Introducción
Los lebos indígenas de la Araucanía
A principios del siglo XX los estudios realizados a los indígenas de la Araucanía se concentraron en identificar su procedencia, características culturales y localización geográfica1, los cuales fueron mejorados y enriquecidos posteriormente con nuevas propuestas que contribuyeron a comprender, entre otros aspectos, la lengua nativa2 y la guerra en Arauco.
Junto con el cuestionamiento que realizaron algunos historiadores a las interpretaciones históricas prevalecientes a comienzos de 1970, surgieron en la década siguiente los estudios fronterizos, presentando una nueva propuesta de análisis para estudiar el periodo colonial3.
Paralelamente irrumpió también el interés por investigar esa etapa desde la perspectiva indígena. La etnohistoria, la antropología y la arqueología desplegaron voluntades laudables para ampliar el conocimiento de los llamados araucanos desde un punto de vista distinto al de la ciencia histórica, abocándose a indagar en sus tipos de asentamientos, las formas de sustento alimenticio, el funcionamiento de la organización social y política, entre otros elementos culturales.
Para lograr este propósito, prácticamente hasta fines de la década de 1990 los etnohistoriadores se propusieron revisar la información contenida en las crónicas del siglo XVI y otras fuentes documentales de los dos siglos posteriores4, en tanto los arqueólogos analizaron los hallazgos encontrados en distintos lugares de la Araucanía5.
Esta multidisciplinaria búsqueda demostró seriedad y rigurosidad en la aplicación del método científico con una asertividad incuestionable. Sobre estas bases se reconstruyó el pasado de estos nativos; conocimiento utilizado en la formación de especialistas, quienes a través de las publicaciones de sus estudios han contribuido a desarrollar estas áreas del conocimiento, pese a la insuficiente asignación de recursos estatales y a las cofradías que los acaparan.
Los resultados obtenidos convergen en que los indígenas de la Araucanía fueron una sociedad segmentada que se organizó a partir de la formación de clanes, sustentándose en las relaciones de parentesco cultural, y también de linajes, basados en lazos consanguíneos6.
Los cronistas del siglo XVI utilizaron palabras nativas para referirse a los territorios y a quienes los habitaron, permitiéndonos establecer que socialmente se configuraron desde los vínculos familiares nucleares, constituidos por padres e hijos, hacia los demás parientes consanguíneos, principalmente los descendientes por línea paterna. A esta unidad social los primeros informantes denominaron parcialidad o levo (lebo).
La primera información de ellos se encuentra en el acta de una encomienda indígena de las cercanías del río Toltén, entregada a Gerónimo de Alderete por parte de Pedro de Valdivia en 1552. En ella se señala que contenía caciques, lebo, cavies o reguas7 (Medina J.T., Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile [en adelante CDIHCH], tomo XIV, 1898, pp. 220–223). Luego, al fundar la ciudad de La Imperial en 1551, el conquistador de Chile indica al Rey que distribuyó a los caciques con sus lebos, agregando que tenían nombres propios (Valdivia, Pedro de, 1551 (1960) p. 66).
Posteriormente Gerónimo de Bibar se refirió a los lebos localizados entre los ríos Itata y Toltén, enfatizando que estos lugares estaban muy poblados y su gente era belicosa (Bibar, 1558 (1979), pp.184–185)8. Por su parte, Pedro Mariño de Lobera describe que los pueblos eran ordenados y sin distinciones entre ellos, salvo en las parcialidades dispuestas en el llano, llamándole la atención el volumen de población que había en Arauco y la variedad de caciques que representaban a las parcialidades de Labapie; concordando con la descripción del lebo proporcionada por Bibar (Lobera, 1960, p. 304).
Mariño de Lobera, reiteradamente señala que el lebo es un lugar específico. Frente a los primeros indicios del levantamiento indígena de 1553, anota que Pedro de Valdivia se dirigió desde Arauco hacia Tucapel, pernoctando en un lebo y república (Lobera, Mariño de, 1960, p. 333). Años más tarde, en 1557, cuando García Hurtado de Mendoza llegó a Arauco, relata que recorrió ampliamente la tierra deteniéndose en el lebo de Andalicán (Lobera, Mariño de, 1960, p. 375).
La importancia que el cronista confirió al término lebo continúa apreciándose cuando el gobernador refundó el fuerte de Tucapel (Lobera, Mariño de, 1960, pp. 379–380). Debido a la necesidad de abastecerse de alimentos en dicho enclave, Hurtado de Mendoza mandó emisarios a comprar ganado a la ciudad de La Imperial, quienes se detuvieron en el lebo de Purén (Mariño de Lobera, 1960, p. 384)9. Menciona también que algunos sirvieron para fundar ciudades, como fue el caso de Osorno (1558) que se erigió en el lebo de Chauracavi (Lobera, Mariño de, 1960, p. 391)10.
El aporte de Mariño de Lobera si bien es importante adolece de la prolijidad del relato de Gerónimo de Bibar, quien indica que los indígenas de los alrededores de Concepción se agrupaban en lebos y se juntaban en un lugar determinado cada cierto tiempo durante el transcurso de un año. Detalla además que cada lebo podía estar integrado hasta por dos mil indios que obedecían a un señor, los cuales al reunirse comían y bebían, a la vez que intercambiaban información, impartían justicia y entregaban órdenes (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 184 –185).
Sin embargo, al referirse a los indios de Valdivia –específicamente a los habitantes de Mallalauquén al sur del río Toltén–, el burgalés cronista distingue ciertas diferencias. Reiterando la frecuencia de las reuniones y la obediencia que tenían hacia un cacique, precisa que los lebos de esta zona estaban constituidos por siete u ocho cabis principales que respondían a las órdenes del señor que mandaba el lebo. Indica también que las reuniones se efectuaban en un lugar específico al cual los nativos llamaban regua (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 190).
Previamente a este testimonio, Francisco de Niebla informó en 1552 el repartimiento de indios realizado por Juan de Cárdenas a los vecinos de Valdivia, señalando que distribuyó a los caciques con sus cavíes (Medina, J,T. CDIHCH, tomo XVII, 1899, p. 317). Tres años más tarde, en 1555, el cabildo de Valdivia frente al requerimiento presentado por Jerónimo Díaz contra el reparto de indios efectuado por Francisco de Villagra, determinó que las reguas estaban constituidas por un número que fluctuaba entre cinco y siete cavíes, destacando que estaban hermanadas y emparentadas desde tiempos inmemoriales (Medina, J,T. CDIHCH, tomo XXIX, 1901, p. 255). En 1558, García Hurtado de Mendoza asignó indígenas a Pedro Guajardo por los servicios prestados en la pacificación de los indios de Valdivia, concediendo en encomienda algunas reguas y cavies de los llanos cercanos a dicha ciudad, con sus correspondientes indios principales (Medina, J,T. CDIHCH, tomo XXIX, 1901, pp. 253–254).
La información analizada sugiere que para el siglo XVI, entre los ríos Itata y Toltén, el término lebo fue utilizado por los españoles para representar al grupo indígena y a su lugar de reunión. En cambio, al sur de este último río, el lebo constituía a la agrupación mayor integrada por los distintos cavíes. Por su parte el término regua, fue usado para indicar el lugar específico de reunión.
Las descripciones y características de los lebos permiten señalar que estos nativos se organizaron como una sociedad segmentada, la cual estaba unida por parentesco a partir de las características culturales comunes que tenían. Sin embargo, esto en ningún caso podría haber implicado la ausencia de vínculos consanguíneos, razón por la cual también consideramos la presencia de linajes en estos grupos11.
