Consideraciones contextuales
Una de las cosas que caracterizó la expansión de la República Romana fue el hecho de que generalmente iba acompañada de detalladas argumentaciones que justificaban las guerras que se iban librando dentro de este proceso, rasgo que resulta muy propio de los romanos en esta época, sobre todo, por el talante de las justificaciones. Esto, porque a diferencia de otras culturas de la Antigüedad, el contexto romano de la República no veía la aspiración al imperio universal como algo naturalmente válido (como sí ocurría, por ejemplo, en el pensamiento helenístico (Gabba, 1999) sino que debían presentarte ciertas condiciones que permitiesen calificar una guerra como justa, primeramente, ante los dioses, y luego también ante el marco jurídico romano. Es ampliamente aceptado que, de acuerdo a la tradición romana del bellum iustum, dichas condiciones podían ser básicamente dos; la autodefensa ante una agresión y el cumplimiento de los pactos suscritos con los aliados. (Cic, SR. 3.24.); (Harris, 1989); (Kakarieka, 1989).
Dentro de este marco la justificación de una guerra significaba simplemente hacerla acorde al ius romano (de hecho, recordemos que la palabra justificación viene de ius). Aunque a esto se debe agregar que, a partir de su intervención en la esfera griega, y básicamente con un afán propagandístico, pero igualmente motivado por el prestigio de la cultura griega entre los romanos; la República procuró que sus acciones no sólo se ajustasen al bellum iustum romano, sino que, además, fuesen consideradas como legítimas por sus aliados, sus socios, y por el orbe en general. Esto terminó añadiendo una mayor complejidad al concepto de “guerra justa” (Harris, 1989 p.168).
Recordemos que Polibio (Pol. H III.1.) escribió que los romanos siempre decían ir a la guerra en defensa propia, aunque claro, él no consideraba que esta pretensión romana fuese del todo cierta. Lo que sí resalta aquella frase es la preocupación de los romanos por justificar sus guerras y hacerlas legítimas a ojos de todos.
Es así como, a través de las fuentes, nos llegan diversos argumentos empleados para justificar las guerras que se emprendían. Estos argumentos no sólo consideran el ius romano, sino que van más allá, interpretándolo y ajustándolo a diferentes situaciones, produciendo interesantes líneas argumentales que, incluso mucho tiempo después, llegarían a tener una extendida influencia en la forma en que Occidente ha abordado el asunto de la guerra (Zecchini, 2005). El desarrollo de una de estas líneas de es lo que queremos revisar en estas páginas.
El origen de la “enemistad por herencia”
Ciertamente las fuentes no son prolíficas en menciones literales del término “enemigo hereditario”. Según las que hemos podido consultar, es posible encontrar la expresión cuando Apiano nos narra la discusión que se produce en el Senado romano con ocasión de decidir si ir o no a la guerra contra el rey Perseo de Macedonia, cuyo padre, Filipo V había librado dos guerras contra Roma. El autor nos refiere el disgusto de los senadores con el creciente poder e influencia del rey macedonio, (Api. HR. IX.19) en tiempos de una Roma que ya era consciente de su peso en Grecia (Gabba, 1999).
En la cita de Apiano, junto con describir una serie de cualidades de Perseo que preocupaban a los senadores, se nos da a conocer que éste era considerado por los romanos como un “enemigo hereditario”. Al hacerlo, en el texto griego se usan los términos patrikós, que hace referencia específicamente a la relación del individuo con el legado paterno y echthrós, que puede ser interpretado como “enemigo”, pero también “aborrecible”. Podemos entender entonces que Perseo era, para los senadores romanos, aborrecible por ser hijo de quién era; un rey extranjero que había luchado dos veces contra Roma, el mismo que en su momento, fue comparado con otro antiguo enemigo de Roma; Pirro2 (Liv. HRF. XXXI.7.).
El término literal “enemistad hereditaria” no nos vuelve a aparecer de forma explícita, aunque, mucho más tarde y alejándose un poco del contexto romano, un pasaje de Silio Itálico ha sido traducido usando el concepto en cuestión, cuando en su Púnica nos describe la enemistad, entre Hannón (llamado el Grande) y Aníbal, ya que aquél siempre estuvo siempre enfrentado con Amílcar, padre de Aníbal, en cuanto a su disposición hacia los romanos (Ita. GP. II.277.). Aunque el texto original no usa patrikós, sino un más amplio gentilibus, el sentido del texto es básicamente el mismo como lo prueba más adelante el mismo texto3.
