revistas especializadas, donde forzadamente y sin ninguna metodología, extrapolan los procesos históricos de dichas centurias a lo ocurrido en los tres siglos precedentes.
La desidia de la clase política es otro factor que ha contribuido a la animadversión que tienen algunos sectores de la ciudadanía hacia la sociedad mapuche, pese a que, en cada periodo electoral, los candidatos de todos los colores sacan a relucir sus mejores discursos de apoyo reivindicativo para solucionar el conflicto, comprometiendo un trato justo que nunca materializan. Ciertamente ninguno de ellos posee conocimientos históricos, solo apreciaciones triviales que usualmente exageran y las cuales se basan en sentimientos que emergen por alguna injusticia o abuso, utilizándolo en su propio beneficio. Cual caballito de batalla, continúan prometiendo cambios sustantivos desde lontananza.
Esta actitud no se condice con la disposición declarada, y lo que es peor, difícilmente la apoltronada ignorancia permitirá a los políticos desarrollar diálogos enriquecedores y fructíferos, quedando en la opinión pública, la impresión que no hicieron esfuerzos reales por comprender a los mapuche, colocándose en entredicho su proclamada voluntad de encontrar solución a este conflicto.
Pero la ignorancia no solo afecta a los grupos políticos. Los estudiantes de Enseñanza Media, y en general la juventud, también están siendo conducidos por esa senda con los nuevos cambios curriculares.
La obsesión de los últimos gobiernos por reformar la educación ha transformado en un verdadero laboratorio el conocimiento disciplinar. Asesores especializados en otras áreas del conocimiento, irrumpen con total desparpajo en las áreas temáticas que son vitales para la conservación de la memoria del país y la valorización de su pasado prehispánico.
Experimentando a través del ensayo y error, los contenidos de la asignatura han sido quitados o agregados a discreción, como se puede apreciar en la prescindencia que hicieron de los contenidos de los pueblos originarios como unidad de aprendizaje, al incorporarlos dentro de las temáticas coloniales.
Difícilmente los estudiantes de Enseñanza Media comprenderán el sincretismo cultural que se generó entre indígenas y españoles durante el periodo colonial, si desconocen el desarrollo de las culturas precolombinas. Tampoco podrán comprender y valorar el aporte de la población indígena a la identidad nacional, pues ignorarán las características culturales de los aborígenes. Menos aún, podrán desarrollar una actitud inclusiva y tolerante hacia estos pueblos.
Con todo, el pensamiento crítico y reflexivo sobre los pueblos originarios ha sido sesgado, ya que, al eliminarla como unidad de estudio independiente dentro del currículum, impedirá que los jóvenes comprendan desde una perspectiva distinta a la de occidente, el pasado de quienes se encontraban en estos territorios antes de la llegada de los europeos.
Desarrollo
El imaginario mapuche desde la Etnohistoria, la Antropología y la Historia
En la vereda totalmente opuesta están los estudios realizados por historiadores, etnohistoriadores, antropólogos y arqueólogos. Con evidentes discrepancias, los iniciales estudios desde el siglo XX en adelante, han realizado aportes encomiables al conocimiento de este pueblo originario.
Lamentablemente, ciertas publicaciones pretenden infructuosamente adentrarse en estos temas, falsificando el pasado. Para alcanzar su propósito, algunos aficionados a la historia se apoyan en ideologías para elaborar aparatosos análisis que fracasan al no entregar resultados convincentes. Empeora esta situación, el desconocimiento del método histórico y la negación del aporte realizado por las Ciencias Sociales en la centuria anterior.
Utilizando términos que aparecen fugazmente en uno que otro documento, y basándose en teorías novedosas que suelen ser llamativas, ensamblan un confuso andamiaje discursivo, cuyos resultados, además de inconsistentes, distan sustancialmente de la realidad. Ejemplo de esto, ha sido el uso obsesivo que han dado al término reche con la finalidad de reemplazar los gentilicios araucano y mapuche.
A juicio de estos vehementes ensayistas, este término sería el originario para referirse a quienes habitaban en la Araucanía antes de la llegada de los europeos y durante los primeros años de la conquista (Boccara, 2001). Con desprolijidad evidente y falta de rigor en la revisión bibliográfica, han propuesto este tema como novedoso e idóneo, ignorando que tempranamente Mariano Campos Menchaca analizó la etimología del término reche, sugiriendo que podría entenderse como “el que es verdaderamente persona” (Campos, 1972, pág. 553).
El método histórico indica que un documento no constituye suficiente prueba, y por lo tanto, se deben encontrar otros testimonios. Ciñéndonos a dicha obligatoriedad con el ejemplo mencionado, identificamos que solo Luis de Valdivia señala que reche significa “indio de Chile” (Valdivia, 1887), y ninguna otra fuente documental contiene el etnónimo, incluyendo las cartas del jesuita. Por consiguiente, se deben buscar nuevos testimonios que respalden esa antojadiza propuesta que por el momento es solamente una quimera.
Pero estas ficciones de la realidad indígena tienen una explicación. Forman parte de las interpretaciones poscoloniales, las cuales sugieren que los procesos desarrollados en el período colonial están vinculados a la relación de fuerzas entre dominador y dominado.
En este sentido, desde la dialéctica, distinguimos en sus seguidores un interés por reprochar a las humanidades su colaboración en la consolidación del dominio colonial, y el carácter narcisista que ha predominado en las representaciones que los europeos han realizado sobre el “otro”.