Por otra parte, la tendencia de los lebos era a actuar como un todo, especialmente en situaciones de conflicto. Así, en caso de ofensas todos los parientes estaban obligados a defender al agraviado y respaldar sus peticiones de compensación por el daño recibido, o bien, a participar en la lucha de desagravio, de modo que, el equilibrio social al interior de cada lebo dependía de la represalia o del resarcimiento.
Al finalizar el siglo XVI el término lebo fue reemplazado por rehue o regua12, posiblemente debido a que los españoles asociaron bajo el mismo vocablo a las agrupaciones que concurrían a la reunión y al lugar donde la realizaban.
Desarrollo
Las representaciones del liderazgo y la autoridad: las informaciones de los primeros años
La información entregada por los españoles durante el siglo XVI indica que los lebos tenían sus propios representantes, refiriéndose a ellos como “caciques” o “principales”. Estos jefes fueron advertidos por los distintos expedicionarios desde Pedro de Valdivia en adelante, y a medida que progresaba la conquista el conocimiento sobre ellos, especialmente durante el desarrollo de la guerra.
A los líderes de los lebos del valle central los identificó el conquistador al llegar a la cuenca del río Aconcagua, mencionando que los indios tenían un cacique principal llamado Michimalonco (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 17). Complementa esta información Gerónimo de Bibar, señalando que gobernaba desde la mitad de dicho valle hacia la cordillera de Los Andes, mientras que la parte en dirección a la costa lo hacía Tanjalongo (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, p. 50).
Con posterioridad a la fundación de la ciudad de Santiago en 1541, Valdivia envió una carta al rey informando del diálogo que sostuvo con los jefes del valle del Mapocho para organizar el trabajo y los cultivos, sin aportar mayores detalles. (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 5). En cambio, Bibar, relata que Michimalonco libraba una guerra contra los caciques Atepudo y Quilicanta, debido al apoyo que prestó este último jefe a Diego de Almagro. Menciona que en los inicios del conflicto Michimalonco y Tanjalongo acometieron juntos a Quilicanta, debiendo huir hacia el valle del Mapocho para salvaguardar su vida (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, pp. 51–52).
Consciente de la amenaza que implicaba este conflicto para la ciudad, Pedro de Valdivia convocó a los caciques, presentándose la mayoría excepto Michimalonco. En seguida, procedió a repartir las tierras entre los cristianos, desarraigando a todos los nativos que habitaban desde el mencionado valle hasta Maule, destacando que tenían nombres distintos (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, pp. 5–12 –13).
En la misiva enviada a Gonzalo Pizarro en 1545, notificó que una encomienda ubicada a cuarenta leguas de Santiago, con mil quinientos indios y un buen cacique, se la había entregado a Gaspar Orense, advirtiendo que los ocuparía cuando se dirigiera a poblar la provincia de Rauco (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 4).
Un lustro después al describir el avance de las huestes hacia el sur, Bibar refiere que mientras descansaban en las cercanías del río Andalién fueron atacados por Aynavillo y sus hombres. Luego del enfrentamiento que culminó con la derrota de los naturales, el gobernador les habló a todos juntos en presencia de sus caciques y principales (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, pp. 168–171).
Como estos nativos obedecían a sus jefes de la misma forma que lo hacían los indígenas del Mapocho, Valdivia continuó repartiéndolos, como quedó registrado al fundar Concepción en 1550 y otras ciudades del sur, además de aquellas pobladas en su nombre por otros conquistadores (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, p. 180).
En 1553 el descontento indígena por la ocupación foránea comenzó a manifestarse, obligando a los castellanos a desplazarse por distintos lugares –entre ellos el lavadero de oro de Quilacoya–, para resguardarlos de las ofensivas que encabezaba Lautaro, líder de la revuelta en Arauco (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, pp. 202–203).
La muerte de Valdivia en Pilmaiquén provocada por la lanzada de Teopolicán (Caupolicán) llenó de júbilo a los nativos, quienes realizaron reuniones en las cercanías de Tucapel para festejarla después de poner su cabeza en la puerta del señor principal. (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, p. 203).
Posteriormente el relato de este cronista se centra con detalle en la manera que tuvieron los indígenas de elegir como jefe de guerra a Caupolicán, aspecto que analizaremos con detención más adelante (Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, pp. 205–206).
Alonso de Góngora Marmolejo al referirse a los acontecimientos previos a la muerte de Valdivia, reconoció a los indios principales de las cercanías de Tucapel, a los que Lautaro instigó para que se levantaran contra los españoles (Góngora Marmolejo, Alonso de, 1960, p. 103).
Por otra parte, el sevillano cronista narra que los señores del valle de Arauco se congregaron para entregar a sus guerreros a los capitanes menores comandados por Peteguelen, el principal de todos (Góngora Marmolejo, Alonso de, 1960, pp. 110 y 154). Asimismo, hace referencia a Colocolo, considerado también como cacique de importancia de este valle e informante de los conquistadores hasta entonces (Góngora Marmolejo, Alonso de, 1960, p.146). Tiempo después, guió las embestidas contra los ibéricos en esta provincia (Góngora Marmolejo, Alonso de, 1960, p. 150).
No queda duda que durante el siglo XVI los peninsulares distinguieron a los guerreros y a quienes los comandaban, pero no registraron su denominación en lengua vernácula (Toqui) como en la centuria siguiente. Por otra parte, la información que entregan algunos cronistas acerca del surgimiento de estos jefes de guerra no siempre es coincidente.
Los caciques en la crónica de Gerónimo de Bibar
La presencia de los caciques en el valle de Aconcagua fue identificada por Gerónimo de Bibar en 1549 (Orellana Rodríguez, Mario: (1988), 2006, p. 45), mencionando que el de mayor renombre en ese lugar era Michimalonco, señor belicoso y temido por los naturales, quien libró guerras junto a Tanjalongo en contra de Atepudo y Quilicanta (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 55), debido a que éste último facilitó la instauración del dominio incaico y colaboró posteriormente con Diego de Almagro.
Los asedios permanentes de Michimalonco terminaron por confinar a Quilicanta en el valle del Mapocho, poco tiempo antes de la llegada de Pedro de Valdivia (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 50–52).
La relación entre Michimalonco y el conquistador de Chile no fue distinta. Desde el principio demostró rechazo, soberbia y contumacia contra los peninsulares, amenazándolos de muerte junto a los indios que les proporcionaron ayuda y obediencia (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 50–54). Sin embargo, depuso esta actitud cuando fue apresado por Rodrigo de Quiroga, mandando a su gente y a Tanjalongo a que colaboraran con los propósitos de los cristianos.
Esto provocó desconcierto entre sus seguidores e incapacidad para seguir enfrentando a los europeos, de modo que la captura del insigne cacique menguó el espíritu beligerante de sus hombres, asentándoseles la sensación de incertidumbre y abandono (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 57–60). Pese a todo, su liderazgo permaneció entre aquellas agrupaciones con las cuales formó el pacto de resistencia, de igual manera que su imagen intimidante en los españoles.
Pero la sumisión no fue prolongada, ya que al recuperar su libertad buscó la oportunidad para atacar nuevamente a los hispanos, uniéndosele Quilicanta, los indios del Mapocho y los llamados pormocaes (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 61–65). El apoyo conseguido permite inferir que las rencillas entre ellos si no terminaron, al menos se aplazaron, pues la necesidad de acrecentar la cantidad de guerreros para expulsar a los extraños importaba más que las pendencias que mantenían. Conforme a este bien mayor, se reunieron en las tierras del cacique Cachapoal, en las cercanías del río del mismo nombre, acordando en conjunto incendiar la ciudad de Santiago13.
