Las reuniones de paz hispano-indígenas en la Araucanía durante el siglo XVI. Un estudio preliminar

The Hispanic-indigenous peace meetings in Araucanía during the 16th century. A preliminary study

Resumen

Los españoles se reunieron con los nativos de la Araucanía con el propósito de someterlos en paz, o a través de ella, al ordenamiento que pretendían implementar para alcanzar el dominio que deseaban. Sin embargo, estos iniciales encuentros no han sido debidamente analizados por los historiadores más allá de los inconvenientes que tuvieron para enseñorearlos, asumiendo que la paz fue una búsqueda incesante en los peninsulares.
Por otra parte, la resistencia no fue un capricho de estos naturales, razón por la que este estudio –el cual forma parte de una investigación en desarrollo–, aborda la problemática conceptual y de representación del término paz durante el siglo XVI. Con este propósito sometemos a crítica el término parlamento, lo que entendieron los nativos por estas reuniones y la ausencia de unidad por parte de los conglomerados indígenas para aceptarla, derivando en un conflicto interno entre ellas y también con los hispanos.

Summary

The Spaniards met with the natives of Araucanía with the purpose of subjecting them in peace, or through it, to the order they intended to implement to achieve the domain they wanted. However, these initial meetings have not been properly analyzed by historians beyond the inconvenience they had to rule over them, assuming that peace was an incessant search in the peninsular.
On the other hand, the resistance was not a whim of these natives, which is why this study –which is part of a research in development–, addresses the conceptual and representational problems of the term peace during the 16th century. For this purpose, we subject the term parliament to criticism, what the natives understood from these meetings and the absence of unity among the indigenous conglomerates to accept it, leading to an internal conflict between them and also with Hispanics.

Palabras claves

Mapuches – Guerra de Arauco – Ayllareguas – Butalmapus – Parlamentos

Keywords

Mapuches – War of Arauco – Ayllareguas – Butalmapus – Parliaments

Introducción

Cada sociedad a lo largo de su historia ha normalizado los comportamientos de quienes la integran según sus categorías valóricas. Como denominador común estas normas se establecen para resguardar la supervivencia, el bienestar del grupo y la continuidad de sus tradiciones y costumbres. Sin embargo, el significado de estas disposiciones cambia con el transcurso del tiempo, obligándonos a analizarlas en sus respectivos contextos para comprenderlas.

No es ningún misterio que la realidad socio–cultural de mapuches y españoles presentó modificaciones como consecuencia de la guerra o la búsqueda de la paz, extremando los hispanos algunas situaciones para conseguir réditos de ellas, o bien justificar los gastos desembolsados en la pacificación.

Estas exageraciones contenidas en la documentación colonial hicieron eco en los estudiosos del pasado hasta mediados del siglo XX, quienes las interpretaron sobre los parámetros occidentales deformando esta parte de la historia de Chile. Producto de esta situación, y con la intención de visibilizar a estos grupos, surgieron las interpretaciones indigenistas, las cuales han buscado reivindicar insistentemente el papel de los nativos dentro de la historia nacional, orientando sus análisis a relevar la importancia de esas culturas en la conformación de la identidad de la nación.

Pero los resultados alcanzados para la historia mapuche han sido más pretenciosos que científicos. Subyace en ellos el discurso propagandístico, marcado por un existencialismo filosófico ajeno a la mentalidad de estas agrupaciones, y un presentismo que limita el conflicto y su problemática a la llamada Pacificación de la Araucanía, implementada por el Estado chileno durante el siglo XIX.

Aunque este punto de partida no margina indirectamente los sucesos de los siglos precedentes, los interpreta linealmente, soslayando las transformaciones culturales que se presentaron a partir del siglo XVI. Complementa esta apreciación, el escepticismo hacia sus explicaciones por fundamentarse en percepciones basadas en los cánones culturales del presente.

Esta situación conlleva a que la significación1 y la representación2 de estas interpretaciones no sean convincentes, pues carecen de un método riguroso distinto al científico capaz de probar sus conclusiones. Sin perjuicio de esto, posiblemente los cambios socio–políticos y culturales desarrollados en América Latina a partir de las reformas borbónicas en el siglo XVIII permitan encontrar ciertos asideros, los cuales en ningún caso pueden extrapolarse a los siglos precedentes.

Sin abocarse a encontrar una respuesta metodológica, postmodernos3 y poscoloniales4 prefirieron descalificar los aportes realizados por las ciencias sociales a la comprensión de los mapuches durante el siglo XX, descansando sus críticas en ideologías amparadas en la dialéctica histórica–filosófica, distorsionando algunas particularidades de esta sociedad. Un ejemplo de ello es la significación político–ideológica que asignaron al espíritu libertario de los mapuches y su resistencia a la dominación hispana, exageración de una incuestionable realidad que, además de debilitar su propósito interpretativo, diluyó la seriedad de sus conclusiones.

Así, la historiografía tradicional, la posmodernidad y la postcolonialidad falsificaron la historia de este pueblo originario, ya que la primera descuidó quitar de sus interpretaciones el sesgo europocéntrico, y las restantes subestimaron el método histórico al momento de analizar las fuentes documentales, desvalorizando el esfuerzo desplegado por la ciencia histórica a la visibilización de la problemática indígena.

Pero más allá de esta irreconciliable diferencia, en la documentación colonial se encuentra información parcial de ciertos aspectos culturales de los mapuches, los cuales se deben analizar cuidando los límites de la representación, como el significado que tuvo la paz para los españoles durante la conquista de Chile, la existencia o no de este concepto en estos aborígenes, y la coincidente comprensión del término para ambos grupos culturalmente distintos atribuida por la historiografía.

En relación a estas inquietudes, está ampliamente probado que la paz fue una necesidad imperiosa para que los cristianos asentaran el señorío, organizaran el trabajo indígena y se beneficiaran de sus tributos, accediendo a la añorada vida que pretendían. Por otra parte, también se demostró que la organización social mapuche fue segmentada y autárquica, caracterizada por su disposición a la guerra, sin que ello significara que vivían luchando permanentemente, como pudiese desprenderse del pensamiento de Thomas Hobbes ((1651)1994).

Para los mapuches, cada linaje, lebo o regua fue una unidad de parentesco y territorial integrada por lazos familiares consanguíneos y extendidos, las cuales poseían su propio jefe al que obedecían sin reconocer otra autoridad5 (Ortiz, Carlos, 2007a). Estaban distribuidos en una amplia extensión geográfica que permitía a cada regua obtener sus recursos alimenticios, disponiendo de aquellos que no recolectaba, cazaba, cultivaba o criaba a través de reciprocidades entre quienes se consideraban parte del grupo6. Concordante con esta pertenencia social, en caso de que alguien ajeno al linaje vejara a uno de sus miembros, los afectados se unían para resarcir el ultraje, atacando al hechor y a su parentela corporadamente, desatándose la guerra.

Por la naturaleza social de estas agrupaciones es inevitable cuestionarse en qué momento la paz se constituyó en una necesidad para ellos, especialmente cuando su voluntad era negarla. Es razonable preguntarse, entonces, ¿solo por medio de la guerra estos nativos mantenían su autonomía? o ¿la disposición a la beligerancia es el frente visible que encontramos en los testimonios coloniales, limitándonos la comprensión de esa realidad a las conflagraciones? ¿Cómo expresaban la paz los indígenas de la Araucanía?, ¿establecían diálogos para alcanzar acuerdos con los enemigos a semejanza de los occidentales?

Desarrollo

La aporía de la paz hispana

En el siglo XVII los españoles concebían la paz como “el lugar común en el qual los oradores se entienden, contando los bienes que siguen della, y los males de la guerra su contraria” (Cobarruvias, Sebastián de, (1674) 1943). En cambio, el significado consignado por la Real Academia de la Lengua española (RAE) en la centuria siguiente, se relacionó con la ausencia de conflictos armados entre las naciones, o bien, representaba el acuerdo establecido entre ellas para finalizar la guerra. En este sentido la exegesis del concepto en el siglo XVII se vincula más con el término “hacer las paces” del siglo XVIII, el cual es definido como reconciliarse o poner fin a un enfrentamiento (Lengua Española, Real Academia de, 2014).

Lejos de la metrópoli, a principios del siglo XVII, Luis de Valdivia publicó Arte y gramática general de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile, estableciendo lo que a su juicio entendían los nativos por estas expresiones. Con la palabra “ufchin” definió “estar de paz, reverenciar, adorar y saludar” (Valdivia, Luis de, 1684), sin precisar si la primera acepción era aplicable a la disposición de concluir la guerra. Pero independiente de esta duda se desprende un estado de no conflicto, al cual estaban obligados por distintas razones, entre ellas, la superioridad tecnológica hispana, las epidemias o la falta de protección por parte de su parentela.

En el siglo siguiente, Andrés Febrés –posiblemente siguiendo a su compañero de congregación–, consideró que el vocablo “uvcin” significaba “estar en paz y darla” (Febrés, Andrés (1764) 1767). Pese a la diferencia en la sintaxis, ambos jesuitas entendieron que los aborígenes concebían la paz como la ausencia de beligerancia.

Sin embargo, esta interpretación no implicó que la comprendieran de igual modo que los castellanos, pues el significado que tenía para los originarios durante la primera centuria fue distinto, debido a que la interpretación del concepto entregada por Valdivia no se refiere a la acción de acordar la paz, como lo dispuso la definición española en ambas centurias. Esta diferencia sustantiva se aprecia en el siglo XVII al representar los ibéricos la acción de acordar la paz a través del término parlamento, el cual significa en su segunda acepción “razonamiento que se haze a una congregación” (Cobarruvias, Sebastián de, (1674) 1943), involucrando a un conjunto de individuos que se reúnen con un propósito en común.

A simple vista durante el siglo XVII los españoles entendieron que los parlamentos eran la instancia de reunirse para concordar ciertos asuntos comunes que beneficiaban a ambos grupos, representación del significado ininteligible para los aborígenes al poseer otras reglas culturales.

En el siglo XVIII el concepto parlamento se refirió a “la acción de parlamentar” o bien a la “intervención o discurso que se dirige a una determinada audiencia”. En tanto parlamentar, indica la acción de “entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz, una rendición, un contrato o para zanjar cualquier diferencia” (Lengua Española, Real Academia de, 2014).

Distante de estas significaciones y sus alcances estaban los nativos de la Araucanía, especialmente en el siglo XVII. Para Luis de Valdivia estos originarios representaban la acción de reunirse en un lugar específico con la palabra “cahuín” (Valdivia, Luis de, 1684)7, sin indicar si la finalidad de los linajes era acordar la paz.

Aunque desconocemos si se trató de un lugar habitado permanentemente o bien donde solo se convocaban ocasionalmente con fines determinados, lo concreto es que alude a una agrupación, o si se prefiere, a un grupo humano particular. Sin perjuicio de lo anterior, el mismo jesuita estableció que empleaban la palabra “coyantun” (Valdivia, Luis de, 1684) cuando hacían “razonamiento o parlamento”, coincidiendo con la definición de parlamento entregada por Sebastián de Cobarruvias.