Para algunos etnohistoriadores e historiadores dedicados a los estudios de los pueblos originarios y a la relación que tuvieron con los hispánicos, esta propuesta es excesivamente ideológica y alejada del método histórico, pues solo permite debates teóricos acomodaticios acerca de un problema de estudio que debe abordarse con mayor seriedad y esmero. Es indispensable detenerse a identificar los cambios que se generaron en la estructura sociopolítica mapuche desde el siglo XVI en adelante para comprender cómo funcionaba su organización social.
Hace más de dos décadas que los estudios latinoamericanos han venido debatiendo con los poscoloniales la utilización de su “método”, cuestionando su aplicabilidad desde la heurística, y advirtiendo que este paradigma es inapropiado para estudiar los siglos XVI y XVII en Hispanoamérica, pues las realidades históricas fueron diferentes a las que surgieron en el siglo XVIII (Adorno, 1993).
Concordando con estas apreciaciones, resulta incoherente aplicarlas para dichos periodos, porque la poscolonialidad es una construcción que se ajusta al contexto mercantil de las herencias coloniales británicas que se desarrollaron entre los siglos XVIII y XIX, y por lo tanto en nada se relaciona con las colonias españolas antes del ascenso de los borbones.
Además, interpretar el pasado colonial americano desde esta perspectiva constituye una proyección cuestionable y arbitraria, pues solamente aporta al conocimiento de la historia de los europeos en América durante los siglos XVI y XVII, y su relación con los indígenas, pero en ningún caso permite comprender a los aborígenes y su cultura.
Solo se fortalece la interpretación del proceso aculturativo de la conquista desde las sensibilidades de los abusos y atropellos cometidos por los conquistadores, difuminando la realidad.
Entre las ciencias sociales, la etnohistoria y la antropología han demostrado los estragos que provocó la conquista europea en la cultura nativa americana, utilizándose como uno de los argumentos fundamentales en la demanda de sus reivindicaciones culturales y territoriales. Sin embargo, para cumplir con este cometido, no se puede estar subordinado a ideologías de ningún tipo, como tampoco, se tiene que reconstruir el pasado bajo esas influencias, pues implica tergiversarlo, constituyendo una falta de ética y un despropósito.
Como señaláramos, uno de los frecuentes errores de los poscoloniales ha sido su marcada tendencia a dilucidar el pasado desconociendo – y en algunos casos rechazando –, el aporte sustantivo realizado durante el siglo XX por las Ciencias Sociales.
Descalificadas y criticadas con encono han sido soslayadas, salvo para sustentar sus fútiles ensayos. Por esta razón, consideramos fundamental recordar algunos de esos aportes, al menos sucintamente.
Las prospecciones arqueológicas realizadas en la Araucanía durante la década de los años sesenta, concluyeron que los complejos Pitrén y El Vergel fueron los asentamientos humanos más temprano en dicha zona (Menghin, 1962).
Posteriormente, los sucesivos estudios realizados a partir de 1980, reafirmaron dicha conclusión, razón por la cual, ambos complejos continúan considerándose como las primeras ocupaciones agroalfarera del sur de Chile (Aldunate, 1989; Dillehay, 1990).
Los habitantes de Pitrén se localizaron entre los ríos Biobío y la ribera norte del lago Llanquihue, abarcando principalmente los sectores precordilleranos andinos1.
Sus registros más tempranos se encuentran en el valle de Cautín con una datación aproximada al año 660 d.C. Junto a los restos vegetales encontrados había una importante industria lítica representada por puntas de proyectil de diversas formas, probando que la caza y la recolección cumplían un papel fundamental en el sustento alimenticio de estos grupos (Mera y Munita, 2006; Sánchez y Quiroz, 1997; Ocampo et. al, 2004; Quiroz y Sánchez, 2005).
El segundo complejo funerario, El Vergel, se desarrolló a partir del 1.100 d.C. entre los ríos Biobío y Toltén, en el área de la Depresión Intermedia y algunos sectores costeros. Los cementerios de este complejo cultural, ya sean urnas, cestas u otras modalidades funerarias, son siempre pequeños y asociados en tres o cuatro tumbas.
Su ubicación en la costa, y en especial en el valle central – denominado sector septentrional –, sugiere el establecimiento de núcleos familiares que, aprovechando las condiciones climáticas favorables producidas por la presencia de la cordillera de Nahuelbuta, se asentaban en el valle desarrollando algunas actividades agrícolas, tales como el cultivo de papas, maíz, quizás porotos y quinoa.
Los sitios, siempre cercanos a los ríos, muestran el aprovechamiento humano de los cursos fluviales para algún tipo de regadío o plantaciones de riberas húmedas durante el período estival. La recolección terrestre y marina, en conjunto con la caza, debieron tener un papel dominante en la economía. Además, es probable que la domesticación de algunos animales, como el chiliweke, estuviera consolidada2.
Contribuyeron también a conocer este pasado los prolijos trabajos antropológicos e históricos. Las investigaciones realizadas a principios del siglo XX por Ricardo Latcham y Tomás Guevara demostraron la composición de la estructura social de los nativos de la Araucanía y su funcionamiento (Latcham, 1924; Guevara, 1929). La presencia de jefes, lazos familiares y el establecimiento de vínculos momentáneos con quienes no eran sus parientes, son algunos ejemplos de sus aportes, los cuales fueron mejorados posteriormente por diversos especialistas desde 1970 en adelante.