Las habilidades guerreras le confirieron un poderoso prestigio personal a Michimalonco (Silva, Osvaldo, 1995, pp. 49–64; Silva, Osvaldo; Farga, Cristina, 1997, pp. 21–23), permitiéndole establecer reciprocidades con otros lebos mientras duraba la guerra, ya que terminado el conflicto finalizaba la colaboración. Sin embargo, ofrecerles protección a los grupos que perdieron mayor cantidad de hombres en las confrontaciones podría haber prolongado los vínculos reciprocitarios.
En su desplazamiento hacia el sur del río Maipo, Bibar identificó a los caciques Aynavilo y Peteguelen. Este último era un señor de Arauco, cuyo arrojo en la guerra le permitió tener un abultado número de guerreros que exaltaba la voluntad de enfrentar a los conquistadores (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 185–186, 168 y 171).
Por su parte Aynavilo, sucedió a su padre Andalién al demostrar valor para la guerra y habilidades para implementarla, como lo comprobó al embestir a los españoles entre los ríos Andalién y Biobío.
Si bien apreciamos que el común denominador en ambas jefaturas fueron las destrezas guerreras y el denuedo para enfrentar a los rivales, en el caso de Aynavilo cumplió un papel adicional haber sido hijo del cacique que le antecedió.
Sin desconocer que la temprana información para esta zona es incompleta, podemos considerar plausible que, en el relevo del jefe de los guerreros, además de las aptitudes físicas, existió una preferencia por los hijos de los predecesores. Esta regla, de haber existido, no responde a un mayorazgo o algo similar, pues las cualidades para comandar en la guerra no necesariamente las detentaba el primogénito.
Aunque las indicaciones de Bibar permiten identificar las características de los jefes de guerra, impiden alcanzar una única conclusión sobre la manera que tenían de nombrarlos.
Como ejemplo de esta limitante encontramos al afamado Lautaro, quien surgió por el reconocimiento que hicieron ciertas parcialidades a su valentía e ímpetu (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 202). Con el respaldo del conocimiento adquirido a través de los años que sirvió a Pedro de Valdivia, logró asertivas acometidas contra los peninsulares que le permitieron consolidar la imagen de diestro guerrero entre los linajes14.
Enfrentó al gobernador y sus huestes, apresándolo junto a un yanacona en el pueblo Pilmaiquén (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 202). Luego, llegó hasta esa localidad Caupolicán, señor de una parte de dicho pueblo con la intención de matar a Valdivia, propinándole un lanzazo (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 203). El cronista quedó asombrado de la cohesión demostrada por los naturales bajo el mando de Lautaro, como se aprecia al relatar la muerte del gobernador en Tucapel el año 1553.
Sus relaciones dan cuenta que el liderazgo de Lautaro fue favorecido por el dominio que tenía del caballo y el conocimiento de la distribución de las improvisadas fuerzas hispanas. Esta ventaja permitió a sus congéneres reconocerle idoneidad para atacar a los invasores. Pero fue la captura de Pedro de Valdivia el corolario que dispuso su incorporación en los futuros asaltos contra los hispánicos.
Aunque no señala las razones por las cuales Lautaro dejó de ejercer el liderazgo principal, es posible que sus seguidores retomaran el mandato de sus propios jefes familiares. En esta situación podría haber incidido el reducido contingente de guerreros que tenía su lebo y las mayores potencialidades de los otros caciques para liderar en la guerra. Su ausencia en la demostración de habilidades y en la participación para dirimir al jefe de guerra, podrían respaldar estas hipótesis.
Con motivo del triunfo, los aborígenes se reunieron para elegir a un jefe que mandara en los asuntos de la guerra. Por primera vez en su crónica menciona a los distintos señores con su respectiva proporción de indios dispuestos a pelear: Colocolo, Paylaguala, Paycavi, Yllecura, Tocapel, Teopolican y Ayllacura (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, pp. 205–206). Como cada uno buscaba comandar, se provocó una intensa discusión que fue zanjada por el cacique Millarapue, quien los emplazó a terminar con las discordias recordándoles que eran hermanos y amigos (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 206). Como solución propuso que asumiría la jefatura de guerra el que mantuviera un tronco sobre sus hombros por mayor cantidad de tiempo, lográndolo Caupolicán (Teopolican), indio dispuesto, membrudo, robusto y tuerto del ojo izquierdo (Gerónimo de (1558) 1979, p. 206).
La capacidad de Millarapue para dar órdenes y hacerse obedecer manifiesta la autoridad que detentaba, lo que quedó demostrado en la impronta personal y los medios que utilizó para solucionar el conflicto.
Por su parte Caupolicán, reconocido como jefe de guerra por los demás señores, nombró a Lautaro su general y le entregó tres mil indios para que embistiera a los peninsulares (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 206). Cumpliendo con este mandato enfrentó a Pedro de Villagra, a quien le negó la paz cuando pretendía reconstruir un fuerte en las cercanías de Concepción el año 1557.
Finalmente, con la llegada de García Hurtado de Mendoza, Caupolicán nuevamente se hizo visible para Bibar. En el viaje que realizó el gobernador desde Arauco hacia Tucapel, el cronista relata que en la provincia de Millarapue se les presentó Teopolican, señor y general de esa gente, indio belicoso y guerrero (Bibar, Gerónimo de (1558) 1979, p. 241).
Al parecer, la fiera impresión inicial que relató de otros caciques se combinó con la locuacidad para lograr acuerdos.
El beneficio de la duda se presenta en la manera de elegir al jefe de los guerreros15. No resulta verosímil que la sustentación de un tronco en los hombros por más tiempo dirimiera quién los comandaría. En el mejor de los casos podría haber resuelto quienes eran los más aptos entre los menos conocidos para disputar la jefatura, incorporándose así los más jóvenes.
Con todo, mantener un tronco sobre los hombros dos días y una noche no prueba cualidades en el uso de las armas y tampoco deja ver condiciones de estratega en un individuo, por lo que la reunión para elegir a un jefe de guerra es el aspecto sustantivo culturalmente.
Sin descartar que esta situación se hubiese presentado durante el periodo prehispánico, los lebos se agruparon para luchar contra un poderoso enemigo común que buscaba avanzar impetuosamente desde el río Maipo hacia el sur, desarraigándolos de sus tierras, familias, costumbres y tradiciones.
Góngora Marmolejo y los caciques de Arauco, Purén y Tucapel
La zona geográfica que se extiende desde el río Biobío hacia el sur, entre la cordillera de Nahuelbuta y el borde litoral, está provista de una abundante vegetación, variedad de recursos marinos y tierras fértiles para el desarrollo de cultivos, atributos que en su conjunto han permitido el sustento alimenticio de la población nativa desde el periodo prehispánico16. Reconocidas estas bondades por los expedicionarios europeos no dudaron en ocuparlas, especialmente Arauco, Purén y Tucapel17.
En este afán, Alonso de Góngora Marmolejo –quien llegó al reino en 1549–, distinguió la presencia de prominentes caciques que guiaban a los guerreros para impedir el avance peninsular, como en el caso de Lautaro, quien fue mencionado por el cronista por primera vez cuando se enteró de la muerte de Valdivia.