Si bien existe una similitud conceptual durante el siglo XVII, su representación es confusa, ya que el padre Luis de Valdivia no continuó registrando la palabra “coyantun” para referirse a las reuniones de paz hispano–indígena, y tampoco utilizó el término parlamento, pese a que estuvo presente en la reunión realizada en Paicaví el año 1605.

Un documento, presumiblemente de su autoría indica que en cada unidad de parentesco el familiar de mayor edad era quien solucionaba los conflictos en paz, ya que a él recurría el agraviado. En este caso, el jefe convocaba a los parientes del ultrajado para organizar el resarcimiento por medio de la venganza, lo que implicaba beligerancia. Continúa el testimonio señalando que:

“Y en la de paz universales i perpetuas como pagar tributos o poblarse o evitar algun daño universal u otros de bien de toda la provincia se hace junta universal ques toda la aillaregua, i esta junta llaman en su lengua coyagtrun que es como en Francia el parlamento i si el bien universal es de solo una regua u de la mitad dellas se juntan los principales indios de aquella regua, o mitad de regua”8 (Medina Manuscritos Tomo 118 Fjs. 46-47)

Por lo tanto, desde fines del siglo XVI y hasta la centuria siguiente, no existe en el vocablo nativo el concepto paz, razón por la cual, posiblemente, los españoles encontraron equivocadamente en el coyantun una cierta relación. En cambio, durante el siglo XVIII se emplearon los términos “anùlen” y “payllan” para señalar la acción de “hacer las pazez” (Febrés Andrés, 1767), infiriéndose sin mayor certeza que esta fue la intencionalidad de esas reuniones.

Por otra parte, en las postrimerías del siglo XVI las reuniones de las reguas en el cahuín tuvieron como resultado –en algunas ocasiones–, la formación de las ayllareguas9, instancia en la cual estos aborígenes se organizaban para hacer la guerra. Inicialmente con este término se señaló a la unión de nueve reguas o linajes, como lo confirmó Luis de Valdivia al registrarlo1. Posteriormente y posiblemente por costumbre, los españoles comenzaron a utilizarla omitiendo la cantidad de integrantes.

Reparando en los significados de los conceptos relacionados con la representación de la paz, el término parlamento no es aplicable a la realidad de los nativos de la Araucanía desde fines del siglo XVI, ya que la definición castellana y sus acepciones comprendían la realización de reuniones para establecer vínculos permanentes basados en comunes intereses para beneficiarse mutuamente.

Difícilmente este significado y sentido de la paz representó a estos aborígenes, quienes a través de la guerra sostuvieron su autonomía social, política y económica. El estado de no guerra fue para ellos solo circunstancial y no un fin en sí mismo.

Por otra parte, llama la atención la ausencia del término parlamento en los encabezados de la documentación oficial durante los dos primeros siglos coloniales, pese a que era el medio utilizado por los europeos para finalizar sus conflictos en el viejo continente. Al respecto, la historiografía tradicional no ha reparado en este asunto, utilizando el concepto ampliamente para referirse a las reuniones hispano–indígenas realizadas en el siglo XVIII, proyectándola descuidadamente hacia los siglos precedentes11.

En todo caso más allá de las semejanzas conceptuales entre la definición europea y la observada por los misioneros en el siglo XVIII, la carencia de alfabetización por parte de los nativos y la instrumentalización de mestizos rescinde el significado del concepto parlamento, su propósito, y representación en el sentido propio que la RAE lo definió en aquella época.

Convengamos, entonces, que el término castellano parlamento no fue comprendido por los mapuches en el periodo que se concentra este estudio, refiriéndonos por esta razón a los encuentros hispano–indígenas como “reuniones de paz”, ya que ambos términos por separado –reuniones y paz–, fueron entendidos por nativos y españoles, impulsando acercamientos momentáneos que guardaron coherencia con la significación que se aprecia en el accionar de ambos grupos culturalmente distintos, independientemente de sus intencionalidades, circunstancias y logros.

Finalmente, también dejamos de lado el término “tratados” utilizado por algunos ensayistas12, quienes desconociendo su significado persisten equivocadamente en relacionar a estas reuniones de paz con los acuerdos que celebraban las naciones o Estados, ignorando además, que esta particular forma de organización socio–política no formaba parte de los originarios de la Araucanía.

La expedición de Diego de Almagro y su falsa obsecuencia

En el descubrimiento de Chile13 los encuentros pacíficos y violentos no fueron distintos a los ocurridos en la conquista de México y del Perú. Alonso de Góngora Marmolejo relata que Diego de Almagro se dirigió hacia Chile en 1536, encontrando en el valle de Aconcagua a Pedro Calvo, un español que huyó con anterioridad desde Jauja para evitar ser juzgado por robo. Agrega que, como retribución a la hospitalidad convidada por los nativos del valle, ofreció ayudarle al cacique gobernante terminar la enemistad que mantenía con otro principal del mismo lugar, aceptándolo y entregándole a sus hombres para que los comandara (Góngora Marmolejo, Alonso de, (1575) 1960, p. 80).

Si bien el triunfo logrado por Calvo le otorgó fama por todo el reino, también provocó que el cacique quedara casi sin gente, debiendo buscar apoyo en otras agrupaciones para enfrentar al forajido español y recuperar el poder. La conflagración no entregó resultados favorables al nativo, quedando Calvo “casi con el nombre de Señor”, ya que le obedecieron todos los indios y principales (Góngora Marmolejo, Alonso de, (1575) 1960, pp. 80-81). Hábilmente el castellano utilizó las circunstancias en su propio beneficio, despojando de autoridad y liderazgo a uno de los caciques para distanciarse del acecho de la muerte y sobrevivir.

Independiente de la desconfianza que presenta esta descripción por las características que tenía el liderazgo en este tipo de sociedades, Pedro Calvo Barrientos habría sido el primer español en el reino que “informó de todo lo adelante y de la gente que había en el reino, y qué metales y riquezas tenía la tierra en sí” (Góngora Marmolejo, Alonso de, (1575) 1960, p. 81). Precisa el cronista que Calvo se relacionó pacíficamente con los indígenas, destacando que en el llano y “asiento donde agora está poblada la ciudad de Santiago” (Góngora Marmolejo, Alonso de, (1575) 1960, p. 81) era bien recibido; cordialidad que no respondía a la beligerancia que le habían contado en Perú de estos indios.

En relación a Diego de Almagro, expresa que llegó hasta al valle de Aconcagua impulsado por las dudas que le ocasionó dicha narración. Una vez que alcanzó la comarca envió hacia el sur a Gómez de Alvarado, relatándole a su regreso que al traspasar la rivera del Maule los territorios se encontraban bien poblados y con abundante ganado, resaltando que al cruzar el río Itata enfrentó a los indios que habitaban esos parajes. Pese a que Góngora Marmolejo no fue testigo ocular y tampoco el primer informante, se puede apreciar que los iniciales encuentros hispano–indígenas fueron pacíficos, salvo al sur del río Itata14.

Pedro Mariño de Lobera, cuyo testimonio tiene un dejo de duda por no haberla escrito de puño letra15, relata que la principal motivación de Almagro para continuar realizando expediciones fue el escaso oro recibido en compensación por su participación en la conquista del Cuzco.

La información de abundante riqueza aurífera en Chile proporcionada por los indios del Perú despertó su crisálida codicia, desplazándose hacia estos territorios. En el camino se encontró con representantes del Inca que transportaban disímiles obsequios para el jerarca, entre ellos oro, con el que se quedó, a la vez que persuadió a un embajador de Atahualpa lo guiara hasta donde se encontraba el codiciado metal16.

Las agrupaciones nativas que halló en la travesía se dieron cuenta de sus intenciones, reaccionando violentamente en Chihuana y Quirequire (Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, pp. 236-239). Sin embargo, esta situación no se repitió al encontrarse por primera vez con los aborígenes de los valles de Copiapó, Huasco y Coquimbo, pues fue recibido por “el gobernador y capitán de los indios con todos los caciques principales” (Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, p. 239), coincidiendo con lo señalado anticipadamente por Góngora Marmolejo. Pero las suspicacias del Adelantado hacia los aborígenes fueron más poderosas y persistentes, propinándoles brutales escarmientos cuando integrantes de su hueste eran ultimados (Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, pp. 241-242).

Al describir la llegada al valle de Chile, el relato de Mariño de Lobera se distingue tenuemente del de Góngora Marmolejo. Ambos coinciden en que Almagro se encontró con Gonzalo Calvo de Barrientos, quien había llegado tres años antes desde el Perú por los mismos motivos que señaló Góngora Marmolejo17, reiterando la manera de ganarse la confianza y el liderazgo de los nativos (Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, pp. 242-243). Posiblemente porque leyó los escritos de su antecesor.

Asentado Almagro en el valle de Chile, ordenó una expedición hacia el sur al mando de Gómez de Alvarado para que entrara “en la famosa tierra de Arauco y Tucapel, que son dos provincias las más nombradas, y su gente la más fogosa y belicosa” (Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, p. 243). Cuando traspasó el río Maule llegó hasta la confluencia de los ríos Ñuble e Itata, lugar desde el que se desplazó hasta la provincia de Reinohuelen, enfrentando a los nativos exitosamente (Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, pp. 243-244).

Extrañamente este cronista refiere la ubicación de la contienda, la cual no fue registrada por Gerónimo de Bibar y tampoco por Alonso de Góngora Marmolejo.

En esta primera aproximación de los castellanos a estas tierras, y más allá de cualquier juicio histórico y valoración cultural, el aparente objetivo inicial de dominar sin guerra cambió, despertándose la resistencia en los aborígenes que desencadenó una inevitable escalada de violencia con la cual se desarrolló la conquista.

Pedro de Valdivia y su impetuoso esfuerzo por la conquista

Los desastrosos resultados de la empresa de Almagro privaron a otros del interés de aunar esfuerzos para realizar nuevas expediciones hacia Chile. Prevaleció la imagen de un territorio pobre con indómitos nativos.

Pero poco le importó a Pedro de Valdivia esta desmejorada realidad y los padecimientos del Adelantado, desplazándose en 1539 hacia el valle de Aconcagua18.En la carta enviada a Carlos V desde La Serena en 1545, señala que después de haber llegado al valle del río Mapocho en 1540, se dirigió a hablar con los caciques de la tierra, quienes concurrieron en su mayoría de paz al suponer que los cristianos disponían de una mayor cantidad de hombres para apresar a su gente y tomar sus tierras (Valdivia, Pedro de, (1545), 1960, p. 6). Consecuencia de esta intimidante imaginación, y del temor a perder sus alimentos, los nativos sirvieron a los españoles durante cinco o seis meses, construyéndoles sus viviendas dentro del trazado sobre el cual se erigió la ciudad de Santiago.