Pero más allá de las menciones explícitas, que nos plantean la existencia del concepto, es necesario verificar el alcance del mismo y ver si es que no se trata de una idea aislada. Para esto debemos traspasar el enfoque basado en las menciones literales. En este sentido, pese a que no se llega a usar la fórmula literal de “enemigo hereditario” en el famoso pasaje del juramento de Aníbal, descrito por Polibio y otras fuentes (Pol. H. 3.11.5.; Api. HR. GA.3.) se nos ofrece un relato de sumo interés, en el cuál un padre educa expresamente a su hijo en el aprendizaje de una enemistad hereditaria. Según Polibio, Amílcar Barca, resentido por las humillaciones que Roma había causado a Cartago a partir de su derrota en la Primera Guerra Púnica, se encarga de que su joven hijo, Aníbal Barca, jure que se vengará de Roma, si es que él mismo no alcanza a cumplir ese objetivo.
Aunque aún se discute la exactitud de este episodio, que bien se pudo haber introducido para dar coherencia a la visión de Polibio acerca de la Guerra anibálica (o Segunda Guerra Púnica), como una guerra preparada por Amílcar dentro de una estrategia largamente planeada, lo que nos importa en este caso es la manera en que se construye el relato de una enemistad hereditaria, dándose a entender que hay un aprendizaje en este sentido entregado, incluso ritualizado y prácticamente impuesto, de parte de un padre a un hijo. En segunda instancia, esto también nos da a entender que esta explicación era plausible para el lector de aquella época. Finalmente, Aníbal se convierte en uno de los más formidables enemigos que Roma enfrentara en su historia, invadiendo Italia y llegando prácticamente a las puertas de la ciudad.
Profundizando un poco más en esta variable, nos encontramos con que la idea del traspaso de una enemistad hereditaria, por vía de un aprendizaje adquirido, también está presente en el citado caso de Perseo de Macedonia, cuando se le tacha de “enemigo hereditario” de la República Romana. Esto, porque mientras Perseo era considerado enemigo hereditario de Roma, su hermano Demetrio, hijo también de Filipo V, era el candidato de los romanos para ocupar el trono macedonio (lo cual habría desembocado en su muerte, víctima de una conspiración atribuida a Perseo). La gran diferencia entre ambos es que Demetrio fue rehén de los romanos desde su infancia, siendo educado por ellos. Entre tanto, Perseo permaneció en la corte de su padre Filipo V. Polibio incluso declara que Perseo heredó de su padre los planes para una guerra contra Roma, estableciendo un símil entre ellos y lo narrado previamente para el caso de Amílcar y Aníbal (Pol. H.22.17); (Harris, 1989).
Esto nos insinúa que para los romanos el patrikós consistía más en un aprendizaje, que en un determinado linaje de sangre. Finalmente, el inicio de la Guerra contra (Tercera Guerra Macedónica 171-168 a.C.) se decidió sobre argumentos dudosos y aplicando una “doctrina de guerra preventiva” (Polibio, H. 22.17); (Harris, 1989), fundamentada, sobre todo, en la supuesta amenaza proveniente de este “enemigo hereditario”.
Existen otros usos del concepto “hereditario” hallados en las fuentes que nos resultan relevantes y que se condicen con la idea de algo aprendido, o como diríamos hoy, de un constructo. Por ejemplo, al hacer un análisis de los distintos regímenes políticos de los pueblos mencionados en su obra, Polibio señala que la adopción de la monarquía hereditaria es una condición que favorece una serie de vicios sociales, describiéndola claramente como una construcción, algo que “(…) se vuelve hereditario en su familia” (Pol. H.6.7.19). Del mismo modo, al hablar acerca de la pericia cartaginesa en la navegación, la describe como hereditaria por ser “(…) un arte practicado durante muchas generaciones” (Pol. H. 6.52.5).
Algo que nos hace llevar la idea de lo hereditario incluso, como una imposición social, es la situación de los hijos de los senadores romanos, de quienes se esperaba que transitaran por la misma senda que sus padres, sin importar si se trataba de los padres biológicos o de padres adoptivos (Dench, 2005). Sin ir más lejos, la gentilitia romana podía ser hereditaria; sin embargo, no estaba directamente relacionada con la consanguineidad. A pesar de esto, sí formaba parte de una carta de presentación y un modelo que se esperaba, al menos replicar (e idealmente superar) (Pastor, 2008).