En su relato indica que después de servir a Pedro de Valdivia como mozo de caballos con el nombre de Alonso, se escapó y colaboró en el incendio del fuerte Tucapel en 1553. Posteriormente participó de una junta de indios donde acordaron atacar al gobernador, como lo refiriera Bibar. En esa oportunidad incitó a levantarse contra los cristianos, logrando la atención de los caciques principales, quienes decidieron seguir sus órdenes (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, pp. 102–104).
Derrotados los españoles y apresado Pedro de Valdivia, Lautaro lo despojó de su vestimenta para que sus hombres se la repartieran como parte del botín, escogiendo él la prenda que quiso por el acierto logrado, como era su costumbre. Agrega que era más belicoso que indio, talante que se aprecia en la manera de ultimar al conquistador de Chile, pese a que no presenció el macabro acontecimiento (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, pp. 104–105).
Este es el único cronista que señala que Lautaro ordenó matar a Pedro de Valdivia.
En medio de las luchas intestinas por la sucesión de la gobernación, los españoles desataron furibundas embestidas contra los nativos por el infausto acontecimiento, las que fueron contrarrestadas por Lautaro al desplazarse por las comarcas cercanas persuadiendo a los indígenas a luchar contra los peninsulares. Incluso, con la finalidad de expandir la desafección, envió mensajeros hasta los alrededores del río Maule (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 120).
El cronista refiere extensamente las reuniones que este cacique sostuvo con los indígenas para que resistieran la dominación. Empleando su enjundia a través de palabras recias y bravas que enrostraban la miseria que les provocaba el cautiverio, Lautaro les expresó que había salido de su tierra a procurarles libertad, enfatizándoles la necesidad de mantenerse unidos y libres, pues todos eran uno sólo y “parientes antiguos”, razón por la cual, los cristianos no tendrían ninguna ventaja sobre ellos (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 121).
Pese a desconocerse el lebo al cual perteneció, el resultado de sus discursos se reflejó en la obediencia hacia el señero liderazgo que ejerció para encabezar la rebelión. La capacidad oratoria descrita por el cronista habría sido su principal medio de concientización, junto con las habilidades para dominar al caballo.
Como lo hiciera Bibar, este informante no registró la participación de Lautaro en la demostración de habilidades que determinó el nombramiento de Caupolicán, y tampoco como observador de ella, lo cual indicaría que, por una parte, sus cualidades guerreras carecieron de méritos para permanecer al mando de los guerreros, y por otra, su opinión fue desconsiderada, si es que la tuvo.
Al llegar a la localidad de Arauco, Góngora Marmolejo reconoce a un señor de nombre Peteguelén. Describe que los caciques principales y sus hombres se agruparon para repartir a los guerreros entre los capitanes menores y nombrar como principal de todos al referido Peteguelén, sin explicar las capacidades que ofrecía para liderar a los lebos (Góngora Marmolejo, Alonso de, 1960, p. 110). Sin embargo, advierte que este cacique no tenía el apoyo de todos los indios de guerra, ya que algunos lo consideraban enemigo por hablar con los españoles en vez de acecharlos (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, pp. 153–154).
En relación a Caupolicán las descripciones son escuetas y posteriores a las relatadas por Bibar. Es mencionado cuando García Hurtado de Mendoza se dirigió desde Cañete hacia Valdivia en 1556, indicando que era señor principal de Pilmaiquén. Descollaba en él su calidad de guerrero, definiéndolo como hombre valiente y de aspectos membrudo, al que los indios temían debido a las crueldades que cometía con aquellos que se negaban a apoyarlo en la guerra e infringían su mandato. Finalmente agrega que se atribuyó la muerte de Pedro de Valdivia cuando fue capturado por los españoles, presumiendo que conservaba su espada, una celada y un crucifijo de oro (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 135).
El cacique Colocolo también fue reconocido por este cronista como un indio principal de Arauco, que era informante de los castellanos (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 146). Sin embargo, cuando los españoles despoblaron la ciudad de Cañete y se dirigieron hacia Concepción, los indios decidieron atacar el fuerte construido en Arauco, realizando una junta general en la que le pidieron que comandara la ofensiva (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 150).
Finalmente, indica que Millalelmo fue otro nativo importante que intervino en el asedio contra el fortín y a quien reconoció como un guerrero belicoso (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 154). Menciona que convocó a todos los naturales para hablarles de la importancia de mantenerse subordinados a las órdenes de los señores principales y de la necesidad de resguardar su libertad, animándolos a tomar las armas (Góngora Marmolejo, Alonso de: 1960, p. 163).
Mariño de Lobera y su tardía descripción de los caciques
Soldado de oficio que llegó al reino de Chile en 1551 para colocarse a las órdenes de Pedro de Valdivia, fue el último de los cronistas del siglo XVI que hizo referencia a los caciques desde Aconcagua hasta el río Toltén. Debido a su muerte a fines de 1594, escribió su crónica el sacerdote jesuita Bartolomé Escobar, situación que despunta aprensiones sobre la veracidad e idoneidad de esta fuente; suspicacias que se agudizan por la posibilidad de que ambos hubiesen leído a Bibar y a Góngora Marmolejo. Trasciende a estas sospechas las manifiestas exageraciones que presenta el relato frente a diversos acontecimientos, como también el uso de palabras idénticas a las de sus antecesores para referirse a los indígenas. Al mencionar a los nativos de Aconcagua, Lobera señala que no vivían en pueblos, sino cada uno en su sitio, cultivando sus propias sementeras y criando ganados. La comunicación entre ellos era esporádica, principalmente por asuntos de urgencia común se reunían en un lugar específico para elegir a un indio principal como gobernador de cada comarca (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 254). Con motivo del arribo de los peninsulares se juntaron para designar a un jefe que los guiara a todos en la guerra. El discernimiento demoraba varios días, lapso en el cual comían y bebían, y realizaban variadas pericias físicas con las que demostraban sus capacidades para conducir los ataques.Resolvieron escoger a un indio esforzado y respetado llamado Michimalonco, el que fue nombrado con gran solemnidad como era su costumbre (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 254). La representación social y política que tenía este principal – a quien el cronista denomina caudillo –, implicó que Pedro de Valdivia buscara la forma de apresarlo porque era cabeza del gobierno en paz y en guerra (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, pp. 260–261), de modo tal, que todos los caciques y señores continuaran sujetos a él en su condición de cautivo.
Acordó Michimalonco con otros caciques prisioneros llevar a los españoles hasta el lavadero de oro de Margamarga, pues los castellanos pretendían enviar el metal extraído a España para demostrar la riqueza aurífera que había en el reino y atraer mayor población desde la península. Con este propósito ordenaron a los naturales que construyeran un bergantín, quienes al darse cuenta de las intenciones de los ibéricos se reunieron y convinieron rebelarse, a pesar del rechazo expresado por Michimalonco (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 262).
Esta información se contrapone a lo mencionado por Bibar, ya que demuestra que las agrupaciones no siempre acataron en toda circunstancia las disposiciones del jefe que los comandaba.
Refiere Mariño de Lobera que Michimalonco hablaba a los hombres que le seguían severamente, utilizando palabras graves que imponían señorío, autoridad y oficio, pero no por ello menos prudencia y sagacidad. Para el cronista, el respeto que inspiraba en su gente se debía también al temple liberal de su carácter, la frugalidad que demostraba, su generosidad y compostura (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 266). Además, contribuía su apariencia física, pues era de “buena estatura, muy fornido y animoso; tenía el rostro alegre y agraciado” (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 266).
