Introducción
Hablar sobre la relación entre la memoria y el lugar implica explorar un laberinto infinito de posibles análisis entre estos dos conceptos, razón por la cual este trabajo no pretende generar nuevas definiciones, sino presentar una reflexión sobre el papel y el significado que tiene el lugar respecto a la construcción de la memoria, en busca de la revalorización de lugar a partir de una percepción más amplia que vaya más allá de una mera referencia de localización del acontecimiento y permita abordar la espacialidad desde otras perspectivas en el estudio de la conformación de la memoria en general y de la memoria urbana en específico.
Para ello se propone hacer una revisión de tres autores David Harvey, Paul Ricoeur y Pierre Nora, lo que supone una oportunidad, no de confrontar visiones, sino de ampliar el discurso, por lo que al retomar sus textos se abre la posibilidad de tener tres puntos de vista a partir de diferentes disciplinas. Harvey desde el ámbito de la geografía y la teoría social, Ricoeur como filósofo y antropólogo y, finalmente, Nora desde la perspectiva del historiador; sin duda podrían incluirse otros autores, lo que daría como resultado un trabajo más amplio.
Para llevar a cabo este análisis se propone, en principio, explicar ciertas generalidades que soporten la interpretación que se le concede a la dualidad conformada entre el lugar y la memoria. En primera instancia se presenta un acercamiento preliminar para establecer qué es lo que se entiende como memoria, dado que la definición y enfoque con que ésta sea abordada ayudará a delimitar la ambigüedad que puede llegar a girar en torno a dicho concepto, lo cual puede generar múltiples interpretaciones y enfoques.
Ahora bien, antes de profundizar en él vínculo entre el lugar y la memoria, se hace un breve paréntesis en el que se ahonda de manera general respecto a la particularidad específica de la memoria colectiva, a modo de preámbulo para dar el siguiente paso concerniente a la dualidad de memoria y lugar, a partir de la revisión de las posturas presentadas por Harvey, Ricoeur y Nora, labor que nos permitirá identificar tres abordajes que más allá de diferir resultan complementarios para el entendimiento y comprensión de los procesos de significación y de construcción de memoria del lugar.
Cómo tercer punto, se presenta una reflexión en torno a estas tres propuestas, con relación al papel del lugar en la conformación de la memoria y de la historia, así como del valor que se le ha dado y las posibilidades que existen al ampliar la lectura del lugar y del espacio en cuanto a la construcción de la memoria que retome la espacialidad más allá de un referente.
Por último, a modo de conclusión se hace referencia de manera genérica a las posibilidades que pueden existir respecto a la memoria urbana, más allá de una crítica se plantean posibles caminos que pudieran tomarse para revalorar la dualidad entre lugar y memoria, bajo la premisa de que la ciudad es y será un contenedor infinito recuerdos, que se han construido a partir de diversos procesos de apropiación y significación de los lugares.
Desarrollo
Consideraciones generales referentes a la memoria
Definir y explicar qué es la memoria representa una labor en extremo compleja, de ahí la necesidad de retomar las definiciones y explicaciones que diversos autores han expuesto. Así mismo es importante señalar desde un inicio que el objetivo de este texto, no es elaborar un estudio fenomenológico de la memoria, razón por la cual no se pretende discutir, criticar o redefinir un concepto que ha sido tratado de manera previa desde diversos enfoques. Por lo tanto, establecer anticipadamente una definición de memoria, supone asentar el andamiaje que permita en una segunda etapa abordar el vínculo entre la memoria y el lugar.
Dicho lo anterior, se puede partir de que la memoria en sí es una facultad mental, que implica el reconocimiento del pasado. La Real Academia Española la define como facultad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado (RAE, 2018). Ahora bien, Luis González Umeres, en su texto Imaginación, Memoria y Tiempo (2005), expone sus reflexiones acerca de la memoria a partir del discurso aristotélico De Memoria et Reminiscentia, y de las interpretaciones de Tomás de Aquino a dicha obra, en la que se parte de una primera definición de la memoria bajo su más amplia connotación al referirse a ella como el acto de “guardar el presente y reconocerlo en el futuro como pasado” (Gonzáles, 2005, p. 68), mediante un proceso mental en el que “el sentido común registra en la conciencia un dato en presente, entonces la memoria lo fija y lo guarda” (Gonzáles, 2005, p. 68), lo que supone que una experiencia adquirida en el presente es guardada para que en el futuro sea reconocida como pasado. Siguiendo esta línea, desde la postura Aquinante, la memoria supone una de las facultades superiores del hombre, en tanto que el individuo tiene la capacidad racional de evocar a la memoria mediante la llamada reminiscencia, entendida ésta, según Aristóteles, como la “búsqueda activa del recuerdo ausente mediante sus conexiones con el presente” (Gonzáles, 2005, p. 69), así pues, dicha reminiscencia supone un acto de memoria voluntaria e intencional, en contraste con la memoria espontánea, la cual es una reacción involuntaria que puede obedecer a estímulos más de carácter sensorial relacionados a la experiencia.