Fundada la capital del reino en 1541, Valdivia advirtió la obstrucción de los aborígenes a la dominación al percatarse que escondían sus cosechas e incentivaban alzamientos (Valdivia, Pedro de, (1545), 1960, p. 5). Con la finalidad de que se fueran de sus tierras como lo hizo Almagro, las sucesivas hostilidades se extendieron por distintos lugares, llegando incluso hasta los sectores litorales, impidiendo que los españoles continuaran construyendo un bergantín ordenado por el gobernador. Al parecer, reunirse para concordar la paz no era propósito de cristianos y tampoco de los originarios (Valdivia, Pedro de, (1545), 1960, pp. 6-7).

Al disminuir las embestidas indígenas sobre la ciudad de Santiago, Pedro de Valdivia relata que los nativos se replegaron hacia la tierra de los promaucaes19, desde donde enviaron mensajeros para azuzarlos a pelear sin conseguirlo, debido a que se retiraron hacia el río Maule (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 9). Esta situación facilitó que lograra dominar por la fuerza a los aborígenes que habitaban entre los ríos Mapocho y Maule, repartiéndolos entre los integrantes de su expedición (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 13).

A partir de la información entregada por los mensajeros de Manco Capac, Valdivia escribió a Hernando Pizarro en 1545 que la inclinación a rebelarse de los naturales de Aconcagua se debía al interés por el oro que tenían los ibéricos, escondiéndolo para que regresaran al Perú (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 16). Con idéntico propósito también quemaron sus sembradíos y vestimentas, abalanzándose después contra los españoles. En este contexto beligerante menciona a Michimalonco20, pero no registra haberse reunido con él (Valdivia, Pedro de, (1545) 1960, p. 16).

En la misiva a Carlos V desde Concepción el 15 de octubre de 1550, reconoce que llevó de paz a los naturales por la guerra y conquista que les hizo (Valdivia, Pedro de, (1550) 1960, p. 43) una vez poblada la ciudad, agregando que los indios capturados en las conflagraciones eran enviados donde “los caciques comarcanos, requiriéndolos con la paz” (Valdivia, Pedro de, (1550) 1960, p. 44). Un año después, antes de fundar la ciudad de La Imperial, indica que enfrentó a los aborígenes con éxito, distribuyendo a los caciques por sus lebos, distinguiendo la obediencia que tenían hacia estos señores principales21.

Gerónimo de Bibar, quien llegó a Santiago en 1549 (Orellana, Mario, (1988), 2006, p. 45), menciona en su crónica cómo Pedro de Valdivia se relacionó con los originarios. Describe que en su entrada al valle de Copiapó identificó los conflictos que había entre estos comarcanos, reconociendo a los que realizaban corredurías en contra de sus congéneres del valle de Huasco. Esta apreciación permite inferir que algunos naturales, además de tener la disposición de atacar a los cristianos, pretendían destruir las siembras y moradas nativas locales para disuadir cualquier ayuda a los españoles (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 40-41).

Respecto a la población originaria del valle de Aconcagua, describe que este territorio estaba gobernado por dos señores: “El uno, Tajalongo, éste manda de la mitad del valle a la mar. El otro caçique se dize Michimalongo, éste manda y señorea la mitad del valle fasta la sierra. Este a sido el más tenido señor que en todos los valles se a hallado” (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 40-41). Luego se percató del conflicto que sostenía Michimalonco contra Atepudo y Quilicanta, producto de la colaboración de este último cacique con la expedición de Almagro (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, p. 51).

Los prolongados enfrentamientos entre los aborígenes y la consecuente destrucción de sus cultivos dejaron caer la hambruna, obligando a los caciques Atepudo y Quilicanta a reunirse pacíficamente con los españoles (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, p. 51). Una vez más las luchas intestinas de los naturales causada por la ayuda que prestaron algunos de ellos a los españoles facilitó el propósito de los foráneos.

Qulicanta, nombrado Curaca por el Inca, conoció las intenciones de los peninsulares al colaborar con Almagro, razón que explica por qué no ofreció resistencia a Valdivia cuando este lo reunió junto a Atepudo para conminarlos a obedecer y servir en paz. Además, el jefe expedicionario les advirtió que si desobedecían “serian muy bien castigados como hombres rebeldes” (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, p. 52), demostrando que de la paz dependía el buen trato y con ello el servilismo.

Los términos fueron comunicados por Quilicanta a los demás aborígenes aceptándolos algunos de ellos, ya que Michimalonco se opuso expresando su intención de “matar a todos los señores que avian venido a dar la vbidiençia” (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, p. 54). Esta situación atemorizó a los españoles por la posible disidencia de los escasos indios que habían asentido la paz.

Las sospechas pronto se disuadieron al materializarse múltiples enfrentamientos que terminaron con Michimalonco capturado por Rodrigo de Quiroga (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, p. 57), quedando en los hispanos una falsa sensación de mansedumbre, ya que el avasallamiento peninsular y la captura del afamado cacique mitigaron los resquemores entre los naturales, generándose vínculos de cooperación mutua para organizar la guerra (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 57-59). Incluso algunos caciques amenazaron a las agrupaciones que no querían participar de los embates, impidiéndoles asistir a los castellanos como se aprecia en los preparativos realizados para atacar la ciudad de Santiago en septiembre de 1541.

Los persistentes asedios y represalias que siguieron al incendio de la ciudad, muestran, por una parte, el desinterés de los indígenas por la paz, y por otra, la convicción hispana de que la paz se lograba a través de la fuerza (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 62-78). Esto se reconoce en el asalto que mandó a realizar Pedro de Valdivia al valle de Aconcagua, lugar donde apresó a Tanjalongo para después cortarle los pies. Expresa Bibar que mantuvieron con vida a este cacique para que sus mutilaciones infundieran temor en aquellos indígenas que se negaban a darles la paz, y persuadieran a los pacificados a permanecer en ella (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 91-92).

Al referirse a la expedición hacia los territorios de los pormocaes (promaucaes), el cronista indica que salió desde Santiago el 20 de febrero de 1545 con la finalidad de alentarlos a regresar a sus tierras y servir a los cristianos. Pero en el trayecto hacia la provincia de Arauco las ojerizas contra los españoles se intensificaron, predominando la gente de guerra al sur de los ríos Itata, Andalién, Nievequeten, (Laja) y Biobío, como también en los sectores aledaños a este último curso fluvial.

Los llamados en paz y a la paz que realizó el gobernador fueron infructuosos, ya que desataron la furia de los naturales comandados por Aynavilo (Bibar, Gerónimo de, (1558), 1979, pp. 168-169). Con dificultad los castellanos prosiguieron su marcha hasta el río Biobío, desde donde comenzaron a expandir la conquista hacia el sur.

Replicando la estrategia de acercarse pacíficamente a la población originaria como en el valle del Mapocho, Valdivia logró fundar Concepción en 1550 con el apoyo de algunos nativos, quienes colaboraron obligados por las penas del infierno que le propinarían los castellanos si se negaban, y las amenazas de sus propios congéneres por asistirlos. Encerrados entre estas situaciones quedaron forzados a consentir los requerimientos del gobernador y su hueste.

La reciedumbre nativa y su impacto en los españoles

Los enfrentamientos durante el siglo XVI continuaron con insospechadas consecuencias para los españoles. La muerte de Pedro de Valdivia en Tucapel en 155322 marcó el punto de inflexión para los cristianos. Más allá de las implicancias políticas que significó para la administración del reino –con las correspondientes disputas por la sucesión de la gobernación–, el río Biobío se alzó como una frontera inexpugnable que enrostró a los hispanos su desmañada capacidad para enseñorearlos.

El júbilo por el deceso del gobernador entre los indígenas se manifestó en distintas reuniones, eligiendo en una de ellas al jefe que comandaría las futuras embestidas. En medio de las celebraciones alimentaron su voluntad de continuar confrontando a los peninsulares.

Entre los años 1554 y 1565 la guerra fue una realidad indiscutible que alentaba en los ibéricos la némesis por la derrota. Cubiertos por el manto de la ansiedad y el fragor de las refriegas, a duras penas intentaban reorganizar la mancillada administración colonial, ocupándose de conservar los territorios al norte del río Biobío.

La robusta capacidad guerrera aborigen instalada en Tucapel y sus inmediaciones aminoró el febril entusiasmo de los hispanos, quienes vencidos en varios lugares de la cordillera de Nahuelbuta debieron retirarse a Purén; enclave que defendieron sin éxito al igual que Angol, desde donde huyeron al poco tiempo hacia La Imperial.

Para que siguieran ignorando la muerte de Pedro de Valdivia y los acontecimientos derivados de ella, trasladaron a los originarios que les servían en Arauco hasta Concepción, impidiendo de esta manera nuevos alzamientos.

Al respecto, erróneamente Barros Arana afirma que este hecho demuestra “la falta de cohesión de aquellas tribus” (Barros Arana, Diego, Tomo II, (1884), 2000, p. 12), ya que la documentación se refiere a los indígenas pacificados. Si bien los reconoció, por alguna razón no precisó que se trataba de ellos, pues en las líneas siguientes expresa que una vez retirados los destacamentos hispanos “los indios de las cercanías de Arauco se plegaron a la insurrección” (Barros Arana, Diego, Tomo II, (1884), 2000, p. 12).

Después del enfrentamiento en Marihueño los españoles despoblaron Concepción, antes que Lautaro la saqueara y repartiera el botín. Por otra parte, luego de la defensa de Francisco de Villagra a la ciudad de La Imperial y Valdivia –la que en alguna medida desagravió la derrota en Marihueño–, emergió la hambruna y la peste. Para el invierno de 1554 la comida escaseaba desde Concepción hasta La Imperial, afectando sin distinción a españoles e indígenas, de igual manera que el primer brote de viruela (Barros Arana, Diego, Tomo II, (1884), 2000, pp. 49-50).

A pesar de estas desventuras prontamente los aborígenes reorganizaron a sus guerreros, asediando por segunda vez la refundada ciudad de Concepción en diciembre de 1555. Este asalto forzó a los peninsulares a deshabitarla, realidad que inquietó a los encomenderos de Santiago hasta el invierno.

Como ocurriera el año anterior con la epidemia, las preocupaciones florecieron con la primaveral noticia de que Lautaro se desplazaba hacia la capital del reino para asaltarla, impidiéndolo Pedro de Villagrán al enfrentar al temido jefe de los indígenas en los alrededores del río Mataquito. Posteriormente, en una segunda campaña en 1557, Francisco de Villagrán ultimó al cacique en las cercanías del mencionado río, circunstancia que no mermó el espíritu de los nativos para seguir luchando23.