Señala también que indujo a los principales capitanes y cabezas del reino a que aceptaran la paz de los españoles y los asistieran en sus desplazamientos hacia el sur (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, pp. 303–307). Esta aquiescencia se debió principalmente a la merma de sus guerreros, ya que en esas condiciones no podrían mantener su resistencia y evitar los castigos que les propinarían si eran cautivados (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, pp. 272–273).
Con todo, las pretensiones del conspicuo cacique no quedaron exentas de discusiones entre los señores e indios de mayor edad, hombres ricos y estimados que finalmente apoyaron su propuesta. Sin perjuicio del asentimiento otorgado, Mariño de Lobera advierte que los más jóvenes, ancianos y capitanes que ostentaban prestigio por sus experiencias en la guerrera se opusieron a la resolución de manera desafiante, persuadiéndolos a deponer la hostil actitud algunos de los caciques principales que apoyaron a Michimalonco (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 273).
En las cercanías de Arauco también habitaba Aynavilo, un sobresaliente señor que Lobera conoció cuando Pedro de Valdivia se dirigió hacia dicha provincia y libró la batalla de Andalién en 1550. Relata el cronista que este cacique fue elegido por toda la gente para gobernar a los guerreros, independiente de la provincia a la cual pertenecían (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 301), constituyéndose en otro de los primeros indicios de lo que fueron las ayllareguas.
Aynavilo fue descrito por Lobera como un hombre esforzado, prudente, de amplios conocimientos en los asuntos de guerra y gobierno, razón por la que los caciques principales le entregaron la atribución de mandar en toda la tierra, acometer a los españoles y a los indios que provocaran desavenencias.
Investido con los atuendos que lo distinguían fue proclamado por los asistentes, los cuales enviaron mensajeros hacia lugares distantes para que toda la tierra tuviese conocimiento de su mandato, especialmente los araucanos y tucapelinos (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 301). Al parecer este cacique dejó de interesar al cronista, ya que no continuó registrando mayores informaciones.
Suerte distinta tuvo Caupolicán cuya presencia fue atrayente para este informante como lo fue para Bibar. Si bien coinciden en que su elección fue determinada por la demostración de fuerza que hizo al sostener por mayor tiempo un tronco sobre sus hombros, Lobera advierte que existe una exageración derivada de La Araucana, poema en el cual Alonso de Ercilla expresa que éste cacique fue como un senador romano y no como un indio chilense (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 331).
Luego agrega que la prueba física narrada no fue la única, sino que hubo otras sin precisarlas, advirtiendo que para los araucanos y tucapelinos esta manera de elegir al jefe de los guerreros no era suficiente, porque no les permitía determinar quién presentaba las mejores aptitudes.
A juicio de Lobera, la sagacidad, el valor y la prudencia fueron las cualidades que llevaron a Caupolicán a convertirse en “general” (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 331). Distingue la serenidad que tenía para comunicar sus decisiones, pues constituyó un rasgo característico de su personalidad, como se aprecia al relatar el enfrentamiento entre indígenas y españoles en una laguna cercana al valle de Liucura (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 339).
La muerte de este jefe nativo no fue considerada por este cronista. Sin embargo, señala que antes de su ejecución llegó su mujer con el hijo de ambos reprochándole haber sido apresado, matando al infante en su presencia al azotarlo contra unas piedras (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 395).
Coincidiendo con Góngora Marmolejo, Lautaro fue descrito por Lobera como caballerizo de Pedro de Valdivia. Para luchar contra los cristianos se cambió al bando de los indios rebelados, ejerciendo liderazgo entre las agrupaciones que capturaron al gobernador (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 335)18. Aunque no entrega detalles de cómo lo ultimaron, mencionó que conocía dos relatos. En el primero el conquistador de Chile habría muerto de un golpe en la cabeza propinado por Pilmaiquén. El segundo, señala que Pedro de Valdivia fue obligado a beber oro fundido por los indígenas (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, pp. 336–337).
Posteriormente este cacique es aludido por el cronista cuando participó junto a Caupolicán en la embestida contra los españoles en Liucura (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, pp. 339–340), apreciándose con claridad el papel que desempeñó cuando fue enviado a saquear y destruir la ciudad de Concepción en 1554 (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 349).
Definiéndolo como arrogante, indica que las agrupaciones lo estimaban por sus victorias, pues los triunfos le permitieron proyectar una imagen salvadora; fama que Lobera percibió en el contingente de hombres que lo acompañó para atacar la ciudad Santiago (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 356).
Como resultado de la vehemente lucha contra los peninsulares después de haberles servido, Marcos Veas19 –un viejo expedicionario que conoció a Lautaro en casa del fallecido gobernador–, lo trató de traidor, retrucándole el cacique que habían sido los hispanos quienes llegaron hasta sus tierras para enseñorearles sus libertades y quitarles a sus mujeres, enrostrándole que en esa actitud hubo traición y alevosía.
Este engaño y el consecuente mal provocado llevaron a que Lautaro y su gente no tuvieran la obligatoriedad de conservar dicha amistad (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 357). Como ocurriera con Caupolicán, tampoco continúa entregando mayor información al respecto.
El cacique Colocolo fue considerado por este informante como un hombre prudente y experimentado en la guerra, de igual modo que los caciques Peteguelén, Villarapue y Labapie (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 340). Refiere que Peteguelén junto a Colocolo convocaron a las agrupaciones de la provincia de Arauco para protegerse de los ataques hispánicos, acudiendo al llamamiento hasta los nativos de la isla de Chiloé (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 343).
La capacidad de convocatoria de ambos caciques y la efectiva comunicación que tenían era una realidad innegable.
Después de enfrentar a los hispanos para impedir que reconstruyeran Concepción en 1555, Lobera señala que los indígenas se allanaron a aceptar la paz debido a las persuasiones realizadas por el gobernador. Una vez que García Hurtado de Mendoza reedificó el fuerte de Arauco, Colocolo concurrió a cumplir su palabra junto a Cayo Mangue, –padre de Peteguelén–, y los caciques Longonabal, Petumilla y Carilemo, acompañados por otros capitanes de prestigio con sus respectivos guerreros. En esa oportunidad advirtió al gobernador de la traición que habían tramado algunos indios rebelados para matarlo (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, pp. 400–402).
Caciques y señores en los poemas épicos
La Araucana: la perspectiva de Alonso de Ercilla
El poema épico de Ercilla también hace referencia a los jefes de las distintas agrupaciones indígenas entre los años 1539 y 1558. El estudio realizado por Mario Orellana a La Araucana demuestra que las narraciones del poeta se basaron en hechos fidedignos, ya que el conocimiento de ellos los obtuvo al observarlos personalmente, escucharlos o bien leerlo, lo cual valida metodológicamente la veracidad del escrito pese a las exageraciones que presenta. (Orellana Mario, 2010).
El poema épico de Ercilla también hace referencia a los jefes de las distintas agrupaciones indígenas entre los años 1539 y 1558. El estudio realizado por Mario Orellana a La Araucana demuestra que las narraciones del poeta se basaron en hechos fidedignos, ya que el conocimiento de ellos los obtuvo al observarlos personalmente, escucharlos o bien leerlo, lo cual valida metodológicamente la veracidad del escrito pese a las exageraciones que presenta. (Orellana Mario, 2010).
Esta obra –al igual que la de otros bardos de la época–, reviste especial interés para la etnohistoria. A través de las luchas que tenían los lebos contra los españoles, como también las que libraban entre ellos debido al apoyo que prestaron a los hispánicos, Ercilla muestra una realidad étnica que permite comparar a los jefes de guerra, conocer sus características y algunas de sus funciones sociales.