Todos estos antecedentes y el hecho de que tres fuentes distintas (dos de máxima relevancia para nuestro tema) aludan de alguna forma a la idea de enemistad hereditaria, nos ponen en condición de afirmar que existe base suficiente para abordar este asunto no como algo aislado, sino como una idea que tuvo una relevancia a considerar en la mentalidad romana de la época, además de permitirnos enriquecer nuestro entendimiento acerca de lo que implicaba lo hereditario para los romanos.
Del “enemigo hereditario” al “enemigo histórico”
El desarrollo del concepto de enemistad por herencia continuó aún después de la caída de Perseo y de Aníbal, quienes aparecen como arquetipos de una enemistad hereditaria que alcanza ribetes de tragedia, pero que se encuentra relativamente restringida al ámbito personal y marcada por el contexto educativo del individuo. Son básicamente ellos quienes finalmente arrastran a sus pueblos al desastre. Sin embargo, la continuación de esta idea llevaría a identificar enemigos hereditarios ya no sólo en personas, sino en entidades colectivas tales como un reino, una ciudad o un pueblo determinado, modificando incluso el sentido de la expresión original. El evento que marca esta transición es, sin duda, la Tercera Guerra Púnica (149-146 a.C.).
Tal vez una muestra de ello sea que, a pesar de que como vimos, la primera y más clara alusión de las fuentes al concepto de “enemigo hereditario” se hace con ocasión del debate en torno a la eventual Tercera Guerra Macedónica, la bibliografía moderna ha empleado el este término con mayor frecuencia para referirse a la condición de Cartago con respecto a Roma a partir de la Guerra de Aníbal (Mommsem, 1894; Ayrault, 1896; Le Bohec, 2015). Y aunque no se profundiza en el concepto, ni se aclara su origen, su uso responde a un fenómeno que efectivamente se instaló en los razonamientos romanos desde esa época.
Es claro que, luego de la Segunda Guerra Púnica, Cartago ya no pudo volver a rivalizar con Roma por el control del Mediterráneo. Es más, las fuentes indican que se mantuvo como aliada supeditada a Roma y que cumplió con todas las exigencias impuestas en el tratado que puso fin a la mencionada guerra (Api. HR. VII.59.; Pol. H. 15.2.), mismas que impidieron eficazmente el resurgimiento militar de Cartago (Api. HR. VIII.83.). Aun así, finalmente la República romana terminó arrasando la ciudad y dando fin a la civilización púnica en una campaña que tuvo como una de sus principales características una gran desigualdad en la relación de fuerzas (que favorecía a Roma). ¿Por qué Roma se dio el trabajo de movilizar sus tropas, asediar y reducir a escombros la ciudad, considerando todo lo que hemos señalado?
Hay dos aspectos a considerar. Primero, que, pese a los efectos de su anterior derrota frente a Roma, la economía y el comercio cartagineses se habían recuperado de forma espectacular. Cumplieron de forma íntegra con los pagos impuestos por Roma luego de la guerra e incluso, en alguna ocasión, le ofrecieron ayuda económica (Liv. HR. XLIII.6.). Cuando una delegación romana visitó Cartago para arbitrar entre ésta y Numidia4, a raíz de un grave conflicto entre ambas, los enviados de Roma vieron con preocupación y desconfianza el estado de prosperidad y pujanza de la ciudad (Api. HR. VIII.69). Sin duda, sino en lo militar, al menos el comercio cartaginés era una amenaza latente para la hegemonía mediterránea que Roma estableció luego de la Segunda Guerra Púnica (Api. HR. VIII.67).
No obstante, el bellum iustum no admitía emprender una campaña por el sólo hecho de una amenaza comercial. Aquí es donde entra en juego el segundo aspecto a considerar, la justificación de la guerra. Según Apiano, Catón el Viejo, integrante de la delegación romana que visitó Cartago, se convirtió en líder de una campaña que buscaba expresamente la destrucción de la ciudad, con el argumento de que el resurgimiento cartaginés significaba una amenaza para la seguridad de Roma (Api. HR. VIII.69.; Liv. .XLVIII).