En el afán de someter, sucesivos gobernadores desdoblaron numerosos contingentes para reconquistar los territorios perdidos, reedificando unos con más éxito que otros fuertes y ciudades. Fue García Hurtado de Mendoza (1557-1561) quien restableció mayor presencia hispana en esos lugares, realizando implacables arremetidas, incendiando vergeles y viviendas nativas, raptando a sus mujeres, y matando a uno de sus emblemáticos jefes, Caupolicán.

Los encuentros de paz no fueron ninguna epifanía, pues el peso de la guerra recayó en conquistadores y conquistados. Las fuerzas aborígenes se redujeron considerablemente con el segundo brote de viruela del año 1563, incentivando a que algunos indígenas se refugiaran con los españoles al verse desprotegidos por sus parientes. Entre la guerra, la viruela y el mestizaje la estructura social de los nativos comenzaba a desmembrarse24.

Hacia 1567 la beligerancia en ciertos sectores de la Araucanía disminuyó sustantivamente, razón por la que el gobernador Rodrigo de Quiroga entregó en paz a los originarios de Cañete, lugar que sugirió para fundar la Real Audiencia25. Pero dos años más tarde fray Antonio de San Miguel señala que el deterioro del reino había aumentado debido a la resistencia de los nativos de cumplir con el servicio personal, y a la ausencia de sacerdotes que impidieran su reorganización ofensiva26.

En ese mismo año, Melchor Bravo de Saravia menciona que sacó a los españoles de Angol para evitar que los aborígenes de los llanos se rebelaran27. Dieciséis días después, Martín Ruiz de Gamboa debió replicar la medida en la ciudad de Cañete y el fuerte de Arauco, relato coincidente con el mencionado por el Licenciado Castro28. Indica Ruiz de Gamboa, que además despachó contingentes hacia Arauco, Tucapel, Catiray y Mareguano, destacando que en Catiray los nativos dieron muerte a Pedro de Villagra, hijo de Francisco29.

El levantamiento indígena fue cada vez más poderoso ese año, influyendo en él la ineficiente modalidad de guerra desarrollada por Bravo de Saravia. En una carta Rodrigo de Quiroga señala al rey que, hasta el arribo del mencionado gobernador,

“estaban casi todos los indios de paz, sino eran cuatro o cinco parcialidades que estaban de guerra y en montañas metidos, agora está todo este reino en grande miseria y trabajos y lleno de escándalos, alborotos y guerras”30 (CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 165).

Concuerda con los anteriores emisarios en que Cañete y Arauco se encontraban deshabitados, ubicándose en sus límites los indios de Arauco, Tucapel y Angol, junto a los guerreros de las comarcas aledañas que se unieron para sitiar a los peninsulares. Por el momento, la paz no es más que una quimera en el pensamiento de los cristianos.

En 1571 los indígenas de Purén atacaron sorpresivamente a los españoles, quienes después fueron a instigarlos para pelear sin conseguirlo. Esta negación se explica porque habían dejado sin alimentos a los ibéricos para que la hambruna los matara, o al menos lograra debilitarlos antes de embestirlos31.

Dos años más tarde los conflictos se mantuvieron en los confines de Concepción y La Imperial, lugares donde la desmejorada situación de los hispanos alejó sus intenciones de paz, ya que los nativos implementaron mejores estrategias en la guerra pese a que disminuyeron en cantidad32. Con todo y sin importar los costos que tenía para la corona, los castellanos continuaron con la guerra33.

Una vez más el discurso de los cristianos se concentró en señalar que llegaron a estas tierras en paz para convertir a los indígenas en vasallos del rey, justificando el uso de la fuerza cuando presentaban resistencia. Un apunte sin fecha que sospechamos se encuentra cronológicamente dentro de este lustro, expresa que desde la llegada de Pedro de Valdivia “se hicieron a los naturales los requerimientos ordinarios, que viniesen en paz dando la obediencia a Su Majestad y recibiendo el sagrado evangelio y ellos lo aceptaron y recibieron, especial los de la provincia de Arauco y Tucapel”34 (CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 81).

El término “requerir” en el siglo que estudiamos, significa advertir, avisar o intimar, abarcando esta última acepción aspectos jurídicos (Cobarruvias, Sebastián de, (1674) 1943). Inevitablemente el loable espíritu de la paz desaparece con la intimidación, y aunque podrían necesitarse más pruebas semánticas, su significado se prueba ampliamente a través del accionar que mostraron los hispanos. Podemos convenir, entonces, que el significado de “requerir” es coherente con la acción que realizaron, y por lo tanto su representación es prístina.

En 1576, Martín Ruiz de Gamboa relata que al sofocar el levantamiento de los naturales de Villarrica y Valdivia capturó en la revuelta algunos caciques que previamente habían aceptado la paz. Además de identificar que la fingieron, refiere que “comunicaban con los más agresores del alzamiento que todo el día andaban rebeldes y no querían dar la paz”35. Esta situación lo obligó a ingresar a esos territorios, incluso a lugares donde ningún castellano había llegado, sitiando a los nativos en un fuerte que construyeron para organizar los ataques en contra de los españoles.

Agrega el Maestre de Campo que solo Curipillán, cacique principal, belicoso y de gran crédito entre los suyos, no se allanó a la paz. Como obligarlo no era una opción, Ruiz de Gamboa mandó a los nativos que aceptaron la paz a buscarlo, ordenándoles que se lo trajeran vivo o muerto como muestra de gratitud por perdonarles la vida. “En muy breves días le trajeron su cabeza y con ella la de sus hijos, mujer y valedores de quien se favorecía, que fué remate para que todos se quietasen”36. Sin embargo, esta aparente sumisión solo se prolongó por un mes, ya que nuevamente se alzaron.

Dos años después, en una carta atribuida por José Toribio Medina a Lorenzo Bernal del Mercado, se señala que los ibéricos ingresaron a Arauco y castigaron severamente a los indígenas pese a que accedieron a la paz. Las desafecciones de los castellanos continuaron, atacando nuevamente Arauco, Tucapel y Purén37.

Hacia el verano de 1578 las crueldades hispanas aquietaron momentáneamente a los nativos de Concepción, Valdivia y Villarrica38, situación que fue denunciada por algunos clérigos39. Fray Juan de Torrealba y Cristóbal de Rabaneda informaron que los malos tratos a los indígenas en el servicio personal impedían la paz, ya que “si vieran a los de paz bien tratados, sin duda se hubieran quietado”40. Junto con denunciar la codicia de los encomenderos, solicitaron al rey “que se compadezca de esta tierra y de los naturales de ella y provea gobierno que en lo de paz los mantenga en justicia y en lo de guerra si alguno escaparen de las crueldades presentes haya traza cristiana para pacificarlos” (CDIHCH. Tomo II. Segunda Serie, 1957, pp. 369-370).

Luego de dos años las delaciones contra los abusos de los españoles dejaron de ser asuntos aislados y anónimos, inculpándose a los gobernadores de favorecer las rebeliones, cuestionando sus capacidades para alcanzar y mantener la paz. De esta manera, se dejaba de acusar exclusivamente a los aborígenes de imposibilitarla.

Pero nada cambió. Se mantuvo la beligerancia incorporando nuevas estrategias y mayor cantidad de hombres diestros. Nombraron autoridades idóneas, que además de entregar relativos mejores tratos a los indios pacificados, superpusieron los intereses del reino a las codicias personales41. En relación al trato con los aborígenes, la regulación del trabajo indígena a través de las tasas era la alternativa más eficaz para las autoridades del virreinato del Perú42, pese al ineficaz intento realizado por Hernando de Santillán en 1558.

Implementada por Martín Ruiz de Gamboa en 1582, la tasa que llevó su apellido se prolongó hasta 1583, proporcionando algunos resultados satisfactorios en Chillán y Concepción, sin perjuicio de que para lograrlo se realizaron previamente corredurías en algunos sectores, “cortándoles gran suma de comidas, de suerte que la mayor parte de los naturales de la sierra me dieron la paz con gran voluntad… especialmente en ver que a todos los de paz lo he reducido a tasa liquida y el buen tratamientos que agora se les hace”43 (CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, pp. 136-140).

Los cristianos siguieron aplicando la violencia, con la diferencia que al incorporar la tasa regulaban el trato hacia los que pacificaban. Con esto evitaban nuevas sublevaciones y mantenían los trabajos en los lavaderos de oro44.

La prevalencia de la guerra en Arauco hizo ineficientes los esfuerzos y escasos los recursos para aumentar la cantidad de nativos pacificados, situación que llevó a los españoles a solicitar refuerzos y pertrechos al virrey en 158345, en medio de la crisis financiera por la que atravesaba el erario de la gobernación.

Como el déficit impedía pagar los salarios, se obligó a los vecinos de las ciudades a realizar mayores aportes. En tanto los indígenas en paz debieron entregar sus alimentos, o al menos parte de ellos, y cumplir con el servicio personal en contra de su voluntad sin pago, provocando que los sublevados que eran capturados no se allanaran a la paz46.

En 1585 la intensidad del conflicto se desplazó hacia Valdivia, Villarrica y Osorno, haciendo necesario salvaguardar la extracción de oro en el segundo enclave. Atacaron algunos fortines donde se mantenían reunidos los indígenas para evitar sus añagazas, ya que al matarlos exhibían sus cabezas para intimidarlos, inquietando a la vez a los indios de paz47.

Diez meses después, el cabildo eclesiástico de Santiago escribió al rey informando los malos tratos hacia los indios de paz. Señala que los “que está de paz en esta ciudad y sus términos, que es lo que nosotros vemos, son trabajados y cargados con pechos y derramas que no les es posible llevar y ansí se acaban y consumen con el demasiado trabajo y necesidad en que los ponen de ordinario”48. Precisa el documento que estos nativos padecían los mayores trabajos cuando los españoles les obligaban a acompañarlos a la guerra, debiendo colaborar en la compra de pertrechos, labrar la tierra y mantener a los animales, sin recibir ningún pago. Explicaban así las querellas que los nativos tenían contra los peninsulares49, ratificando su apreciación tres años después. Sus contundentes argumentos demuestran que los agravios cometidos causaban la guerra50.

En 1589 un testimonio señala una situación diametralmente opuesta en esta zona. La Imperial, Valdivia, Villarrica y Osorno estaban pacificadas, incluso regresaron hasta esta última ciudad los nativos que huyeron hacia la cordillera. Quietud similar ocurrió en Angol, donde los aborígenes estaban sirviendo a los encomenderos, a diferencia de Arauco que perseveraba en su resistencia.

Influyó en la imposibilidad de enseñorear a los originarios de esta última comarca la carencia de habilidades para la guerra de los hombres que llegaron desde el Perú. Esto se complementa con el temor que le infligieron los naturales, motivo por el que algunos terminaron como frailes para escapar de la guerra y evitar una muerte segura al desplazarse por los despoblados51. Agrega el texto que:

“ahora entra el gobernador en Arauco y no con tanta gente como es menester y así podrá ser que no se pacifique del todo este verano, pero si el virrey del Perú le envía, como ha dicho, algunos soldados bien aderezados, tiénese por cierto gobierna todo de paz el verano que viene” (CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, p. 281-282).