Por otra parte, en esos primeros estudios se agruparon a los pueblos originarios de acuerdo a sus similitudes culturales, denominándolos como picunches (gente del norte), araucanos (entre los ríos Itata y Toltén), huilliches (gente del sur) y pehuenches (gente del pehuén que habitaba la cordillera), por nombrar algunos (Latcham, 1924). Respecto a los araucanos – término que asociamos con el gentilicio mapuche –, coinciden en que abarcaron la extensa área geográfica señalada y se organizaron como una sociedad “tribal”, a la que nosotros preferimos denominar segmentada, entendiendo por tal, aquella que estaba dividida en partes independientes.
Consecuentes con dicha adscripción y atendiendo a que socialmente se organizaban en linajes o reguas, utilizaremos indistintamente ambos términos para referirnos a los grupos de parentesco y territorial en que se encontraban divididos o segmentados3.
Los linajes mapuche eran autárquicos en los aspectos sociales, políticos, económicos y guerreros, razón por la cual se unían excepcionalmente con otras agrupaciones y de manera momentánea.
Cada regua tenía un jefe civil o Lonco al cual solo obedecían quienes habitaban su territorio, es decir sus parientes. Sobre él recaía la responsabilidad de hacer cumplir las decisiones del linaje, velar por su bienestar y también zanjar los desacuerdos existentes entre los integrantes de su grupo.
Cuando uno de los segmentos decidía hacer la guerra, convocaba a los demás loncos para elegir o nombrar a un Toqui, quien reemplazaba en el liderazgo a los Loncos mientras duraba el conflicto, debiendo obedecerle todos los integrantes de los linajes que acordaron unirse con dicho propósito4.
El padre Juan Falcón, cautivo quince años entre los indígenas, fue uno de los primeros sacerdotes en señalar que los Toquis constituían una sola autoridad en relación a las agrupaciones que lideraban. Este liderazgo se debía generalmente a las cualidades que poseían, pues eran diestros y valerosos guerreros5.
Para la zona comprendida entre los ríos Biobío y Toltén, existe consenso entre los investigadores en que la estructura social de los mapuche se basó en los vínculos de parentesco establecidos entre las familias nucleares, constituidas por padres e hijos, y desde ahí a los demás familiares consanguíneos, incluidos los descendientes por línea paterna.
En este sentido, las relaciones sociales y territoriales de las reguas se sustentaron en los vínculos de parentesco, otorgando cada una de ellas pertenencia común a quienes nacieron en el territorio del linaje, diferenciándolos de aquellos que lo hicieron en otro lugar; los potenciales enemigos.
Las descripciones de los primeros cronistas del siglo XVI son pruebas de esto. En ellas apreciamos que la unidad social básica fue denominada por los españoles como lebo o parcialidad, reemplazándose dicho término en la centuria siguiente por rehue o regua. Gerónimo de Bibar (1979) menciona la presencia de los lebos entre los ríos Itata y Toltén, destacando estos lugares como muy poblados y de gente muy belicosa. Por su parte, Pedro Mariño de Lobera (1960) describe que eran pueblos ordenados carentes de distinción entre ellos, salvo en sus parcialidades dispuestas en el llano, llamándole la atención la gran cantidad de población al llegar a Arauco y encontrar en el “pueblo” de Labapie la presencia de parcialidades con sus respectivos caciques, corroborando la descripción del lebo hecha anticipadamente por Bibar.
En situaciones de conflicto los lebos tendían a actuar como un todo, para lo cual se unían temporalmente dando origen a la ayllaregua.
El registro más temprano sobre la ayllaregua lo encontramos en la declaración que realizaron al Gobernador Oñez de Loyola dos mulatos que vivieron entre los indios. Señalan que Colocolo era el indio más belicoso y valiente de la “illaregua” de Purén, Tucapel y Catiray (Medina, 1960)6. Posteriormente, Miguel de Olaverría identificó que las reguas de Arauco, Purén y Tucapel, se agrupaban con la finalidad de atacar a los españoles en número variable, refiriendo que a las uniones de nueve parcialidades los nativos las denominaban “allareguas” (1594. Gay 1852, p.21).
La existencia de estos vínculos se explica, porque en caso de ofensas, todos los parientes estaban obligados a defender al agraviado y respaldar sus peticiones de compensación al daño recibido, o bien, a participar en la lucha de resarcimiento.
Para los mapuche, el denuesto a uno de sus miembros era considerado como un insulto a todos, lo cual, ante la ausencia de un jefe que hiciera justicia, originaba la venganza que ocasionalmente podía evitarse con compensaciones.
El ejercicio de la fuerza era una práctica frecuente entre estos nativos, debido a que las reglas que encauzaron las relaciones entre los linajes no evitaban el enfrentamiento. Mariño de Lobera (1960) relata que, en el año 1558, estalló un conflicto entre dos caciques en las cercanías de Arauco, debido a que uno de ellos le robó una mujer al otro, desencadenando una acometida entre sus familiares, quienes actuaron de acuerdo al principio de solidaridad corporativa.
Así, el comportamiento segmentario definió la configuración de las relaciones entre los linajes mapuche, teniendo un papel fundamental el volumen demográfico, la fuerza impositiva que proyectaban las reguas más poderosas hacia las otras y, por cierto, los temores y revanchas.
Por otra parte, las uniones de las reguas también respondieron a las necesidades de contrarrestar las aflicciones, demandando excepcionalmente el apoyo de otras agrupaciones, como fue el caso de la defensa común del territorio. Se explica de esta manera la imagen de un “todo” social que la acción conjunta de los linajes mapuche proyectó en los españoles.
Como resultado de las asociaciones entre reguas enemigas se ha propuesto, en términos de parentesco, que en los aborígenes de la Araucanía existió tanto una formación de clanes como de linajes, implicando para los primeros el reconocimiento de una relación de parentesco cultural, y en el segundo, la presencia de un parentesco a partir de lazos consanguíneos (Casanova, 1985).