Por otro lado, desde la visión de Jacques Le Goff (1991), la memoria es la capacidad humana de conservar y almacenar ciertas informaciones que involucra un complejo de funciones psíquicas, a partir de las cuales el individuo puede actualizar impresiones que él considera pasadas. Los puntos de vista antes expuestos nos conducen a entender a la memoria como una capacidad mental inherente al individuo, la cual tiene lugar en el presente pero que es resultado de un acto, ya sea propio o ajeno, que ocurrió en el pasado, de ahí su relación con la experiencia y la percepción.
Ahora bien, la memoria como función humana, posee la capacidad de rescatar el pasado del olvido, lo cual supone una necesidad y una facultad de sobrevivencia, en tanto que la memoria tiene la capacidad de alimentar el presente con el pasado, lo cual significa que “no siempre estemos empezando” (Gonzáles, 2005, p. 71), puesto que la memoria nos respalda a modo de experiencia vivida. Esta facultad le permite al hombre adquirir conocimiento a través de la experiencia cotidiana, misma que utiliza día con día en muy diversas circunstancias.
Una vez establecida, de manera general, una definición de memoria a modo de referente se puede abordar la relación entre memoria y espacio urbano. Para ello es conveniente hacer alusión a la diferenciación entre la llamada memoria individual y la memoria colectiva, si bien la definición antes mencionada alude a que la memoria es una facultad mental, esto supondría que ésta es de carácter individual; no obstante, si se parte que el pasado de una sociedad lo conforman recuerdos que son compartidos, entonces se puede hacer alusión a una memoria de carácter colectivo. Para explicar dicho fenómeno, se toma como referencia a Maurice Halbwachs, quien en su obra La Memoria Colectiva (2004) destaca que una de las particularidades de la memoria consiste en que los recuerdos surgen a partir que el grupo al que se pertenece los evoca, pues muchos de los momentos en la vida no se viven en solitario, sino en conjunto con el grupo de la sociedad del que se forma parte, de ahí que “podemos hablar de memoria colectiva cuando evocamos un hecho que ocupaba un lugar en la vida de nuestro grupo” (Halbwachs, 2004, p. 36), así pues dicha memoria se fortalece y prolonga su duración al estar respaldada por el conjunto de personas en las que se almacena el recuerdo, quienes de manera individual recordarán determinado suceso con una intensidad diferente, puesto que “cada memoria individual es un punto de vista sobre la memoria colectiva, que este punto de vista cambia según el lugar que ocupa en ella” (Halbwachs, 2004, p. 50). Bajo este enfoque, se puede entender que la memoria colectiva almacena recuerdos que no necesariamente han sido vividos por el individuo, pero forman parte de la memoria de su comunidad, por lo tanto dicha memoria está conformada también por los “recuerdos de acontecimientos no vividos, sino transmitidos por otros medios, es decir, un registro intermedio entre la memoria viva y las esquematizaciones del quehacer histórico” (Meyer, 2018, p. 261), bajo el principio que en su carácter de colectividad, ésta es producto de una construcción social, a la cual se le asigna un significado, mismo que representa una reinterpretación de un suceso en el pasado, de ahí su carácter dinámico dado que depende del presente (Ramos D., 2013), de su evocación y del significado asignado por un grupo de la sociedad, en un lugar y en un tiempo determinado.
Metodología
La metodología que se empleó para el desarrollo de este trabajo se basó en una revisión documental de fuentes primarias y secundarias, divida en tres etapas, búsqueda, sistematización y análisis. Así mismo, cabe señalar que el desarrollo de la propuesta no se desenvolvió de manera lineal, puesto que, al ser un trabajo con un enfoque interdisciplinario, el proceso de análisis supone una búsqueda continua de diversas fuentes que coadyuven a dar soporte y coherencia a la propuesta planteada.
En cuanto a la selección de autores, ésta responde a que desde un principio se buscó realizar un trabajo interdisciplinario cuyos referentes no fueran aquellos relacionados exclusivamente con la teoría de la historia en específico, para lo cual se requirió ampliar el espectro a fin de dar un mayor soporte a la dualidad de memoria y lugar desde otras perspectivas.