En 1590 los peninsulares mantenían la lógica de la sumisión a través de la guerra, pese a que solicitaron mayor cantidad de sacerdotes para evangelizar a los indígenas52. Pero al parecer esto último no adquirió mayor interés en ese momento. Un año después, Juan de Contreras relata que un indio amigo53 le informó cómo predominaron los enfrentamientos a la entrada de Arauco, Talcamavida y Mareguano. Agregó que, como consecuencia del triunfo de los cristianos, unos indios encomendados de la localidad de Gulpán (Hualpén) que participaron de la junta de guerra para confrontar a los españoles, se dirigieron hasta Concepción para servirles54. Sin embargo, las escaramuzas indígenas estaban lejos de finalizar, organizando al poco tiempo otras juntas de guerra para acometerlos en Chipino, y nuevamente en Talcamavida y Mareguano55.

Nueve meses después se notificó al virreinato de un nuevo brote de viruela, el tercero que asoló Santiago y cuyo manto cubrió hasta Arauco, mermando las capacidades de sometimiento de los españoles y la productividad de los nativos en los lavaderos de oro56.

Salvo la indicación de no enviar contingente hacia el sur, la respuesta a la misiva señala que debían mantener la guerra contra los rebelados y capturarlos, repartir los indios de paz entre la población hispana para que cultivaran y extrajeran la riqueza aurífera. De esta manera disminuirían los gastos del virreinato en la gobernación y se atraería la atención de otros hasta estos territorios57.

A excepción de unas pocas cartas, entre los años 1591 y 1592, la mayoría de los emisarios solicitó a las autoridades virreinales pertrechos, hombres y bastimentos, argumentando como principal causa los padecimientos de la guerra. Por otra parte, la insuficiente extracción de oro la atribuyeron a la disminución de los indios de paz, quienes abandonaban las faenas para regresar con sus familias; todo justificado con informes sobre el estado de la Hacienda Real a partir de los gastos que generaba enseñorear estas tierras58.

Curiosamente la peste de la viruela no fue mencionada como parte de la realidad que les aquejaba, ya que el desasosiego en Lima desincentivaría aún más el interés por embarcarse hacia Chile.

Hacia 1593 no se presentaron mejoras sustantivas, aunque las relaciones sobre la guerra y el estado del reino enviadas por Martín García Óñez de Loyola al Perú reemplazaron los obsesivos relatos que daban cuenta las desventuras y penurias de sus antecesores. El gobernador informó los esfuerzos que realizaba para custodiar las ciudades y aumentar la explotación de oro. Para continuar con estas labores y perseverar en el sometimiento de los indígenas por las armas, solicitó al virrey cuidara enviarle hombres avezados en la guerra, porque la mayoría de los que llegaron a Chile eran malentretenidos y holgazanes, lo cual causaba mayores gastos a la corona.

Aprovechando que los guerreros nativos estaban disminuidos por la viruela, intensificó los ataques en los alrededores de los lavaderos de oro para aumentar la mano de obra y con ello la productividad. En medio de esta situación, el aventajado miembro de la orden de Calatrava reconoció que estos aborígenes obedecían a sus capitanes en la guerra59, ascendencia que utilizó para concertar algunas reuniones en los sectores de Quillacoya, Rere y Taruchina, congregaciones que algunos antropólogos definen como parlamento (Zavala, José Manuel; Dillehay, Tom & Payàs, Gertrudis, 2013, pp. 66-88).

Al revisar el documento original, no se aprecia título en la parte superior, señalándose con una nota a un costado que corresponde al “requerimiento que hizo el gobernador de Chile Martin Garcia de Loyola a ciertos indios para que se redujesen al servicio de S.M. 1593”. Al respecto, José Toribio Medina cuando transcribió el documento lo tituló “Requerimiento y capitulaciones de paz que hizo el gobernador Martín García Oñez de Loyola con algunos caciques de los indios de guerra. 22 de noviembre de 1593” (CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 376-381).

Ambos escritos registran que los indios se reunían a parlamentar entre ellos para resolver si accedían o no a la propuesta hispana, discutiendo sus conveniencias. El secretario del gobernador indica que los nativos conversaban y llegaban a acuerdos, presentándoselos posteriormente a los castellanos. A partir de esa explicación, no es factible referirse a esta reunión hispano–indígena como un parlamento en los términos europeos de la época, ya que respondieron a los requerimientos de los españoles después de juntarse entre ellos para deliberar.

Al parecer las reuniones entre los aborígenes enmarañaron a los peninsulares, quienes las consideraron como un parlamento pese a que no negociaron.

Desde la perspectiva indígena, los nativos desconocían el significado del concepto paz de los peninsulares. Ellos entendieron que si accedían a sus pretensiones dejarían de perseguirlos para dominarlos, motivo por el que posiblemente se convocaron en un cahuín; instancia en la cual condicionaron su disposición a no continuar atacando a los peninsulares. En este contexto se estableció la reunión y sin los cristianos.

Pero los cahuines –término con el que los originarios se referían a las reuniones–, distaban diametralmente de lo que los españoles denominaban parlamentar, pues su convocatoria tenía como principales motivos realizar desagravios y deliberar la guerra, estableciendo lugar y fecha de la reunión de la ayllaregua para elegir o nombrar a sus jefes de guerra, organizar las acometidas y consumarlas (Ortiz, Carlos, 2019).

Con todo, al considerar la finalidad de la paz española observamos que la acción de las corredurías es disonante con el propósito que declaraban buscar. Tampoco se puede negar que los temores de los aborígenes por el devenir de sus mujeres e hijos capturados en las razias incidieron en su aparente sumisión.

Al continuar revisando el requerimiento de 1593 identificamos que el encuentro comenzó con distintos representantes de los indígenas en Quillacoya, lugar circunscrito a la jurisdicción de Concepción donde estaban los nativos que trabajaban en ese lavadero de oro. El secretario Domingo de Elosu expresa que “se juntaron en este asiento los caciques y reguas de guerra naturales e comarcanos… para tratar de medios de paz entre su señoria y ellos”60.

El razonamiento presentado por el lengua general Francisco Fris, buscó convencer que sirvieran a los españoles, evitar mayores muertes y el cautiverio de sus mujeres e hijos. Por otra parte, si aceptaban, vivirían de sus trabajos y en sus tierras.

La conservación de las mujeres fue un factor importante del cual dependió la obediencia, como también ocupar los bebederos y realizar sus ceremonias y rituales. Igualmente, exigieron protección frente a los ataques de los indios de guerra, como también ayuda para embestirlos; demanda útil a los intereses de los conquistadores.

Los nativos también consideraron las condiciones de pago por sus faenas, pidiendo que los caciques dejaran de pagar por las actividades que efectuaban los indios de servicio. En relación al trabajo, plantearon que ellos realizarían las tareas en los lavaderos de oro hasta que se sometieran a los rebelados, dedicándose también durante ese tiempo a cultivar para los españoles, construir sus moradas y entregar las mitas61. Además, exigieron que se terminaran los malos tratos deparados por los encomenderos y algunos capitanes, exhortando justicia y castigo.

En Rere y Taruchina los hispanos aplicaron similares razonamientos, decidiendo deponer la guerra en los mismos términos que los habitantes de Quillacoya. Los peninsulares finalmente llegaron hasta La Imperial buscando la paz en noviembre de 1593. Posiblemente para asegurar una respuesta favorable incorporaron las pretensiones señaladas por los comarcanos en los encuentros anteriores.

Buscando una suerte de equilibrio, ofrecieron no juzgarlos por las muertes que causaron a algunos españoles en Villarrica y Maquegua, exigiéndoles a cambio su perdón por las muertes ocasionadas. Todo esto se concretaría cuando los nativos se dirigieran con sus mujeres e hijos a poblar el fuerte de Maquegua, traslado que contaría con escoltas para protegerlos de los indios enemigos.

El requerimiento estaba lejos de responder a las expectativas de Óñez de Loyola, ya que la cantidad de reguas rebeladas abarcaban más territorio del que el gobernador imaginaba, comprendiendo incluso algunas provincias de la precordillera de Los Andes, como fue la de los indios Coyuncos, en las cercanías de La Laja, quienes participaron de la entrada que devastó Angol.

Junto con este testimonio, la declaración de los mulatos que vivieron entre los nativos de guerra permite comprender los esfuerzos de los castellanos para requerir a los originarios, ya que la sujeción, además de conminarlos a la paz, implicaba mantenerlos en ella. Esta última finalidad no fue lograda en los sectores de Catiray y Malloco (Malleco), menos aún en las inmediaciones del fuerte de Arauco. En Molchén (Mulchén) no tuvieron mejor suerte y tampoco en Purén. A fin de cuentas, las irrupciones contra los hispanos fue su manera de hacer justicia por las capturas y muertes de sus familiares y jefes de guerra62.

El desplante de los jefes de los guerreros también fue una dificultad para enseñorearlos, ya que hacían creer a Óñez de Loyola que le daban una paz sincera y duradera al ofrecerle hospitalidad y alimentos. A través de esta falsa disposición obtenían información de primera mano sobre los movimientos hispánicos para entregárselos a los indios de guerra, quienes además buscaban matar a los nativos que colaboraban con los castellanos. Estas arguyas entre los aborígenes favorecían el recrudecimiento de la guerra y confundían al español, incrementando sus desconfianzas hacia los indios amigos.

En esta difusa realidad no debe extrañarnos que conocieran los desplazamientos de las autoridades del reino, organizando con relativa facilidad las emboscadas. Especialmente los indios de Purén, Tucapel y Catiray que mantenían una actitud indómita.

Respecto a la beligerancia, los mulatos expresan que los indios únicamente se reunían para hablar

“(…) acerca de su conservación y libertad suya y de sus mujeres e hijos y tienen determinado de sustentar la guerra como hasta aquí y de defender su libertad y la de sus mujeres y hijos y de tal manera tienen puesto estanco al tratar la paz que al que lo tratase le matarían como a traidor y para sustentar la guerra están hermanados todos los indios questán [sic] de guerra” (CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 386).

Esta indicación deja entrever el predominio de una relación de parentesco al unirse para la guerra.

En relación a la paz advierten que los originarios rebelados no acudían a darla

“(…) porque están resueltos en defender su libertad por armas y sin esto tienen en la memoria muchos malos tratamientos que los primeros gobernadores les hicieron y el poco conceto [sic] que tienen después acá por la guerra continua que se les ha hecho e muerte y menoscabos” (CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 388).

Además, mencionan que cada grupo tiene su propio representante al momento de reunirse para decidir si efectuaban o no la guerra, característica del ejercicio del poder y el liderazgo que tempranamente fue reconocido por los cristianos (CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 388).