El madrileño que arribó al reino en 1557, menciona que en el Estado de Arauco había en total dieciséis caciques, algunos más valientes que mandaban y cuya desobediencia era apremiada. Estos señores tenían la obligación de enseñarles a los mocetones las cosas de la guerra con cuidado y disciplina para que después prepararan a las próximas generaciones. Este proceso se iniciaba desde la niñez, inhabilitando a los que flaqueaban o no eran aptos para ella (Ercilla, Alonso de, 1866, canto I, pp. 5–6).
En relación al liderazgo para comandar a los guerreros, establece que no era heredado de padres a hijos, sino, nombrado por su idoneidad y dedicación, ya que a través de esas cualidades se demostraba el valor que tenía cada individuo, especialmente los jóvenes (Ercilla, Alonso de, 1866, canto I, pp. 6–7).
De igual manera que los cronistas, Ercilla señaló que las reuniones para hacer la guerra eran convocadas por un señor, quien despachaba mensajeros hacia las demás agrupaciones, debiendo cada cacique confirmar su asistencia a la brevedad. Aparentemente quedaban disculpados aquellos conglomerados que avisaban oportunamente su inasistencia (Ercilla, Alonso de, 1866, canto I, pp. 12–13).
Las características físicas de los guerreros fueron motivo de atención para el poeta. Los describe como hombres robustos de cuerpos bien formados, anchos de espalda, altos, ágiles, valientes y atrevidos. Aprecia también sus capacidades para tolerar las diferentes temperaturas diarias y resistencia al hambre (Ercilla, Alonso de, 1866, canto I, p. 16).
Exhibir estas condiciones era indispensable para guiar a los guerreros, como se infiere de la elección de Caupolicán; relato que coincide con el de Bibar, y el cual Mariño de Lobera considera una exageración de Ercilla (Mariño de Lobera, Pedro, 1960, p. 331).
La manera de elegirlo se debió a las airadas discusiones entre los distintos jefes por dirigir los futuros ataques contra los españoles, constituyéndose en una necesidad imperiosa dirimir la disputa para evitar divisiones y mayores conflictos. Aunque no existe una única versión y la prueba de mantener por mayor tiempo un tronco sobre los hombros es cuestionable, se puede convenir en que la elección del jefe de los guerreros por medio de la demostración de sus destrezas fue una realidad indiscutible en estas situaciones.
Los relatos de Bibar y Ercilla coinciden en que hubo mediación para aplacar las tensiones entre las agrupaciones, diferenciándose en que el cronista la atribuye a Millarapue y el poeta a Colocolo, señalando que este último indicó que todos los interesados eran miembros de un mismo linaje (Ercilla, Alonso de, 1866, canto II, pp. 33–45).
Elegido Caupolicán se realizó la ceremonia en la que todos los demás caciques y guerreros comprometieron su obediencia, creciendo su reputación, opinión y temor más allá de quienes le seguían (Ercilla, Alonso de, 1866, canto II, pp. 33–45).
Sus aptitudes personales y características físicas influyeron en su prestigiosa fama. Ercilla lo describe como hombre con determinación y autoridad, grave y severo, riguroso, áspero y justiciero. Además de diestro y sagaz, era mozo alto y ancho de cuerpo (Ercilla, Alonso de, 1866, canto II, p. 41).
Aunque las particularidades físicas eran relativamente similares entre los guerreros, las condiciones personales de los colaboradores más cercanos de los jefes de guerra fueron elementos distintivos que llamaron la atención de Ercilla. Destaca en ellos valía y arrojo frente a cualquier peligro, además de la capacidad para hacerse obedecer como se aprecia al referirse a Cayeguano y Alcatiray (Ercilla, Alonso de, 1866, canto II, p. 46).
Sin embargo, menciona con mayor detalle los talantes de otros caciques, como fue el caso de Lautaro a quien Caupolicán nombró como su capitán y teniente debido a la colaboración que prestó en el ataque contra los españoles que cobró la vida de Pedro de Valdivia (Ercilla, Alonso de, 1866, canto III, p. 85). Señala que era trabajador, ambicioso y con disposición. Seguro, cuerdo y sabio, de carácter manso y gentil. Tenía estatura mediana, espalda ancha y pectoral prominente (Ercilla, Alonso de, 1866, canto III, p. 86).
Con relativa ambigüedad el poeta hace referencia al origen de Lautaro, dejando el beneficio de la duda al no poderse contrastar con fuentes de primera mano esa información. Señala que fue hijo de un cacique conocido, cuyo nombre no menciona y que sirvió de paje del extremeño conquistador. Debido “al amor a su patria” instigó a los indígenas para que se levantaran contra los españoles, iniciando briosas campañas que finalizaron con la muerte del gobernador por medio del mazazo propinado por Leocato, un pariente de Caupolicán (Ercilla, Alonso de, 1866, canto III, pp. 68, 78–79).
Frente a este hecho, Ercilla solo coincide con Mariño de Lobera en la forma en que murió, aunque el cronista también advierte que pudo fallecer por la ingesta de oro a la que lo obligaron los nativos. Como señaláramos, para Bibar, Pedro de Valdivia fue ultimado de una lanzada, en tanto para Góngora Marmolejo murió descuartizado.
Respecto al causante tampoco identificamos convergencia. Según Bibar habría sido Caupolicán, Góngora Marmolejo señala que Lautaro ordenó matarlo, y Ercilla inculpa a Leocato. Por su parte, Mariño de Lobera indica que fue Pilmaiquen, nombre que coincide con la localidad donde Caupolicán era señor principal de acuerdo al relato de Góngora Marmolejo.
Con todo, ninguno de ellos presenció el hecho y sobrevivió para contarlo, por lo que tener certeza de quién ejecutó a Pedro de Valdivia será poco probable con la información disponible. Sin embargo, esto no quiere decir que el hecho sea inverosímil y que predomine la tendencia a pensar que Caupolicán fue quien mató al primer gobernador del reino.
Diego Arias de Saavedra y los caciques en el Purén Indómito
Atribuida inicialmente a Fernando Álvarez de Toledo, Purén Indómito es una obra de importante valor etnohistórico. Abarcando el periodo que se extiende entre 1598 y 1600, Diego Arias de Saavedra, su verdadero autor, describe diversas cualidades de los caciques al ejercer su liderazgo.
En contraste con la información proporcionada por los primeros cronistas y el poema de Ercilla, no identifica a los jefes nombrados en los relatos anteriormente analizados, entregando a cambio testimonios de otros principales que cumplieron un papel relevante en la guerra desde fines del siglo XVI.
Uno de los primeros caciques que describe fue a Navalburí, hombre de gravedad originario de Molchén (Mulchén), respetado por todo el linaje de su localidad. Lo califica como un valiente capitán, gran personaje, sabio, discreto y astuto, de trato cauto aunque belicoso, con carácter indómito y gallardo. (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto I, p. 2 y Canto VII, p. 141).
En Purén Indómito no se establecen diferencias entre los atributos de los guerreros y sus jefes, como se aprecia en el relato de la junta que realizaron los nativos para embestir a los españoles en Curalaba el año 1598.
Al respecto menciona que Pelantaro guió a dos cuadrillas de guerreros hacia dicha localidad, de igual manera como lo hicieron Anganamón y Guaiquimilla. Estas cuadrillas se caracterizaron por tener hombres arrogantes, soberbios y atrevidos, desleales, traidores y embusteros; estas últimas calificaciones debido a la costumbre que tenían algunas agrupaciones de acordar la paz y después desconocerla (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto I, p. 13).