Desde nuestra perspectiva, los clanes parecen haber sido propios de la región comprendida entre los ríos Itata y Toltén.
En síntesis, en las sociedades segmentadas, como la mapuche, existía una compleja red de relaciones posibles de explicar – algunas veces –, a partir del prestigio, el poder y el liderazgo que tenían Loncos y Toquis. Cada Lonco tenía autoridad únicamente entre sus parientes, quienes obedecían sus órdenes en tiempos de paz. En caso de guerra, debían seguir al Toqui, cuyo poder y autoridad prevalecía hasta que el conflicto armado finalizara.
Como cada linaje era autónomo, creaba nexos de ayuda y reciprocidades principalmente con sus parientes, evitando vincularse con grupos distintos a sus congéneres para resguardar su autonomía. Sin embargo, cuando se presentaba una amenaza común, algunas se unían extraordinariamente en ayllareguas para aunar fuerzas y enfrentar de manera conjunta al enemigo.
Independiente de cualquiera de las dos situaciones, es importante tener presente que ninguna estaba obligada a participar de la ayllaregua. Pero al hacerlo, debía permanecer en ella mientras se mantuviera la guerra.
Sin perjuicio de lo anterior, aquellas reguas que no coincidían en el mismo propósito, quedaban al margen, teniendo la libertad para conformar otra asociación. Por esta razón, la presencia en los documentos de expresiones referidas a “juntas” y ayllareguas, dejan entrever que el número de guerreros y la extensión territorial era variable, pues en definitiva su configuración dependía de los grupos que acudían al llamamiento.
En consecuencia, entre las reguas que se unían como las que se restaban, se generaba una división en el territorio que era denominado por los nativos como butalmapus7.
Develando falsificaciones y controversias
Las interpretaciones históricas realizadas sobre los mapuche, frecuentemente han generado diversas polémicas. A partir de ellas se ha construido una imagen social poco precisa, prejuiciosa de su historia, que es pertinente revisar a la luz de la documentación disponible.
Uno de los debates más conocidos dice relación con su nombre. Las discusiones acerca del gentilicio mapuche o araucano para referirse a los aborígenes de la Araucanía, son de amplia data y continúan generando controversias entre los especialistas.
El disentimiento sobre el primer término reside en que habría surgido con motivo de la rememoración del quinto centenario del descubrimiento de América. Al amparo de los emergentes movimientos indigenistas de los años noventa, los impulsores de la llamada “causa mapuche” comenzaron a denunciar los abusos, atropellos y discriminaciones padecidas por estos aborígenes desde la llegada de los europeos, reivindicando el derecho ancestral que les asistiría sobre sus territorios usurpados y la preservación de su cultura.
Pero más allá de esta querella y de lo justa que puede ser, dicho vocablo no es utilizado en las fuentes documentales de los siglos XVI y XVII, apreciando que fueron los investigadores del siglo XX quienes comenzaron a emplearlo. Principalmente Ricardo Latcham, posiblemente a partir de la documentación de a mediados del siglo XVIII, periodo en el que comenzó a registrarse el término.
La ausencia de evidencias para los primeros años de la conquista y la centuria posterior, han llevado a que algunos historiadores no utilicen este término, prefiriendo la palabra araucano que, por cierto, tampoco está exenta de disputa.
Se atribuye su origen generalmente al poema épico La Araucana (1590) escrito por Alonso de Ercilla, pues en su relato de la guerra contra los indígenas de Arauco, emplea dicho gentilicio. La resistencia a la dominación se destacó en su obra y fue motivo de admiración, generándose la imagen de un pueblo belicoso y feroz. Sin perjuicio de lo anterior, la administración colonial de fines del siglo XVI utilizó tempranamente la palabra araucano, como se demuestra en la referida carta de Miguel de Olaverría escrita en 1594 (Gay, 1852).
Uno de los estudios más rigurosos al respecto fue el realizado por Mario Orellana (2001). En su investigación, sostiene que esta expresión debió desprenderse del vocablo nativo Rauco, conocido por los primeros informantes y entendido por ellos como una extensa área geográfica que comenzaba en el “valle de la Posesión, que en lengua de indios se llama Copiapó, con el valle de Coquimbo, Chile, y Mapocho y provincia de Poromacaes, Rauco y Quiriquiro…” (Acta del Cabildo de Santiago. Citado por Orellana, 2001, pág. 19). A partir de este testimonio, coincidimos con Orellana en la posibilidad de que los españoles conocieran el término a través de los nativos de la zona central de Chile.
Sin embargo, las primeras informaciones relatadas por los cronistas y otros informantes del siglo XVI, demuestran que estas agrupaciones se identificaban y nombraban a sí mismos de acuerdo a los lugares que habitaban.
A partir del año 1545, los españoles comenzaron a dejar testimonios al respecto, siendo Gerónimo de Bibar el primero de ellos (Orellana, 2005). El burgalés cronista, al comentar el viaje de exploración terrestre hacia el estrecho de Magallanes, encabezada por Gerónimo de Alderete, señala haber atravesado por la provincia de los Cauquenes y contactado a los indios del Maule (Bibar, 1979). En el siglo XVII, el padre Luis de Valdivia, y otros peninsulares, continuaron mencionando a los diversos conglomerados que habitaban entre los ríos Itata y Toltén; especialmente al momento de reunirse con los hispánicos para aceptar la paz, previo a los parlamentos oficiales iniciados el año 1605.