Las motivaciones y singularidades que tenían para organizar la guerra demuestran que la viabilidad del requerimiento de Óñez de Loyola no tuvo posibilidad de éxito. La férrea voluntad de los indígenas de preservar su libertad a través de la guerra fue utilizada incluso con sus congéneres, cuyos caciques por el simple hecho de reunirse con los españoles eran considerados traidores, matándolos si concurrían nuevamente a congregarse con los hispanos (CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 388).

Esta situación que propiciaba difidencias entre los originarios era aplacada con malones63 hacia los familiares de aquellos que apoyaban a los españoles. Quemaban sus viviendas, capturaban a sus caciques y raptaban a sus mujeres e hijos para que dejaran de colaborar con los castellanos. Por otra parte, cuando atacaban los fuertes se encargaban de matarlos junto a los nativos que les asistían.

En todo caso, independiente del medio utilizado, la paz era imposible de obtener, dado que los aborígenes no se referían a ella en sus juntas. A juicio de los mulatos no dejarían de hacerles la guerra por la arrogancia y soberbia que tenían, de modo que, si los españoles desistían de atacarlos, serían considerados miedosos o cobardes, razones suficientes para continuar enfrentándolos64.

Posiblemente estas declaraciones sirvieron al Sargento Mayor Miguel de Olaverría para realizar su informe sobre los indios y sus guerras un año más tarde. En ese documento ratifica la beligerancia de las provincias de Arauco, Tucapel y Purén, y el apoyo que les entregaron Gualqui, Rere y Tarochina. Agrega que los naturales para organizar la guerra se reunían en ayllareguas, resaltando la ferocidad y arrogancia de sus hombres65. Destaca la ascendencia de estas provincias sobre los indígenas de La Imperial, Villarrica, Valdivia y Osorno, obligándolos a quebrantar la paz para que dejaran de servir a los españoles. A juicio de Olaverría, todos los indios que no pertenecían a alguna de las tres provincias predominantes eran “cobardes y de poca importancia” (Gay, 1852 p. 21).

Aunque Pedro de Valdivia entregó algunos indicios sobre la forma de gobernarse que tenían estos originarios (Valdivia, Pedro de, (1551) 1960, p. 66), Olaverría detalla que “los indios de Chile en ningún tiempo se sabe que hayan tenido señor ni rey universal ni particular que sobre ellos tuviese poder y dominio ni más de sus caciques en cada parcialidad” (Gay, 1852 p. 21). Agrega que los caciques más respetados y temidos eran aquellos que encabezaban la guerra, los cuales eran elegidos por cada parcialidad, obedeciéndoles los guerreros al momento de defender sus tierras. Indica además que estos jefes guerreros ejecutaban únicamente las decisiones que se tomaban en las reuniones. Sin embargo, cuando alguna provincia solicitaba ayuda para la guerra, concurrían sin paga alguna junto a sus hombres, retribuyéndoles con agasajos (Gay, 1852 pp. 22-23).

Luego de esta minuciosa descripción, Olaverría cuestiona la posibilidad de alcanzar la paz. Refiere que los ibéricos no se dieron cuenta que desde la llegada de Pedro de Valdivia los nativos accedieron a la paz para después desconocerla, y en otros casos, la prometieron sin cumplirla. Agrega que “es verdad manifiesta an sido mas treguas que no paz porque aunque an dado algun servicio personal nunca an querido sacar oro y a sido el darla reteniendo sus armas y cavallos” (Gay, 1852 p. 36), razón por la cual, no se explica por qué “se ha de llamar paz ni estimarla por tal si nunca han rendido ni entregado las armas” (Gay, 1852 p. 39).

Junto con expresar su desazón por el engaño que les causaron los aborígenes, este cuestionamiento de Olaverría es propio de la representación que tenía la paz en la época, ya que la acción de deponer las armas era el indicador concreto de ella. Sin embargo, lo que no contempló este informante es que entregar las armas no significaba lo mismo para los indígenas.

Explica que los indios continuaban su rebelión porque no estaban dispuestos a evangelizarse y conservar una sola mujer. Tampoco querían seguir entregando servicio personal haciendo adobes y limpiando caballerizas. Se agrega el rechazo a realizar faenas en los lavaderos de oro, ya que además de soportar bajas temperaturas durante el invierno, el provecho se lo llevaban los españoles (Gay, 1852 p. 40).

Atendiendo a esta realidad, sugirió que se conservaran los pocos indios que estaban pacificados en Arauco, Tucapel y Purén, deponiendo las persecuciones a los rebelados para aumentar la Real Hacienda. Complementó su propuesta con otras medidas, como quitarles a los encomenderos los caciques e indios de estas provincias, establecer el tributo indígena a los mayores de dieciséis años y menores de sesenta, pagando anualmente dos pesos de oro cada uno. También indicó que para conservar la paz debían quitar los emplazamientos hispanos de estos estados y suspender el servicio personal (Gay, 1852 p. 41).

Pero como él mismo reconociera, “los indios no han de ser tan brutos” (Gay, 1852 p. 50), y si bien los buenos tratos a los pacificados contribuyeron a mantenerlos en paz logrando que participaran de las corredurías, no pudieron aumentar su volumen, ya que la venganza de los indios rebelados en contra de los que colaboraban con los hispanos era un peligro inminente que podía recaer en cualquier momento sobre ellos y sus familiares66.

Mientras se resolvía la implementación de esta propuesta, el gobernador solicitó socorros al Perú para permanecer enseñoreando a los indígenas, espera que se prolongó más de lo previsto por las aprehensiones que tenía el virrey, García Hurtado de Mendoza, a la manera de llevar la guerra Óñez de Loyola.

Pero la guerra estaba lejos de desestimarse por parte de los españoles. Solo buscaron ganar tiempo aplicando parcialmente algunas de las sugerencias de Olaverría y en la medida que los encomenderos aceptaron colaborar con la suspensión del servicio personal. Por otra parte, custodiar la extracción de oro en los lavaderos resultaba fundamental para evitar que la población española abandonara esos territorios, mientras los nativos pacificados continuaban rechazando la faena y los indios rebelados merodeaban intimidándolos de igual modo que a los ibéricos.

La llegada de la congregación religiosa de los jesuitas (1593) y posteriormente los agustinos (1595) antecedieron a los exiguos socorros que finalmente arribaron a Valparaíso por orden del virrey Luis de Velasco, sucesor del Marqués de Cañete. Con todo, la falta de apoyo no detuvo a Óñez de Loyola en su afán de proteger algunas ciudades y fuertes emplazados en la cordillera de Nahuelbuta.

Impedido de continuar con campañas más decisivas por el invierno, el gobernador se mantuvo replegado en el sur, visitando las ciudades de Valdivia, Villarrica y Osorno. En estos lugares reunió un puñado de hombres para que lo acompañaran hasta La Imperial, donde recibió la noticia de la asolada indígena en Angol, ciudad a la que fue a defender, encontrando la muerte en Curalaba. Por segunda vez los nativos ultimaron a la máxima autoridad del reino, sepultándose con él cualquier intento de pax hispana.

La noticia se propagó como una epidemia, infundiendo temor en la capital junto con el subsecuente levantamiento indígena iniciado por Pelantaro y Anganamón. Estos sobresaltos se apoderaron rápidamente de los habitantes de La Imperial y los demás enclaves del sur, ya que las distintas agrupaciones nativas se unieron atacando ciudades y fortines, cuyos moradores debieron refugiarse en su interior mientras les llegaba ayuda desde Santiago.

Con el alzamiento indígena de 1598 se establece como frontera de dominación hispana el río Biobío, límite que para franquearlo necesitaron recurrir a las antiguas prácticas de guerra, invocando nuevamente la paz.

Conclusiones

Durante el siglo XVI los nativos no comprendieron el significado y sentido de la paz que buscaban los españoles, ya que un estado de no guerra no es sinónimo de paz, incluso considerando que los primeros encuentros no fueron beligerante.

Los llamados parlamentos como instrumento para lograr la sumisión nativa distan sustantivamente de lo que indican las fuentes documentales, ya que recurrentemente señalan que buscaban someterlos a través de las armas, como bien lo declara Miguel de Olaverría al señalar que la paz no era más que una tregua.

En estas treguas la intimidación hispana jugó un papel importante, ya que obligó a que algunas agrupaciones colaboraran con el asentamiento de los foráneos, mientras otras se resistieron vehementemente. En este sentido las diferencias entre los conglomerados fueron visibilizadas por los primeros expedicionarios, utilizándolas en su propio beneficio, aunque parcialmente.

Con la muerte de Pedro de Valdivia y hasta 1565 el poderío guerrero aborigen se alzó obligando a los españoles a replegarse al norte del Biobío, demostrándoles que la paz que buscaban era inviable. Sin embargo, fue la guerra, el mestizaje y el brote de la viruela las que permitieron a los peninsulares continuar en su intento por someterlos y alcanzar la paz.

Pero la resistencia solo estaba en latencia, ya que el maltrato a través del servicio personal impulsó nuevamente la beligerancia, mejorando los nativos sustantivamente sus estrategias de ataque, obligando a las autoridades a insistir en discursos de paz para justificar los gastos y el uso de la fuerza por la resistencia que ofrecían.

Por estas razones desde 1571 en adelante las autoridades del reino comenzaron a utilizar el término “requerimiento”, castigando severamente a quienes se negaban a dar la paz o desertaban de ella, desplegando sus mesnadas para capturarlos vivos o muertos. El terror infundido obligó a que algunas agrupaciones indígenas se mantuvieran sin atacar a los foráneos, asentándose esta “sumisión” durante el siglo XVI a través de las armas y no en base a las reuniones de paz.

Por consiguiente, desconociendo el concepto de paz, los aborígenes de la Araucanía a fines del siglo XVI buscaban que los hispanos dejaran de perseguirlos para dominarlos, considerando que el único camino para ello era acceder a sus pretensiones. Por esta razón las reuniones de paz es un imaginario ajeno a la época, de igual modo que los parlamentos, término que se ha asociado con las reuniones que realizaban los originarios. En este sentido, el cahuín era la instancia donde juntaban los nativos para realizar desagravios o deliberar si se convocaba a la guerra, entre otras decisiones, determinando, en caso de esta última, la fecha y lugar para la reunión donde se conformaría la ayllaregua.

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“Memorial de alguna cosas que parece ser necesario que S.M. del Rey nuestro señor remedie para el bien deste reino y para que en él haya paz y justicia y con ellas se sirva Dios y los naturales desta tierra y los españoles vasallos de S.M. no vivan tan vejados y maltratados y aún tiranizados como viven. Sin fecha”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo III, 1959.

“Carta de Bernardino Morales de Albornoz a S.M. dando relación del estado de la guerra, de materias de hacienda y pidiendo mercedes. 20 de febrero de 1585”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo III, 1959.

“Carta a Su Majestad del cabildo eclesiástico de Santiago sobre los agravios que reciben los naturales de sus términos y problemas del obispado. 5 de diciembre de 1585”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo III, 1959.