En realidad, la idea de que Cartago podría ser una amenaza a futuro para Roma, surge junto con el fin de la Segunda Guerra Púnica. Desde entonces, un sector romano sugirió la prosecución de la guerra, hasta la completa aniquilación de la cuidad (Api. HR. VIII.62./VII.60.). Sin embargo, se impone el criterio del general que selló el triunfo romano en la batalla de Zama, Escipión el Africano y la guerra se dejó hasta ahí. Pero la idea de la amenaza cartaginesa, sustentada por elementos tales como la dimensión del conflicto, el traumático temor que supuso ver al victorioso ejército de Aníbal a las puertas de Roma, el antecedente de la Primera Guerra Púnica y el lobby permanente del sector romano que pedía reanudar la guerra contra Cartago, hará que ésta y todo lo relacionado, adquieran la cualidad de “enemigo hereditario” (Api. HR. VIII. 62-64); (Mommsem, 1984) Una cualidad que inicialmente se había relacionado de forma más específica con la familia Barca.
La lógica belicista dio a entender entonces que cualquier medida que se tomara contra un enemigo hereditario como Cartago, como por ejemplo, un ataque preventivo que neutralizara definitivamente esta amenaza potencial, era una acción defensiva (Pol. H. 37.6.). Este argumento demostró su efectividad para justificar la guerra cuando finalmente la facción liderada por Catón el Viejo logra imponerse. Poco importó que para ese entonces el mítico Aníbal ya estuviese muerto hace mucho, y que Cartago no tuviese planes, ni medios para atacar Roma. Se había efectuado en el imaginario romano el cambio que hizo que la amenaza púnica (aunque irreal) pasara a residir en el conjunto de la entidad cartaginesa5, estableciendo una continuidad falaz del conflicto romano-cartaginés, desde su inicio en la Primera Guerra Púnica, hasta la situación de entonces en la cual este conflicto, básicamente, no existía. Se unían así la conveniencia de eliminar la competencia del renovado comercio cartaginés, con el metus punicus, aquella sensación de inseguridad que dejó la experiencia de la Segunda Guerra Púnica. De hecho, se ha afirmado que este temor fue uno de los elementos más influyentes en la política exterior de Roma desde aquel momento en adelante (Dupla, 2005 en Martínez y Pinna, 2005; Le Glay, 2001).
Así las cosas, el Senado aprovechó un pésimo movimiento de Cartago contra Numidia para emprender una acción que se había decidido mucho antes y de nada sirvió que los cartagineses trataran, por todos los medios, de apaciguar los ánimos. Los cartagineses trataron de apaciguar a los romanos cediendo a exigencias inverosímiles. Sólo decidieron luchar cuando se les exigió abandonar la ciudad para que fuera arrasada y trasladarse 15 kilómetros hacia el interior. (Api. HR. VIII.83; Api. HR. VIII.81). Roma se libró para siempre de Cartago, su enemigo histórico, consolidando una nueva jurisprudencia en cuanto al bellum iustum, acerca de la posibilidad de efectuar guerras preventivas.
Y decimos “consolidando”, porque un curso similar había operado veinte años antes en Macedonia, una distancia temporal relativamente corta. Resulta interesante ver los paralelos que hay entre las experiencias de Macedonia y Cartago. No sólo hablamos del evidente hecho de que, en ambas hay un traspaso hereditario del conflicto fuertemente marcado por el patrikós, la influencia de la figura paterna (Filipo V, en el caso de Perseo y Amílcar Barca en el caso de Aníbal, aunque claramente este último fue proactivo en la búsqueda del conflicto durante la Segunda Guerra Púnica) sino que, en las vísperas del último y definitivo conflicto de Roma contra Macedonia y Cartago, respectivamente, las fuentes en ambos casos narran visitas de delegaciones romanas que evalúan la situación en terreno y regresan al Senado con reportes alarmantes (en Livio, escritor claramente prorromano, son aún más alarmantes) (Liv. HR. XXI.7.; Liv. P. XLVIII.), aconsejando la adopción de medidas drásticas. En efecto, en ambas instancias la determinación de ir a la guerra se toma en secreto y se espera la aparición de un pretexto para iniciarla.