La información relacionada con este pueblo aborigen desde la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII resalta, entre otros aspectos, la beligerancia, el consumo de alcohol y la antropofagia.
La guerra con sus penurias y atrocidades, relatadas por los cronistas ampliamente, han dado impulso a la imaginación al momento de interpretar el pasado. La muerte de Pedro de Valdivia y el consiguiente incendio de las ciudades fundadas al sur del río Biobío, constituyeron solo algunos pasajes de la historia que los españoles construyeron de los araucanos.
A esos registros se suman los poemas épicos, agregándose a la mencionada obra de Ercilla, Arauco Domado de Pedro de Oña, consolidándose la imagen guerrera, sangrienta y salvaje con la que se ha caracterizado a los nativos de la Araucanía.
Pero la antropología demostró hace más de cuarenta años que no existen sociedades más violentas que otras, pues cada una responde de acuerdo a las circunstanciales amenazas que debe enfrentar. La violencia es una respuesta natural del hombre cuando está en riesgo su supervivencia, y la conquista española precisamente no fue la excepción.
Algunos intelectuales occidentales, principalmente filósofos, desde el siglo XVII en adelante se han referido a la violencia. Thomas Hobbes (1994) señala que la agresividad es inherente a la naturaleza humana. A ella el ser humano busca dimitir para aceptar la vida social, enfrentando un conflicto permanente, pues este impulso prístino, emerge ante la más mínima percepción de amenaza. Consecuencia de esta tensión es el temor, a partir del cual surge la necesidad de controlar a la sociedad, si consideramos los análisis posmodernos. Agresividad e intimidación componen una dualidad en los individuos y la sociedad. Por lo tanto, mientras la agresión conduce a la guerra, el temor se ampara en la paz (Foucault, 2005).
En este sentido, la sociedad civil es parte de esta dualidad. El Estado, con su poder soberano, se impone a través de la fuerza ejerciendo el temor, obteniendo como resultado la paz. Siguiendo esta lógica solo un temor más fuerte vence a otro, justificándose así el surgimiento de las tiranías que ocultan en lo abstracto las desconfianzas.
Esta reflexión lleva a que pensemos, que de esta manera Occidente ha encontrado una respuesta a su propia existencia a través de la Historia, donde el mal menor ha sido vivir en una violencia organizada.
Pero más allá del debate que pueda generar dicho análisis, coincidamos al menos en que la “civilización” occidental a través de la historia, no ha conquistado al mundo por su ideología, valores, creencias o costumbres, sino, por su admirable capacidad para hacer la guerra, situación frecuentemente rehuida.
No se puede desconocer que las concepciones occidentales han impedido una aproximación objetiva hacia las sociedades no estatales o segmentadas como la mapuche. Las interpretaciones occidentales realizadas a los sistemas sociales, políticos, económicos y religiosos de estos grupos se han enmarcado en un razonamiento evolutivo etnocéntrico, del cual surgieron los conceptos de “cultura” y “civilización”, para diferenciar los sistemas más simples de aquellos más complejos. Como resultado de esta clasificación, los primeros fueron tratados desdeñosamente por considerarlos inferiores. Precisamente, fue este supuesto el que sustentó la idea de que las sociedades segmentadas vivían en la beligerancia; beligerancia que habría sido responsable del limitado desarrollo cultural que alcanzaron.
Pero la realidad es otra. Los estudios realizados desde principios del siglo XX en África, Asía, Oceanía, Norteamérica y América del Sur, demostraron que las sociedades segmentadas se protegen empleando la fuerza y defienden del mismo modo su territorio, pues entrega bienestar e identidad al grupo y los diferencia de otras agrupaciones.
La guerra en este tipo de sociedades siempre es una posibilidad cierta, ya que buscan distinguirse de las otras comunidades. Por ello, al menor incidente, como la irrupción no autorizada a su territorio o alguna agresión a un familiar, puede generar un conflicto que desencadene la guerra.
La beligerancia, entonces, es parte de su naturaleza social a través de la cual mantienen su autonomía. Es la base de la disgregación que a su vez resguarda la identidad y el sistema sociocultural que tiene cada agrupación. Por otra parte, – como indicáramos anteriormente –, en este tipo de sociedades se forman relaciones de reciprocidad entre parientes, negando así toda semejanza con aquellos pertenecientes a otros grupos.
Pero cuando el enemigo cuenta con una mayor cantidad de guerreros, se deben establecer pasajeros acuerdos para contrarrestar las fuerzas de los adversarios más poderosos, momento en el cual se busca excepcionalmente apoyo entre quienes no son sus familiares. Esencialmente, por no mantener uniones permanentes o alianzas, como se diría en el lenguaje occidental, conservan la autarquía que los caracteriza.
Para establecer ese transitorio vínculo, realizan invitaciones a festejos, ofrecen alimentos y algunos bienes si es necesario, creando obligaciones reciprocitarias. Sin embargo, en las relaciones entre los linajes siempre predominan los intereses de cada grupo, en conjunto con los compromisos de amistad o antagonismos que subsisten con otras agrupaciones familiares.
Con todo, los enfrentamientos en este tipo de sociedad forman parte de la vida social, debido a que cada una de ellas es una unidad política que toma por sí misma sus propias decisiones. No reconocen autoridad ni gobierno, solo tienen jefes para ejecutar las resoluciones de sus parientes, lo cual impide considerarlos como una autoridad en términos europeos.
El consumo de alcohol en la sociedad mapuche también ha formado parte del debate. Con un asombro inquisidor los diferentes testimonios coloniales condenan su uso desmedido. Cuales demonios idolatrados causantes de los males que padecían, se ha juzgado su ingesta como uno de los peores vicios de esta sociedad por impedirles trabajar, propiciarles el desorden y la falta de disciplina.