“Carta del cabildo eclesiástico de Santiago al Rey sobre los abusos que se cometen con los naturales y criticando al gobernador Alonso de Sotomayor. 10 de agosto de 1588”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo III, 1959.

“Carta del obispo de La Imperial al Rey sobre la guerra, los indios que sacan para el trabajo y los doctrineros. 17 de diciembre de 1590”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

“Razón de lo sucedido al gobernador Alonso de Sotomayor en la entrada de Arauco de acuerdo con las noticias dadas por indios amigos según Joan de Contreras. Enero de 1591”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

“Noticias de la guerra de Arauco y acuerdo tomado por Alonso de Sotomayor, Hernando Lamero y un consejo de guerra sobre llevar bastimentos para el sustento del ejército. 21 de enero de 1591”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

“Párrafo de carta del virrey del Perú marqués de Cañete al gobernador de Chile sobre la forma de llevar adelante la pacificación de Arauco. 18 de octubre de 1591”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

“Carta de Alonso de García Ramón al virrey del Perú dando cuenta de una epidemia de peste aparecida en Arauco y pidiendo pronto auxilio. 15 de diciembre de 1591”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

“Carta de fray Francisco Ruiz al Rey sobre la guerra de Chile. 3 de mayo de 1592”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

“Carta del Marqués de Cañete a Su Majestad sobre materias de la Real Hacienda. 17 de mayo de 1592”. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. Segunda Serie. Tomo IV, 1960.