No estamos en condiciones de concluir que el curso seguido previo a la Tercera Guerra Púnica haya sido una copia deliberada del que se siguió en la Tercera Guerra Macedónica, sólo podemos señalar que ambos relatos son similares y coherentes con una política de guerra preventiva sustentada, en gran medida, sobre la idea de los enemigos hereditarios. La diferencia es que en la Tercera Guerra Macedónica todavía opera el concepto de enemistad hereditaria con respecto al individuo, al “hijo de”, mientras que veinte años más tarde, en la Tercera Guerra Púnica y desaparecido ya Aníbal, la enemistad hereditaria se extiende al conjunto de la civilización cartaginesa, agregando una nueva dimensión al argumento, una dimensión histórica.
El resurgimiento de la “enemistad histórica”
Siguiendo nuestro lineamiento, es necesario hacer referencia a la figura de Mitridates VI, rey del Ponto, el cuál sostuvo tres conflictos con Roma durante más de dos décadas (88-63 a.C.), los dos últimos caracterizados por la casi permanente posición defensiva de Mitridates y sus reiterados intentos de llegar a una paz con Roma (Api. HR. XII.65; XII.67; XII.98). Uno de los elementos que permitió la prolongación del conflicto entre Roma y Mitridates fue, sin duda, que en el transcurso de los años éste pasó a convertirse en un “enemigo histórico”, un fantasma recurrente, como antes lo fueron Aníbal y Perseo (Graham, 2001), cuya pugna con la República, una vez iniciada, nunca fue dada por resuelta por Roma (muy a pesar de éste), sino hasta que se zanjó con la derrota y muerte de Mitridates.
Incluso, en los lances finales de esta pugna se puede apreciar claramente la relación que puede adquirir esta idea de “enemistad histórica” con la validación de las guerras preventivas por parte de Roma, justo en momentos cuando Mitridates no era ya una amenaza seria (Cic. SMP. 14). Si este caso representa la culminación del argumento de la “enemistad histórica” en un sentido más bien ad hominen, la Guerra de las Galias viene a ser lo mismo, aunque en su sentido de aplicación colectiva, contra un grupo específico de personas. Esto, una vez más, sin llegar a ser literales, pero aun sirviendo como base para la construcción de argumentos explicativos.
La Guerra de las Galias fue uno de los procesos expansionistas más significativos de la República tardía. Se trata de un proceso que consolidó el límite norte del Imperium romano, al menos en la zona continental de Europa y que se caracterizó, entre otras cosas, por estar guiado básicamente por una persona; Cayo Julio César, quién también escribió la que es hoy una de las principales fuentes para conocer esta parte de la historia romana, su De Bello Gallico. Para cuando el Senado romano otorga el mando de la provincia de la Galia Transalpina a Julio César, si bien el bellum iustum continuaba, en teoría, contemplando los mismos principios que a inicios de la República, su interpretación y aplicación se estaban dando de forma mucho menos rígida que en aquella época, habiéndose concurrido, a través del tiempo, a una serie de procedimientos poco ortodoxos que, básicamente, sólo perseguían ajustar el bellum iustum a las pretensiones de una Roma que ya no era la misma que a inicios de la República. Se había establecido, por ejemplo, la idea que una guerra defensiva podía convertirse en una guerra por la supremacía (Kakarieka, 1981). Existía también una ya amplia bibliografía que repasaba la expansión de Roma por el Mediterráneo que incluía a Polibio y Posidonio.
Por otro lado, la situación en las Galias6, era de agitación general. Esto, porque debido a la presión ejercida por el desplazamiento de tribus germánicas provenientes desde la orilla nororiental del río Rhin, se estaban produciendo corrientes migratorias que causaban conflictos. La situación se extendía ya durante por un tiempo y existían reportes, anteriores al nombramiento de Julio César, de que se estaban produciendo incursiones dentro de la Galia romana (Cic. CA. 60.1.19).
Para cuando César llega a la región, no se estaban realizando incursiones al territorio romano, sino que es una petición de ayuda proveniente de los eduos (Ces. GG. 1.11) situados fuera del limes y aliados de los romanos, la que provoca la intervención de Julio César en la Galia Commata para luchar, primero contra los helvecios, pero luego, contra los germanos y otros pueblos e incluso llegar en su campaña, hasta las islas británicas. Todo lo cual efectúa sin esperar un debido pronunciamiento del Senado.