Curiosamente frente al consumo de alcohol de los peninsulares en los siglos XVI y XVIII no se hizo tanto alboroto, pese a que bajo sus influencias mataron indígenas, violaron a sus mujeres, ultimaron niños y torturaron a todo aquel que pudiese entregar información relevante que ayudara a someterlos.
Aunque se pudiera pensar lo contrario, dichas aberraciones fueron reprochadas por la corona, y prueba de ello fueron las diversas Cédulas Reales que se emitieron desde mediados del siglo XVI en adelante, ordenando a los encomenderos el cuidado y protección de los indígenas.
Los españoles formaban parte de la sociedad occidental, y como tales integraban el selecto grupo heredero del legado cultural de Grecia y Roma. Entre sus numerosas virtudes y defectos, no se podría desconocer el consumo alcohol con motivo de sus festividades religiosas, mucho menos condenar sus excesos, pese al negativo impacto que ello provocó en la sociedad. Por el contrario, formaron parte del paisaje. Eran todos iguales y sabían lo que hacían. Ejemplo de ello, fueron las célebres fiestas dionisíacas en Grecia, caracterizadas por el abundante consumo de vino y desenfrenados comportamientos sociales, los cuales continuaron realizándose en Roma bajo el nombre de bacanales.
Pero los indígenas no fueron considerados como iguales por los españoles en todos los aspectos, pues debían ser llevados de la mano en su desarrollo cultural, como un padre lleva a su hijo. A fin de cuentas, había que civilizarlos.
Pero más allá de la desafección eurocéntrica, los primeros cronistas señalan que los aborígenes de la Araucanía consumían alcohol en momentos específicos, como fueron las reuniones para hacer la guerra o al invocar a sus espíritus tutelares, entre otras situaciones.
En el siglo XVII, debido a la liberación de algunos españoles cautivos por los indígenas y a la llegada de los jesuitas, se conocieron amplios detalles del consumo de alcohol que tenían los nativos8. Los diferentes testimonios señalan que su ingesta se realizaba en las actividades rituales, dejando entrever que su uso era ocasional y estaba regulado. Aunque su consumo era esporádico, no por ello debió ser menos intenso. Especialmente cuando la principal bebida que consumían era la chicha de maíz, cuya graduación alcohólica era baja y su preservación duraba poco tiempo.
Por estas razones, referirse a los mapuche del siglo XVI como alcohólicos es un oprobio y una exageración, particularmente cuando su consumo masivo se apartó de la exclusividad de sus ceremonias rituales en el siglo XVII con la introducción del vino y el aguardiente por parte de los soldados españoles.
Se debe recordar que los ibéricos indujeron su consumo al utilizarlo como medio de persuasión para alcanzar la paz, conocer los lugares que habitaban, intercambiarlo por información o bien para comerciar.
Agobiados por el desarraigo, los malos tratos, la usurpación de sus territorios, la ausencia de sus grupos familiares y la desesperanza, la ingesta de alcohol se transformó en el aciago refugio de algunos nativos y mestizos que, merodeando sin rumbo, proyectaron una imagen decadente para fines de la centuria que estudiamos y el siglo siguiente. No se puede desconocer esta realidad, pues el drama que implicó, guste o no, formó parte de la colonización.
El mal llamado canibalismo es otro aspecto integrante en la construcción del imaginario mapuche que ha sido señalado en el debate.
La palabra caníbal es una deformación del término caribes utilizada por Cristóbal Colón, para referirse a los grupos canoeros descubiertos por él en las inmediaciones de lo que hoy es el mar Caribe en 1492, y los cuales se caracterizaban por consumir carne humana.
Aunque estos expedicionarios nunca presenciaron dicha práctica, el canibalismo se utilizó como sinónimo de antropofagia; expresión apropiada para definir a quienes tenían esta costumbre (Silva, 1990).
No debe sorprendernos la tendencia de los europeos del siglo XV a describir conductas y comportamientos desconocidos. Su imaginación se liberaba con lo que observaban en los viajes de descubrimientos, exagerando la realidad. Uno de los primeros registros acerca de la antropofagia en América del Sur fue escrito por Américo Vespucio con motivo de su tercer viaje en 1505. En dicha oportunidad algunos nativos capturaron a los exploradores que ingresaron a sus territorios, destrozándoles sus cuerpos para asar algunas de sus extremidades y comérselas.
Al igual que los descubridores del Nuevo Mundo, los nacientes estudios realizados a estas sociedades durante el siglo XIX no identificaron que la antropofagia estaba vinculada a una creencia animista con su correspondiente acción ritual.
En el caso de los indios de Arauco, los relatos de ingesta de carne humana comienzan a registrase con la muerte de Pedro de Valdivia. La suerte corrida por el malogrado gobernador, fueron relatadas por Mariño de Lobera y Góngora Marmolejo9, destacando el primero, que dicha práctica formó parte del hábito alimenticio de aquellos nativos, debido a la hambruna que asoló a la Imperial en 1554 (Mariño de Lobera, 1960), y la cual fue señalada por Gerónimo de Bibar anticipadamente.
A pesar de la desconfianza que generan estas descripciones porque ninguno de ellos fue testigo ocular – especialmente Mariño de Lobera cuya obra fue escrita por el jesuita Bartolomé Escobar –, no podemos desconocer su presencia.