La muerte del gobernador Martín García Óñez de Loyola como resultado de este ataque, sembró terror en el reino a medida que se fue conociendo la noticia, lo que llevó a algunos capitanes españoles, como Pedro Silva, a resguardarse junto a la población castellana dentro de los fuertes para reunirse posteriormente con los caciques.
A esa junta, el soldado y cronista indica que concurrió primero Quintegueno, general de los araucanos y amigo de los hispanos durante largo tiempo. Después se incorporó Tarucán, señor del terreno donde se reunieron, junto a dos de sus hermanos, Huenturai y Leviande, caciques ricos y famosos (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, p. 30).
Agrega que los indígenas enviaban mensajeros para llamar a los señores, lo que coincide con la información encontrada en los cronistas. Sin embargo, señala que consideraban traidores a los jefes que no concurrían al llamamiento a excepción de aquellos que estaban enfermos (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, p. 38). Esta afirmación además de concordar con lo indicado por Ercilla en cuanto a que hacían concesiones, precisa el motivo de dicha dispensa.
Por otra parte, frente a las disputas que se presentaban entre los caciques para comandar la guerra, menciona que eran resueltas por los indios de mayor edad, como fue el caso de Pailamacho, cacique anciano y primo hermano de Pelantaro (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, p. 44).
En la solución de este tipo de conflictos, Arias de Saavedra identificó una relación de parentesco entre quienes ejercían la autoridad y los que la representaron, demostrándose su influencia en estos asuntos.
Sugiere que la prudencia era una cualidad fundamental en quienes pretendían dirigir a los guerreros, utilizando como ejemplo el caso de Pelantaro, a quien Pailamacho describió como un hombre afable, apacible y manso (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, p. 46). Añadió este veterano cacique que el mayor reconocimiento se lograba manteniendo la unidad, pues, les permitía conservar la fuerza para luchar y alcanzar una victoria más digna al disminuir el derramamiento de sangre (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, p. 47).
Arias de Saavedra reconoció que Pailamacho convenció con éxito a todas las agrupaciones para que siguieran las órdenes de Pelantaro, incluyendo a las que estaban subordinadas a Anganamón y Guaiquimilla. Como retribución, comprometió la colaboración de Pelantaro en las próximas acometidas que iban a realizar para liberarse del vasallaje peninsular (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, pp.51–54).
Posiblemente para evitar suspicacias entre los lebos por el ofrecimiento, Pailamacho colocó a su joven hijo Guaracacho –quien había participado del ataque al fuerte de Arauco–, bajo las órdenes directas de Pelantaro para que embistieran juntos a los españoles (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto II, p. 55).
Finalmente, el poeta indica que, al llamamiento convocado por un señor de la Mariquina, Pelantaro envió a Pailaqueno, su suegro, quien además de ejercer el cargo de teniente era un hombre ambicioso (Arias de Saavedra, Diego, 1862, canto XVIII, p. 354).
Conclusiones preliminares
Los testimonios del siglo XVI indican que el liderazgo indígena fue reconocido tempranamente por los españoles, quienes asociaron a las agrupaciones nativas con el territorio que ocupaban. En medio de la vorágine por conquistar, identificaron a quienes comandaban a los guerreros, destacando su valía en la contienda. Pero además de esta cualidad, reiteradamente los cronistas advierten otras características comunes que fueron visibilizadas por algunos de los estudios realizados a esta sociedad a partir del siglo XX.
Considerando estos aportes podemos convenir, en términos generales, que en el siglo XVI – y posiblemente durante el periodo prehispánico–, el liderazgo se presentaba al interior de cada linaje o lebo; término utilizado por los peninsulares en esta centuria para referirse a un grupo indígena determinado y al lugar donde se reunían. Particularmente a las que se localizaban entre los ríos Itata y Toltén.
En cambio, para señalar a los grupos de parentesco y territorial que se encontraban al sur de este último río, la expresión lebo fue utilizada por los foráneos para señalar a la unidad social que estaba compuesta por distintos cavies, lo que puede significar una diferenciación sustantiva en términos de organización social con las que se emplazaban en el sector septentrional.
Junto con esta particularidad, los españoles reconocieron que los aborígenes del sur del mencionado hito emplearon la expresión regua para referirse al lugar específico de reunión.
Debido a la numerosa cantidad de lebos registrados por los primeros informantes, es posible convenir que los originarios de la Araucanía fueron una sociedad segmentada, la cual se organizó social, económica y políticamente a partir de las relaciones de parentesco consanguíneo y extendido.
Esta singular manera de ordenarse implicó que los lebos actuaran como un todo social, especialmente frente a amenazas o situaciones de conflicto. En este contexto, cada una de las unidades sociales básicas estaba representada por un jefe o cacique que ejercía justicia a través de la guerra o por medio de la compensación, y al que todos los integrantes del lebo seguían, independiente de que su parentesco con él fuese consanguíneo o extendido, o bien perteneciera a un lebo distinto, pues le reconocían como líder que detentaba la autoridad porque tenía la capacidad para mandar y hacerse obedecer, gozaba de reconocimiento y prestigio.
Por otra parte, es importante destacar que desde fines del siglo XVI la palabra lebo comenzó a reemplazarse en la documentación colonial por el vocablo regue o regua. Este cambio podría explicarse porque los españoles asociaron con este término a las agrupaciones y al lugar de reunión o procedencia de los linajes.
Con la implementación de reuniones para acordar la paz en medio de la guerra, los peninsulares fueron identificando con mayor propiedad a los caciques, destacando a los que buscaban expulsarlos de sus tierras. En estas circunstancias reconocieron a emblemáticos jefes de guerra, sin registrar el término toqui para referirse a ellos como lo hicieron a fines de esta centuria.
Pero más allá de esta incuestionable realidad que presentan las fuentes y la limitada información que entregan, se pudo apreciar que para guiar a las fuerzas guerreras el nativo responsable debía tener cualidades que lo hicieran merecedor de la obediencia de sus hombres, de modo tal, que sus destrezas físicas, valía y arrojo, junto con su habilidad para utilizar las armas, constituyeron el sustento fundamental de su liderazgo.
La convicción y elocuencia para hablar, además de las actitudes decisivas que demostraba al entregar órdenes y castigar las desobediencias, fueron aptitudes que también acompañaron su jefatura.
En consecuencia, durante el siglo XVI el jefe de los guerreros presentó dos maneras de surgir: por herencia, cuando un hijo en edad de asumir esa responsabilidad cumplía con los atributos y destrezas para ejercer el liderazgo, como ocurrió con Aynavilo, o bien por elección, cuando el heredero carecía de las cualidades que demandaba el cargo.
En este último caso, cuando los lebos no alcanzaban consenso debían elegir entre sus guerreros. Para ello los mejores exponentes demostraban sus condiciones en una competencia, dirimiendo los caciques de las parcialidades al más idóneo para la contienda, como lo hicieron en el caso de Caupolicán.
El nombramiento de Pelantaro complementa la costumbre de asumir el liderazgo. Su primo hermano Pailamacho resolvió de manera distinta el conflicto que provocó el interés de los linajes por comandar la guerra. En este caso la influencia del anciano cacique para que aceptaran a su familiar como jefe de guerra, demuestra que los vínculos de parentesco tuvieron un papel importante en el ejercicio de la autoridad, como también las relaciones reciprocitarias que establecían los lebos.