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  1. Significado de un elemento lingüístico.
  2. Signo, objeto o cosas con las cuales las personas representan algo en su mente.
  3. A fines del siglo XX la posmodernidad surgió como una tendencia filosófica, artística y cultural caracterizada por el desinterés y rechazo al pensamiento racionalista propio de la modernidad, responsabilizándola de fracasar en su pretensión de generar nuevas formas de pensamiento en la sociedad. A juicio de los posmodernos, las formas de comunicar son más importantes por el impacto que provocan, desestimando el contenido de lo que se comunica. Por otra parte, el pasado y el futuro para ellos son intrascendentes, valorando solo el presente. Critican la dualidad de la filosofía occidental por impedir la amplitud del pensamiento y cuestionan los textos, especialmente los históricos por pregonar una verdad única, la cual manipulan los historiadores conforme a sus propios intereses interpretativos del pasado. Para esta corriente intelectual, la verdad es una búsqueda relativa que depende de la perspectiva de cada persona, quienes solo pueden acceder a la realidad a través de la percepción. Por estas razones estiman que las ciencias tienen una capacidad limitada para generar conocimiento
  4. La poscolonialidad es una corriente de pensamiento que emerge también a fines del siglo XX y se caracteriza por criticar el legado colonial europeo desde fines del siglo XV en adelante. Su principal objeción es hacia la literatura proveniente de las colonias por considerar que mentalmente permanecen en esa condición. En este sentido, una de las consecuencias del colonialismo las reconoce en las dificultades que han tenido los conquistados para establecer una identidad nacional desde que se independizaron. Desde esta perspectiva, los colonizadores han favorecido el surgimiento de conocimiento subjetivo en los colonizados, fomentando en ellos la prevalencia de la imagen de inferioridad que occidente desea que mantengan.
  5. Utilizaremos indistintamente estos términos aborígenes en concordancia con la definición indicada, conforme estén registrados en los documentos que empleamos en esta investigación.
  6. Disentimos del planteamiento de José Manuel Zavala y Tom Dillehay respecto a que los integrantes del lebo o regua habitaban un mismo territorio, ya que ello habría impedido el establecimiento de reciprocidades. De igual forma, el concepto de provincia atribuido a la unión de las reguas, es una interpretación que se ajusta a la mirada occidental para comprender la extensión o distribución territorial. En “El Estado de Arauco frente a la conquista española: estructura sociopolítica y ritual de los araucanos–mapuches en los valles nahuelbutanos durante los siglos XVI y XVII”. Revista Chungará, volumen 42 Nº 2, 2010, pp. 438-439. En un estudio anterior demostramos que las reguas no se mantenían vinculadas permanentemente, situación que modificaba su distribución territorial como conglomerado. (Ortiz, Carlos, 2007(b); 2010).
  7. Por su parte Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán señala que “cagüin” es una gran fiesta y borrachera. En Cautiverio feliz y razón de las guerras dilatadas de Chile. Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional. Tomo III. Imprenta del Ferrocarril, Santiago, 1863. Discurso II, cap. V, pp. 102-103. En tanto para el sacerdote jesuita las llamadas borracheras eran denominadas “cahuintu”.
  8. “Memoria como se han de entender las proviciones de los indios de Chile i algunos tratos particulares que entre ellos tienen con la declaracion de los nombre de los caciques que de presente han dado la paz i de los que la tienen dada de poco tiempo a esta parte que ha todos se le han leido las provisiones por que la han dado de nuevo. 1605”. En Medina Manuscritos. Tomo 118. Fjs. 46-47
  9. El registro más temprano del concepto lo encontramos en la “Petición de Miguel de Olaverría para dar información del estado de Chile en la Real Audiencia en 1593”, el cual contiene el traslado sacado de una instrucción entregada a Olaverría por Martín García Óñez de Loyola el 15 de enero de ese año. En Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile (en adelante CDIHCH), Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 292. El segundo testimonio temprano es de diciembre de 1593 y se halla en las “Declaraciones de dos mulatos que vivían entre los indios rebelados acerca de las costumbres de guerra de éstos”, que se encuentra en la página 386 del mismo tomo. Le sucede en el registro del término el “Informe sobre el Reyno de Chile, sus Indios y sus guerras (1594)” de Miguel de Olaverría, que se encuentra en la Historia física y política de Chile de Claudio Gay. Documentos, Tomo II, imprenta de E. Thunot, Paris, 1852, p. 21. En este documento se expresa que es “una junta y concurso de nueve parcialidades y toda esta tierra referida del estado e indios della estan repartidos en cinco ayllareguas la gente de las cuales por naturaleza y continuo exercicio es tan arrogante, feroz y inquieta y tan inclinada a la guerra que conocidamente se ve ser su elemento y la quieren y apetecen”. En relación a la fecha de este informe, Mario Orellana (2017) señala que pudo haber sido escrita en 1599.
  10. Aunque gramaticalmente no lo establece, al asociar la palabra regua y aylla (nueve) se infiere el concepto de nueve reguas.
  11. Aunque valoramos el aporte paleográfico de José Manuel Zavala (2015), disentimos de su denominación de parlamentos a los encuentros interétnicos, y también a la utilización de dicho concepto para explicar las reuniones, requerimientos, actas de juntas de guerra y otras relaciones que prueban el encuentro hispano–indígena en la Araucanía desde fines del siglo XVI hasta el XVIII.
  12. Los tratados son acuerdos entre las naciones, razón por la que no procede vincular este concepto a “La relación, verdadera de las pazes que capituló con el araucano rebelado el Marques de Baides” en Quillín el año 1641. El descuido de José Bengoa (2007), demuestra su ligereza en la lectura y un profundo desconocimiento del significado y propósito que tenían las reuniones de paz para los mapuches, coronando su solipsismo al cambiar la sintaxis de la localidad donde se desarrolló este encuentro.
  13. Coincidimos con Sergio Villalobos en que Diego de Almagro no fue el primer europeo en reconocer Chile, ya que las expediciones marítimas de Magallanes (1520) y posteriormente la de García Jofré de Loayza (1526), le antecedieron. Por vía terrestre, Calvo Barrientos llegó hasta Aconcagua, posiblemente a fines de 1534. Luego, Simón de Alcazaba ingresó al estrecho de Magallanes en 1535, fecha en la cual también reconoció las costas de esta parte de Sudamérica Diego García de Alfaro, enviado por Pizarro y Almagro desde el Perú. Véase Feliú Cruz, Guillermo; Villalobos, Sergio, (1954), pp. 103-153. Sin embargo, Almagro fue el primer español en reconocer el interior del territorio, sostener los primeros encuentros “formales” con los aborígenes de Chile y relatarlos al regresar al Perú, estableciendo una diferencia sustantiva con Calvo Barrientos.
  14. En la “Probanza de méritos y servicios de Diego de Encina, conquistador y pacificador del Perú y descubridor de Chile. 24 de septiembre de 1558”, se registra que Gómez de Alvarado se enfrentó a “los picones pomamaucaes [sic] y Maule é Itata” en su expedición por tierra hacia el Estrecho de Magallanes. En CDIHCH, Tomo VII, imprenta y encuadernación Barcelona, Santiago, 1895. p. 207.
  15. La crónica de Mariño de Lobera fue publicada por el jesuita Bartolomé Escobar.
  16. Entre el oro que portaba Huayllullo se encontraban dos piezas sin fundir. “Una pesó catorce libras y el otro once”. Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, pp. 234-235.
  17. En relación a la identidad del sujeto, Góngora Marmolejo y Mariño de Lobera solo coinciden en los apellidos.
  18. Respecto a la expedición de Pedro de Valdivia véase a Villalobos, Sergio (1980).
  19. Gerónimo de Bibar (1558), 1979, señala que eran los nativos que habitaban entre los ríos Maipo y Maule, pp. 164-165.
  20. Véase Silva, Osvaldo; Farga, Cristina, (1997), pp. 21-28.
  21. Información algo más precisa se encuentra en el acta de una encomienda indígena de las cercanías del río Toltén entregada a Gerónimo de Alderete por parte de Pedro de Valdivia en 1549, la que consideramos el primer registro del término, y la cual está contenida en el documento de “Juan Godinez, vecino de Chile, con Doña Esperanza de Rueda y Pedro de Miranda, de la misma vecindad, sobre ciertos indios. 30 de Diciembre de 1564”. En CDIHCH, Tomo XIV, 1898, pp. 220-223. Se consigna por segunda vez la palabra lebo en la “Carta al Emperador Carlos V. Concepción 25 de septiembre de 1551”, 1960, p. 66. Posteriormente y dejando de lado las descripciones de Gerónimo de Bibar, se utiliza el concepto de manera más frecuente pero no detalladamente en la “Información de méritos y servicios de Rodrigo de Quiroga gobernador de Chile. 15 de diciembre de 1570”. En CDIHCH, Tomo XVI, 1898, pp. 256, 304, 306, 322, 356 y 374.
  22. Respecto a la muerte del conquistador de Chile véase los relatos de Bibar, Gerónimo de, (1558) 1979, pp. 202-203; Góngora Marmolejo, Alonso de, (1575) 1960, p. 135; Mariño de Lobera, Pedro, (1865) 1960, pp. 339-340.
  23. Barros Arana expresa su rechazo a la leyenda construida sobre Lautaro, advirtiendo que “la posteridad a parecido olvidar los defectos y los vicios de su raza y de su barbarie, para no recordar más que la exaltación de su patriotismo y su odio a la dominación extranjera y a la servidumbre” (2000, p. 80).
  24. Véase a Ortiz, Carlos, (2019).
  25. “Fragmento de carta del Licenciado Castro a S.M. fechada en los Reyes, sobre prisión de Francisco de Aguirre y noticias de la guerra de Arauco. 4 de enero de 1567”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 88.
  26. “Carta de fray Antonio de San Miguel a S.M. en que se refiere al servicio de los indios y a la doctrina. 25 de abril de 1569”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 165.
  27. “Carta del gobernador Melchor Bravo de Saravia a S.M. informando de las campañas de Miguel de Avendaño contra los araucanos y de asuntos de gobierno y hacienda. 8 de mayo de 1569”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 166.
  28. “Fragmento de carta del Licenciado Castro… 4 de enero de 1567”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 88.
  29. “Carta de Martín Ruiz de Gamboa a S.M. refiriéndose al socorro y a la guerra de Arauco y a su entrada a Chiloé. 24 de mayo de 1569”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, pp. 194-196.
  30. “Carta de Rodrigo de Quiroga a S.M. formulando críticas al sistema de guerra de Bravo de Saravia. 30 de junio de 1569”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 228.
  31. “Carta del licenciado Egas Venegas a don Francisco de Toledo en que expone la necesidad de envío de refuerzos, alzamiento de los indios y otros asuntos. 22 de abril de 1571”. En CDIHCH, Tomo I, Segunda Serie, 1956, p. 370.
  32. “Relación de Juan Matienzo al Rey criticando el sistema de guerra y gobierno practicado en el reino. 1º de noviembre de 1573”. En CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 18.
  33. “Copia de una carta escrita por el virrey del Perú don Francisco de Toledo al presidente de la Audiencia de Chile don Melchor Bravo de Saravia, sobre la guerra y pacificación de estas provincias. 1574”. En CDIHCH. Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 66. Aparentemente Bravo de Saravia no quería conquistar a los nativos de Arauco y Tucapel para no perder el cargo de gobernador. Véase “Carta de Juan López de Porres a S.M. pidiendo poder para hacer una entrada por extremo sur. 31 de diciembre de 1574”. En CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 132.
  34. “Apunte suelto de las razones que justifican la guerra contra los indios de Chile”. Sin fecha. En CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 81.
  35. “Relación de una carta escrita por Martín Ruiz de Gamboa al virrey del Perú don Francisco de Toledo sobre la Guerra de Arauco. 15 de diciembre de 1576”. En CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 308.
  36. Ibídem, p. 309.
  37. “Carta de Juan de Mercado al virrey don Francisco de Toledo informando de la reciente campaña en tierra de indios de guerra. 20 de enero de 1578”. En CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, p. 348.
  38. Ibídem, pp. 353-354. Un año después Martín Ruíz de Gamboa reconoció que los indios puelches fueron los que provocaron mayores daños en la Cordillera de Los Andes. En “Carta de Martín Ruiz de Gamboa al virrey del Perú sobre la guerra de Arauco. 1º de abril de 1579”. En CDIHCH, Tomo II, Segunda Serie, 1957, pp. 390-391.
  39. Las primeras denuncias contra los malos tratos hacia los indígenas en Chile fueron realizadas por la congregación de los Dominicos en 1559, como se identifica en la “Carta de fray Gil González de San Nicolás al Presidente y oidores del Consejo de Indias. 26 de abril de 1559”. En CDIHCH. Desde el viaje de Magallanes hasta la Batalla del Maipo, 1518-1818. Tomo XXVIII, 1901, pp. 276-286.
  40. “Carta de los franciscanos fray Juan de Torralba [sic] y fray Cristóbal de Rabaneda al Rey dándole cuenta de la falta de órden en el servicio personal de los indios. 5 de marzo de 1578”. En CDIHCH. Tomo II. Segunda Serie, 1957, pp. 369-370. En este documento se precisa el daño que generó el servicio personal a los indígenas y su negativa incidencia en el propósito de paz.
  41. “Informe de la guerra de Chile. Esta es una relación e instrucción por la cual podría conseguirse la paz y asiento en estos reinos de Chile. 1580”. Anónimo. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, pp. 9-15.
  42. “Carta del virrey Francisco de Toledo a Su Majestad sobre asuntos de gobierno y guerra del reino de Chile. 9 de abril de 1580”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, pp. 28-33; “Carta de fray Diego de Medellín sobre la condición y tasa de los indios. 4 de junio de 1580”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, pp. 70-71.
  43. “Carta de Martín Ruiz de Gamboa a S.M. dando cuenta del estado de la guerra de Arauco, pidiendo socorros para continuarla y solicitando mercedes. 22 de marzo de 1582”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, pp. 136-140.
  44. Véase a Góngora, Mario: Encomenderos y estancieros: estudios acerca de la constitución social aristocrática de Chile después de la conquista 1580-1660. Departamento de Historia, Universidad de Chile sede Valparaíso, 1970; Jara, Álvaro: Trabajo y salario indígena. Siglo XVI. Editorial Universitaria, 1987.
  45. “Carta de Cristóbal Luis al virrey del Perú dando noticias de la guerra de Arauco. 12 de enero de 1583”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, p. 151.
  46. “Memorial de alguna cosas que parece ser necesario que S.M. del Rey nuestro señor remedie para el bien deste reino y para que en él haya paz y justicia y con ellas se sirva Dios y los naturales desta tierra y los españoles vasallos de S.M. no vivan tan vejados y maltratados y aún tiranizados como viven. Sin fecha”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, pp. 217-219. José Toribio Medina sospechó que este documento pudo haberse escrito entre los años 1584 y 1588.
  47. “Carta de Bernardino Morales de Albornoz a S.M. dando relación del estado de la guerra, de materias de hacienda y pidiendo mercedes. 20 de febrero de 1585”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, p. 258.
  48. “Carta a Su Majestad del cabildo eclesiástico de Santiago sobre los agravios que reciben los naturales de sus términos y problemas del obispado. 5 de diciembre de 1585”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, p. 281.
  49. Ibídem, pp. 281-282.
  50. “Carta del cabildo eclesiástico de Santiago al Rey sobre los abusos que se cometen con los naturales y criticando al gobernador Alonso de Sotomayor. 10 de agosto de 1588”. En CDIHCH, Tomo III, Segunda Serie, 1959, p. 424.
  51. “Carta del obispo de La Imperial al Rey sobre la guerra, los indios que sacan para el trabajo y los doctrineros. 17 de diciembre de 1590”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 125.
  52. Ibídem, p. 127.
  53. Bernardo Vargas Machuca se refiere por primera vez al indio amigo, indicando que es quien ayuda verdaderamente a los españoles en la guerra. En “Milicia y descripción de las Indias”, 1599. Citado por Jara, Álvaro: Guerra y Sociedad en Chile. Editorial Universitaria, 4ª edición, Santiago, 1971, p. 86. Jara establece una diferencia sustantiva entre estos indios y los de servicio, ya que estos últimos cumplían la función de atender las necesidades diarias de los expedicionarios, preparar comidas, cuidar ganado y cortar leña, sin participar de la guerra (1971, p. 85).
  54. “Razón de lo sucedido al gobernador Alonso de Sotomayor en la entrada de Arauco de acuerdo con las noticias dadas por indios amigos según Joan de Contreras. Enero de 1591”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 137-138.
  55. “Noticias de la guerra de Arauco y acuerdo tomado por Alonso de Sotomayor, Hernando Lamero y un consejo de guerra sobre llevar bastimentos para el sustento del ejército. 21 de enero de 1591”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 138.
  56. “Carta de Alonso de García Ramón al virrey del Perú dando cuenta de una epidemia de peste aparecida en Arauco y pidiendo pronto auxilio. 15 de diciembre de 1591”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 163-164.
  57. “Párrafo de carta del virrey del Perú marqués de Cañete al gobernador de Chile sobre la forma de llevar adelante la pacificación de Arauco. 18 de octubre de 1591”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 154.
  58. Véase “Carta de fray Francisco Ruiz al Rey sobre la guerra de Chile. 3 de mayo de 1592”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 189-191; “Carta del Marqués de Cañete a Su Majestad sobre materias de la Real Hacienda. 17 de mayo de 1592”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 191-196; “Carta de Baltasar Sánchez de Almenera al Rey sobre la pacificación de Arauco y otros problemas generados por la guerra. 20 de septiembre de 1592”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 197-203.
  59. “Carta de Martín García Oñez de Loyola a Su Majestad sobre materias de guerra. 17 de abril de 1593”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 310-320.
  60. “Requerimiento y capitulaciones de paz que hizo el gobernador Martín García Oñez de Loyola con algunos caciques de los indios de guerra. 22 de noviembre de 1593”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, pp. 376-377.
  61. Forma de organizar el trabajo de origen incaico, adoptada por los españoles desde los primeros años de la conquista. Durante la colonia consistió en trasladar a los indígenas hacia los distintos lugares que requerían mayor mano de obra en las faenas, lo que influyó sustantivamente en la disfuncionalidad social de los linajes mapuches.
  62. “Declaraciones de dos mulatos que vivían entre los indios rebelados acerca de las costumbres de guerra de éstos 27 de diciembre de 1593”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 386.
  63. Siguiendo al padre Luis de Valdivia (1684), entenderemos por malón como pelea o batalla, y malocán como pelea.
  64. “Declaraciones de dos mulatos que vivían entre los indios rebelados acerca de las costumbres de guerra de éstos 27 de diciembre de 1593”. En CDIHCH, Tomo IV, Segunda Serie, 1960, p. 388.
  65. “Informe sobre el Reyno de Chile, sus Indios y sus guerras (1594)” de Miguel de Olaverría. En Gay, Claudio: Historia física y política de Chile. Documentos, Tomo II, imprenta de E. Thunot, Paris, 1852, p. 21.
  66. Contemporáneo al informe de Olaverría, Domingo de Erazo identifica geográficamente las provincias rebeladas y los vínculos que establecían los nativos para hacer la guerra. Se refiere particularmente a Arauco, Tucapel, Purén y Mareguano (Catiray), parcialidades que se allanaron a darles la paz realizando previamente ceremonias entre ellos, en las cuales los capitanes de guerra entregaban, posiblemente a los caciques de esas parcialidades, sus insignias llamadas toqui, después de quebrar y enterrar sus flechas. Agrega además que la paz y la servidumbre de los indígenas no era duradera, ya que solo prevalecía por el tiempo que sembraban y cosechaban alimentos, reuniéndose después a alimentarse para atacar nuevamente a los castellanos. “Memorial de Domingo de Erazo a S.M. sobre el estado del reino de Chile, conforme a la instrucción y orden dada por el gobernador Martín García de Loyola. Sin fecha”. En CDIHCH, Tomo V, Segunda Serie, Santiago, 1960, pp. 2-9