La razón por la que actuó con tal atribución, puede ser explicado hoy, en parte, por la influyente posición y el apoyo con el que César contaba en Roma, sobre todo en sectores populares, por los cuáles era llamado “benefactor” (Weis. 1994 p. 385-386). Otro elemento que también pudo haberle favorecido, fue el hecho de que lo que enfrentó en las Galias eran mayoritariamente tribus errantes, presentadas como bandas de bárbaros que seguramente distaban de ser consideradas “estados rectamente ordenados”, a los cuáles fuese aplicable el bellum iustum, al menos en todo rigor (Kakarieka, 1981 p. 10). A pesar de esto, al revisar De Bello Gallico, nos damos cuenta de que Julio César dedicó parte importante de su escrito a justificar detalladamente sus acciones, muchas veces, utilizando un enfoque de tipo preventivo7 (Ramage, 2001). Esto no deja de ser delicado, puesto que actuar preventivamente podía ser fácilmente cuestionable desde el bellum iustum. Sin embargo, César aprovecha en primer lugar, la preocupación preexistente en Roma por la situación en las Galias. Pero cuando debe justificar su acción contra los germanos también recurre al argumento del “enemigo histórico” para reforzar su exposición en cuanto a la necesidad de neutralizar la eventual amenaza de los germanos liderados por Ariovisto. Siendo más específicos, lo que hace es relacionar a aquellos germanos con las tribus protogermánicas cimbras y teutonas que, cincuenta años antes, habían amenazado con invadir Italia, luego de asestar una durísima derrota a los romanos (Liv. P. LXVII.1-3).
El discurso usado por César recuerda a los argumentos usados contra los Cartagineses mucho antes, en el sentido de que se depositan en el conjunto de la entidad cualidades que harían inevitable que ésta se constituya en un peligro a futuro provocando, en consecuencia, la acción preventiva: hombres “malvados y traicioneros” en el caso de los cartagineses (Api. VIII.62; VII.60), “fieros y bárbaros” en el caso de los germanos (Ces. GG: 1.33). Y aunque, si bien, los germanos de Ariovistono no eran los cimbrios o los teutones de cincuenta años antes, César sí establece la relación, transformando a los germanos de Ariovisto en “enemigos históricos” de Roma que no podían actuar de una forma distinta a la ya mostrada. No podemos asegurar que César haya tomado este argumento basado en lo ocurrido en los casos de Macedonia y Cartago, debido a su condición, es posible. Lo que es claro, es que identifica el efecto que produce en el imaginario colectivo aludir a enemigos del pasado para justificar sus acciones. En efecto, tal vez como una confirmación de esta operación comunicacional, podemos mencionar el hecho de que Plutarco, al referirse a estas campañas, aplica el mismo razonamiento incluso con los helvecios, equiparándolos, de igual forma, a los cimbrios y teutones (Plu. VP. 18.1.).
Conclusiones
Eric Hobsbawm afirmó que en las guerras democráticas se demoniza al adversario para hacerlo odioso o despreciable. El autor realiza esta aseveración en referencia a las guerras totales (específicamente, las del siglo XX) que involucran en su dinámica, no sólo a un cuerpo de profesionales, sino que al conjunto de la sociedad y en las cuáles la población civil pasa a ser un objetivo de guerra. Sin embargo, aunque con diferencias, el mundo antiguo también llegó a conocer guerras totales, como llegaron a serlo las Guerras Púnicas. En este contexto, el sindicar a alguien como un enemigo histórico, del cual no se puede esperar otra cosa sino animadversión, es una forma de demonización, que cumple el mismo rol que la demonización religiosa o ideológica del adversario que se ha dado en otros contextos históricos, un rol que apunta a influir en el imaginario social del receptor.
El tema de los imaginarios es un campo de estudio bastante amplio, pero baste en esta ocasión, con mencionar que se trata de representaciones que no sólo guardan relación con la construcción de uno mismo, sino que también con la representación que tenemos de los otros. En esta ocasión este imaginario se maneja deliberadamente en sintonía con intereses comerciales y expansionistas que subyacen en el seno de diversos sectores de las elites romanas, explotando el sentimiento de miedo e inseguridad que se había alojado en el subconsciente romano debido a episodios puntuales de su historia. Justamente, el recurso del enemigo histórico, aprovecha e instrumentaliza el miedo legado por algunos de esos episodios puntuales, personificándolos en ciertos individuos o grupos con los que se interactúa en la contingencia, reflotando esa enemistad pretérita, dándole vigencia y persona.