El testimonio de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, quien observó la muerte e ingesta de partes del cuerpo de su compañero de armas, cuando cayeron cautivos en la batalla de las Cangrejeras en 1629, prueba la existencia de la antropofagia. Posteriormente, Diego de Rosales explica con mayor detalle la ejecución de esta práctica, a partir de la información que terceros le entregaron.
A diferencia de las altas culturas americanas, la imagen “salvaje” y “bárbara” de los indígenas de la Araucanía, estaba asentada sin que la mayoría de quienes dieron cuenta de la antropofagia la hubiesen visto con sus propios ojos y sobrevivieran para contarla, como fue el caso de Pineda y Bascuñán.
Para comprender adecuadamente esta realidad es necesario recurrir a la antropología, disciplina que ha demostrado ampliamente que la especie humana no se alimenta de otros hombres, salvo en situaciones extremas, por supervivencia, al permanecer sin alimentos largos periodos de tiempo (Arens, 1981; Harris, 1981; Moros, 2008). Considerando estos estudios, apreciamos que no todos los relatos señalados responden a esa situación, ya que algunos de ellos están circunscritos a un contexto ritual, propio de las creencias que tenían los mapuche.
El animismo implicaba la realización de ritos que conectaran al mundo de los humanos con el de los espíritus, donde más que una ofrenda se buscaba obtener el beneficio de ellos. El pensamiento animista tiene la creencia de que las habilidades de una persona son producto de un espíritu o ánima que reside en algún órgano de su cuerpo, explicándose así la admiración que tenían los indígenas hacia ciertos españoles durante los siglos XVI y XVII.
En concordancia con ello, la ingesta del corazón del enemigo era importante para los mapuche, pues en dicho órgano se encontraba el espíritu que daba a los hispánicos la valentía para enfrentarlos y sus destrezas para usar las armas. Por lo tanto, era fundamental ingerirlo si se quería lograr la victoria en la guerra.
Comentarios finales
Se ha colocado en evidencia que la inopia de los medios de comunicación ha tenido un papel fundamental en la construcción del imaginario de los indígenas de la Araucanía. La sociedad tiene asentada la idea de un pueblo salvaje, beligerante y sangriento, atribuyendo dichas características a la necesidad de alcanzar reivindicaciones ancestrales, ignorando el proceso histórico que existe detrás. Para mal de males, algunos ensayistas extrapolan muchas veces ciertos aspectos de la sociedad mapuche que eran parte de la realidad del periodo colonial hacia la actualidad, utilizándolas desmañadamente con fines personales, tergiversando su esencia misma y significado cultural.
Se incrementa esta animadversión al calificarlos como borrachos, flojos y caníbales, desconociendo las directrices sociales que han regido a esta cultura desde el periodo prehispánico hasta la actualidad.
A nuestro juicio los mapuche de los siglos XVI y XVII no eran más ni menos consumidores de alcohol que los europeos. Tampoco flojos y muchos menos más beligerantes. Simplemente desarrollaron una vida adaptada a una realidad que se vio trastocada con la llegada de los conquistadores españoles, pues alteraron la cultura que los identificaba y distinguía étnicamente.
Los prejuicios de los occidentales han prevalecido por la incapacidad de dejar de lado el etnocentrismo europeo. Es el combustible que ha dado pie a propuestas que terminan por impedir cada vez más la comprensión de esta sociedad.
Modelos teóricos discursivos y deconstructivistas han sido aplicados por algunos sociólogos y antropólogos para interpretar el pasado como una verdadera panacea, desconociendo completamente el método histórico, y a su vez, ignorando que dichos modelos fueron diseñados para interpretar el presente y pasado de la propia sociedad occidental.
En nuestro caso, para analizar este imaginario hemos aplicado los conocimientos fundamentales que entrega el método histórico, evitando así falsificaciones del pasado. Cada época tiene sus propios devenires, desafíos, conflictos e inseguridades que influyen al momento de tomar decisiones, pues la Historia se construye en conjunto con estas situaciones. Por esta razón, cuando se compara un periodo histórico con otro, se debe tener la precaución de considerar aquellos aspectos que trascienden, es decir aquellos que están presentes recurrentemente en las fuentes documentales, pues dan cuenta de una continuidad.
Todas las sociedades experimentan transformaciones, ya sea para bien o para mal, las cuales son testigo de los desafíos y dificultades que tienen que enfrentar y sin las cuales no serían lo que son en la actualidad. Sin embargo, debemos tener presente que la sociedad mapuche del periodo prehispánico no existe en la actualidad, pero permanecen ciertos elementos de su cultura.
Para comprender a la sociedad mapuche, y a cualquier sociedad originaria, debemos estudiarla en cada época a partir de sus propios patrones culturales, sin juzgarla y aproximándonos a cada periodo con la mayor cantidad de información posible para mantener la objetividad.
Por estas razones, consideramos que los estudios de la vida fronteriza han constituido un aporte sustancial a la comprensión de la relación de los ibéricos con los indígenas de la Araucanía desde la perspectiva europea. Aunque estamos conscientes que dichos estudios están circunscritos a la guerra y su resistencia, el esfuerzo desplegado y los resultados obtenidos son incuestionables, más allá de cualquier disentimiento. No debemos olvidar que el propósito de dichas investigaciones fue comprender el proceso de colonización europeo en Chile.
No hay duda que en la Araucanía durante el periodo colonial se presentaron diversas situaciones vinculadas a la guerra o como consecuencia de ella. La guerra fue el hecho predominante sobre el cual se escribió la historia de dicha zona. A la guerra le acompaña, y a la vez sucede, una relación hispano-indígena, donde la dominación implicó una instancia beligerante inicial que paulatinamente fue decreciendo, dando paso a la paz y a la consolidación del dominio colonial.