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“Requerimiento de Jerónimo Díaz contra el repartimiento de indios realizado por Francisco de Villagra. 1555”. En Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Colectado y publicado por José Toribio Medina. Tomo XXIX. Imprenta Elzeviriana, 1901.
“Requerimiento que hizo el gobernador de Chile Martin García de Loyola a ciertos indios para que se redujesen al servicio de S.M. 1593.” En Medina, Manuscritos. Tomo 95. Fjs. 227–241.- ←Hacemos referencia a las obras de Rodolfo Lenz: Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indígenas americanas. Imprenta Cervantes, 1904. Tomás Guevara: Psicolojía del pueblo araucano. Imprenta Cervantes, Santiago, Chile, 1908. Mentalidad araucana. Sociedad Imprenta i Litografía, Santiago, 1916. Historia de Chile. Chile prehispánico. Tomo 1, Santiago, 1929. Luis Riso Patrón: Diccionario Jeográfico de Chile. Imprenta Universitaria, 1924. Ricardo Latcham: La organización social y creencias religiosas de los antiguos araucanos. Publicaciones del Museo de Etnología y Antropología de Chile. Imprenta Cervantes, Santiago de Chile, (1922)1924. La prehistoria chilena. Imprenta Cervantes, Santiago, 1928.
- ←Destacamos los aportes de Esteban Erize Diccionario comentado mapuche – español, 1960; Louis Faron, Los mapuches: su estructura social, 1969.
- ←La organización del trabajo y el asentamiento español también fueron temas de inquietud para Mario Góngora, la cual quedó plasmada en Encomenderos y estancieros: estudios acerca de la constitución social aristocrática de Chile después de la conquista 1580-1660. Departamento de Historia, Universidad de Chile sede Valparaíso. Santiago de Chile, 1970. Por otra parte, y siguiendo el lineamiento entregado por la Historia Jeneral de Chile de Diego Barros Arana (1884 – 1902), Álvaro Jara en su obra Guerra y Sociedad en Chile. Editorial Universitaria, 4ª edición, Santiago, (1961) 1971, abordó el conflicto hispano–indígena destacando el denuedo de los peninsulares por conquistar los territorios del reino de Chile. Posteriormente, los estudios fronterizos iniciados por Sergio Villalobos demostraron que, en el proceso de conquista, además de la guerra, hubo momentos de paz. Al respecto véase Historia del pueblo chileno, Tomo I, Editorial Zig-Zag, Santiago. 1980. “Tres siglos y medio de vida fronteriza”. En Relaciones fronterizas en la Araucanía. Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, Chile 1982. La Vida Fronteriza en la Araucanía. El mito de la guerra de Arauco. Editorial Andrés Bello, Santiago 1995.
- ←Se destacan en esta área los prolijos estudios de Osvaldo Silva, Holdenis Casanova y Jorge Pinto, entre otros, publicados en diversas revistas universitarias especializadas.
- ←Esfuerzos similares al de los etnohistoriadores se realizaron en términos arqueológicos por Mario Orellana, Fernanda Falabella, Ruben Stehberg, Eliana Duran, María Teresa Planella y Carlos Aldunate.
- ←Véase a Casanova, Holdenis: “El Rol del Jefe en la Sociedad Mapuche Prehispánica”. En Araucanía temas de historia fronteriza. Villalobos, S., Pinto, J., compiladores. Ediciones Universidad de La Frontera, 1985. Pp. 33 – 34. Asimismo, los estudios desarrollados por Marshall Sahlins en Asia-Pacífico – las sociedades tribales (1972) y la Economía de la Edad de Piedra (1983) –, fueron utilizados por algunos investigadores chilenos para comparar ciertos aspectos culturales de dichas sociedades con los nativos de la Araucanía. Al respecto destacamos a Silva, Osvaldo; Farga, Cristina: “El surgimiento de hombres poderosos en las sociedades segmentadas de la frontera Inca: el caso de Michimalonko”. En Revista de Historia Indígena Nº2. Departamento de Ciencias Históricas, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile. Diciembre, 1997. Pp. 21–28.
- ←En este documento los españoles por primera vez utilizan el término, posiblemente haciendo referencia al grupo de parentesco y territorial o bien solo a la agrupación.
- ←En relación al aporte historiográfico del cronista, su vida y las descripciones de los indígenas, véase a Orellana Rodríguez, Mario: La Crónica de Gerónimo de Bibar y los primeros años de la Conquista de Chile. Librotecnia editores (1988), segunda edición, 2006.
- ←Este lebo llama la atención del cronista por su predisposición a detener el avance de los españoles y enfrentarlos, como se aprecia en el relato que presenta en las páginas. 443 y 445.
- ←Existen referencias a distintos lebos en las páginas 442, 443, 454, 471, 494, 495 y 509.
- ←A nuestro juicio, durante los siglos XVI y XVII, los clanes parecen haber sido propios de la región comprendida entre los ríos Itata y Toltén.
- ←Véase “Requerimiento que hizo el gobernador de Chile Martin García de Loyola a ciertos indios para que se redujesen al servicio de S.M. 1593.” En Medina, Manuscritos. Tomo 95. Fjs. 227–241
- ←Posiblemente debido a un error paleográfico se indica que el incendio de Santiago fue el 11 de septiembre de 1540. Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 66–69.
- ←Para revisar un análisis sobre Lautaro, véase a Osvaldo Silva, 1995, pp. 53 – 62.
- ←Mariño de Lobera sostiene que hubo una exageración al respecto, añadiendo que no era la única prueba a la cual se sometían los nativos que aspiraban a comandar los ataques contra los españoles, como lo revisaremos más adelante.
- ←Véase a Adán, Leonor; Mera, Rodrigo; Navarro, Ximena; Campbell, Roberto; Quiroz, Daniel; Sánchez, Marco: “Historia prehispánica en la región Centro-Sur de Chile: Cazadores-recolectores holocénicos y comunidades alfareras (c.a 10.000 años a.C. a 1.550 años d.C.).” En Falabella, Fernanda; Uribe, Mauricio: Sanhueza, Lorena; Aldunate, Carlos; Hidalgo, Jorge: Prehistoria en Chile. Desde sus primeros habitantes hasta los incas. Editorial Universitaria–Sociedad Chilena de Arqueología. 2017.
- ←En relación a las características geográficas véase el estudio de nuestra autoría “Percepción espacial y descripción geográfica entre los ríos Biobío y Toltén”. En Revista Historia Año 17 Volumen 17 Nº1. Departamento de Ciencias Históricas y Sociales, Facultad de Humanidades y Arte, Universidad de Concepción. 1er semestre de 2007.
- ←En la página 356 nuevamente refiere que “había sido mozo de caballos de Valdivia”.
- ←En La Araucana (1574) Alonso de Ercilla refiere con detalle el diálogo sostenido entre ambos. Véase Canto XII. Pp. 292–325. Por otra parte, en Purén Indómito se menciona que se realizó esta conversación sin entregar detalles. En Álvarez de Toledo, Fernando: Purén Indómito. Leipzig, 1862, p. 83. Respecto a esta obra se debe tener presente que en 1966 el estudio realizado por Aniceto Almeyda, “Nuevas investigaciones sobre Diego Arias de Saavedra”, publicado en el Boletín de la Academia Chilena de la Historia, Segundo Semestre de 1966. Nº 75, pp. 56-69, demostró que la obra pertenecía a Diego Arias de Saavedra.