Es claro que quienes escribieron las fuentes manejan los conceptos de enemistad hereditaria y enemigo histórico, incluso de forma literal, en el primer caso. Su empleo, además, se relaciona con la idea de lo hereditario que se manejaba en la sociedad romana de esa época. Las mismas fuentes aseguran que este fue un elemento influyente en las decisiones del senado respecto de la guerra contra Perseo de Macedonia y la Tercera Guerra Púnica, ambos eventos relativamente cercanos en el tiempo. Esta misma cercanía temporal y la serie de paralelismos que se aprecian entre ambos procesos nos permiten pensar en que, o bien se construyó en las fuentes un relato que equiparó las dos situaciones, o bien en ambas se aplicó un mismo procedimiento de forma consciente, teniendo como antecedente la experiencia previa. Cualquiera haya sido el caso, se aprecia que el concepto de la enemistad hereditaria está presente de manera transversal.
Julio César también trae a la palestra el asunto al justificar sus propias acciones. Ahora bien, puede discutirse si se llegó a constituir doctrina de enemistad histórica, pero cuando se le circunscribe dentro del fenómeno más amplio del uso del discurso de guerra preventiva durante la República romana, la enemistad histórica se contempla como un recurso más dentro de una política más general de justificación de las guerras republicanas para presentarlas como guerras libradas en defensa propia, acorde al bellum iustum, a pesar de ser preventivas.
Desde esta perspectiva, la idea de los enemigos hereditarios se constituye en un gran respaldo del discurso preventivo, el cuál tiende a ser más significativo mientras menos verificable es la amenaza a la cual se alude. En otras palabras, el expansionismo romano se vale de esta idea, de este imaginario, para emprender campañas contra Estados o pueblos que alguna vez, en el pasado, se habían enfrentado a Roma. Hablamos de entidades que, según todos los datos disponibles, no poseían la intención, ni la capacidad para amenazar Roma y que, muy difícilmente, hubiesen podido ser acusadas a la vista de otros antecedentes que no fuesen acciones del pasado, efectuadas bajo un contexto muy diferente al que existía en ese momento y por personas con las cuáles el grado de relación, podía o no, ser relevante, como lo prueban los casos de la destrucción de Cartago, marcada por el fantasma de Aníbal o la campaña de César contra la tribu de Ariovisto, transfigurados en cimbrios y teutones.
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Zecchini, Giuseppe (2005). “Egemonie a confronto: Roma e gli Stati Uniti”. En Pani, Mario (ed.): Storia Romana e Storia Moderna, Edipuglia, Bari.
- ←Este estudio se desprende de la Tesis de Magíster de la autor, titulada El Discurso Preventivo en la Roma Republicana: de las Guerras Púnicas a la Guerra de las Galias, presentada en la Universidad de Concepción.
- ←Esta comparación también nos muestra la tendencia romana de establecer paralelos entre personas del presente y personas del pasado. Este paralelo adquiere un peso mayor si las personas comparadas tienen una relación más profunda, como, por ejemplo, el ser descendientes (Filipo-Perseo) o el ser connacionales.
- ←Un poco más adelante Itálico menciona que Aníbal lleva un “veneno en la sangre” en referencia a su ambición de destruir Roma. Esta declaración está debidamente contextualizada en el sentido de que fue Amílcar quién encaminó a Aníbal en ese rumbo, heredándole sus “Furias”.
- ←Cartago fue finalmente derrotada por Numidia, una confirmación más de que no estaba en condiciones de desafiar militarmente a Roma.
- ←Tal vez, un poco el fenómeno inverso al ocurrido con Alemania, luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando se personificó en Adolf Hitler y su cúpula nazi, la responsabilidad por la guerra y sus atrocidades, estableciendo una separación clara entre aquellos y el “pueblo alemán”.
- ←Los romanos de ese tiempo distinguían, básicamente tres Galias, de acuerdo a su situación administrativa respecto a Roma; la Galia Cisalpina y la Galia Transalpina eran provincias romanas, siendo la primera la más antigua. Finalmente estaba la Galia Commata (“peluda”), que era la región que hasta la llegada de César estaba fuera de las fronteras del Imperio.
- ←Incluso hace notar la relación que se establece entre los conceptos deterrere (prevenir) y defendere (defender) en 1.31.