Son estas conclusiones las que los detractores de esta interpretación centran sus críticas, sin que en la mayoría de los casos se formulen metodologías de trabajo apegadas al método histórico que garanticen resultados convincentes.
Disentimientos diversos y opiniones destempladas durante el último tiempo han aparecido a esta interpretación de la colonización, las cuales no siempre han sido ponderadas, respetuosas y mucho menos justas. Especialmente la de los posmodernos y los indigenistas, quienes con descalificaciones pretenden defender sus legítimas reivindicaciones ancestrales.
Las contrarespuestas, expresadas en periódicos, artículos de revistas especializadas y libros no se han hecho esperar, incrementándose el distanciamiento entre ambas posiciones.
Por lo expuesto, estimamos necesario complementar los estudios fronterizos con la perspectiva indígena, siendo la etnohistoria la llamada a ello.
Solo de esta forma evitaremos prejuicios y etnocentrismos que en nada contribuyen al conocimiento de esta cultura y su aporte incuestionable a la historia nacional. Es indispensable terminar con las obcecaciones reinantes, pues entorpecen el dialogo y dificultan la búsqueda de soluciones reales a la problemática que los afecta; problemática que ha adquirido ribetes violentos, debido a la intransigencia y la concientización ideológica que se ha hecho de sus legítimas demandas.
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- ←Sergio Villalobos, (1980, pág.94) considerando la información de Mariño de Lobera y Diego de Rosales, estima que la población que habitaba La Imperial al comenzar la conquista era de 280.000 habitantes. Es posible que este volumen demográfico existiera por la incorporación de la agricultura y el mantenimiento de las prácticas de caza y recolección, según lo demuestra Carlos Aldunate (1989) al analizar el complejo Pitrén. En base a esta información, disentimos del planteamiento de Álvaro Jara (1971, pág. 47), quien señala que los mapuche tenían una precaria situación alimenticia, debido a que la agricultura la habían adquirido poco antes de la llegada de los españoles, especialmente los que habitaban en el “Estado de Arauco”, lugar donde se presentaba la mayor cantidad de población indígena. Finalmente, Osvaldo Silva (1994, pp. 16–17) ha sugerido que desde el río Maule hacia el sur se practicaba el cultivo de roza.
- ←Luis de Valdivia (1887) define chillihueque como carnero de la tierra.
- ←La organización social básica es señalada en la documentación colonial con el término rehue o regua. Debido a que bajo ese nombre se denomina también al tronco sagrado escalonado utilizado por las machis en las ceremonias rituales, decidimos emplear el segundo término para diferenciarlos.
- ←Luis de Valdivia señala que Lonco significa “cabeza” (1887). Posteriormente, Diego de Rosales explica las características de estos líderes: “Solo ay Caciques y Toquis, que son dignidades y personas de respeto, a quienes reconossen; pero sin superioridad ni dominio para castigar, ni reconocimiento alguno para pagarles tributos ni feudo… los caciques son las cabezas de las familias y linajes, de modo que no tiene un cacique que le reconozca mas de los de su linage, y a esos ordena las cosas de la paz y de la guerra … Y assi el modo de ordenar alguna cosa cobveniente para la paz o para la guerra, es juntando en su casa a los de su parentela y convidándolos a beber chicha y a comer: trátales de las conveniencia de la paz o de la guerra… Porque todas las materias de paz y de guerra se han de tratar comiendo y bebiendo, proponiendo las coveniencias y rogando a los inferiores que acudan con sus personas a las coveniencias del bien comun, y assi se reparten las ocupaciones por todas las provincias, conviniendo primero los caciques en lo que se ha de hazer en su consejo de paz y guerra, y luego repartiendo cada uno a sus vasallos el trabaxo y cuidado que ha de tener”. Rosales (1877). Pp. 138 – 139.
- ←“Declaración del padre Juan Falcon que estuvo 15 años cautivo entre los indios de Chile. 18 de abril de 1614”. En Archivo General de Indias (en adelante AGI). Fondo Patronato 229. R.40.1. Imagen 12. Debido a los cambios generados al orden tradicional de las fojas en la digitalización del documento, utilizamos en las citas y en la transcripción el término imagen con su respectiva numeración asignada por el Archivo General de Indias.
- ←Agradecemos al Doctor Mario Orellana Rodríguez su colaboración en la búsqueda de esta información.
- ←En estudios anteriores probamos que los butalmapus fueron divisiones territoriales generadas por la movilidad que tuvieron las reguas mapuche al incorporarse o marginarse de la unión momentánea que establecían para enfrentar a los españoles (ayllaregua) y evitar su avance hacia el sur del territorio. Estas divisiones se extendieron desde el río Biobío hasta el Cruces, abarcando las zonas costeras, la depresión intermedia y la cordillera de Los Andes. Véase a Ortiz, Aguilera Carlos (2010), (2007).
- ←Véase a Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán (1863). En el caso de Luis de Valdivia algunas cartas dan cuenta del consumo de alcohol, lo más importante es que los identifica según su procedencia. En tanto Diego de Rosales (1877, tomo I)
- ←Góngora Marmolejo (1960) señala que la información sobre la muerte de Pedro de Valdivia la obtuvo “de un principal y señor del valle de Chile en Santiago, que se llamaba don Alonso y servía a Valdivia de guardarropa, que hablaba en lengua española, y de mucha razón, que estuvo presente a todo, y escapó en hábito de indio de guerra sin ser conocido…” (pág. 105).