La memoria del espacio en general, y del espacio urbano, en específico, es multidimensional a partir de las diferentes lecturas que ofrece. La labor del historiador está justo en identificarlas, interpretarlas y narrarlas, bajo un enfoque más integral en el que se entretejan las memorias múltiples y se integre la espacialidad, más allá de un soporte o referente, sino como un componente determinante, cuyas características pueden llegar a ser parte de la experiencia y posteriormente de la memoria.
Como bien lo señala Blanca Ramírez (2017), a partir de la segunda mitad del siglo XX comienza a darse una lectura diferente a la “memoria, la percepción y las vivencias de los agentes sociales urbanos” (Ramírez V., 2017) desde el ámbito de la filosofía y de la geografía humanista, en donde la relación entre las experiencias cotidianas y el lugar comienzan a ser estudiados y a cobrar una mayor importancia. Como se mencionó anteriormente, la memoria surge por una experiencia vivida, en donde la percepción del individuo respecto al lugar es parte fundamental en la conformación de dicha experiencia que en el futuro se convertirá en recuerdo.
Para ahondar un poco respecto a esta dualidad de espacio - memoria, se recurre a tres autores principalmente: David Harvey, Paul Ricoeur y Pierre Nora. Así mismo, la manera en cómo se plantea abordar cada una de las posturas de estos tres pensadores, consiste en identificar cómo conciben el lugar en cuanto al concepto y cómo establecen la relación entre lugar y memoria, a través de la revisión de diversos textos, pues más allá de identificar rupturas y discrepancias, se pretende encontrar convergencias que coadyuven a una comprensión más de carácter integral.
Resultados
El lugar y la memoria: David Harvey, Paul Ricoeur y Pierre Nora
Desde el ámbito de la geografía, David Harvey (Inglaterra, 1935) ha escrito diversos textos respecto a la problemática espacial, en su libro Justicia, Naturaleza y la Geografía de la Diferencia (2018), hace alusión a la obra de Raymond Williams1 quien en sus trabajos relacionado a la teoría cultural, dedicó parte de su labor a discutir cuestiones concernientes al espacio, el lugar y el medio ambiente.
Harvey, señala que “el lugar tiene que ser una de las palabras clave con más estratos e intencionalidades de nuestro lenguaje” (Harvey, 2018, p. 271), de ahí su complejidad, dadas sus múltiples acepciones, puesto que para entender sus implicaciones, no sólo con la conformación de la memoria, sino como parte fundamental en la generación de experiencias, se le debe abordar desde una perspectiva que vaya más allá de sus cualidades territoriales y materiales, por ello se retoman las palabras de Williams, para señalar que “el lugar es algo más que simplemente el emplazamiento de un acontecimiento” (Harvey, 2018, p. 391), lo cual coincide con la crítica que hacen actualmente diferentes historiadores respecto al papel que juega el lugar y el espacio en la conformación de la memoria en el relato histórico.
A partir de este supuesto, Harvey sostiene que para entender qué es el lugar se debe ver más allá de sus meras características materiales, de ahí que el autor plantee la necesidad de ampliar el espectro de comprensión del lugar como concepto. En un inicio Harvey parte de que el lugar es un constructo social como el espacio y el tiempo, que puede ser definido como un terreno de relaciones entre una entidad con otra. Por lo tanto, el lugar existe en la medida en que el individuo, como entidad establece un vínculo con otra entidad, que puede llegar a ser lugar en sí mismo como entidad percibida. En palabras textuales respecto a la conformación del lugar Harvey señala:
“Durante un cierto tiempo, las entidades alcanzan una relativa estabilidad tanto en su vinculación como en su ordenamiento interno de procesos que crean el espacio. Estas permanencias llegan a ocupar un fragmento del espacio de una manera exclusiva (durante un tiempo) y de ese modo definen un lugar, su lugar, durante un tiempo. El proceso de formación del lugar es un proceso de construir «permanencias» a partir del flujo de procesos que crean espacio-temporalidades. Pero las «permanencias» –al margen de lo sólidas que puedan parecer– no son eternas, siempre están sometidas al tiempo como un «perpetuo perecer». Dependen de los procesos que las crean, las sustentan y las disuelven” (Harvey, 2018, p. 380).
A partir de estas palabras, se puede inferir que el concepto de lugar que ofrece Harvey, se fundamente en dos cuestiones, por un lado la conformación de relaciones entre dos o más entidades a partir de sus atributos y, por otro, la construcción de permanencias, puesto que es a través de las mismas, mediante las cuales se genera la conformación del lugar, en donde éstas se encuentran determinadas por los procesos que “las crean, las sustentan y las disuelven” (Harvey, 2018, p. 340).
Bajo esta perspectiva, es que Harvey retoma a Heidegger quien sostiene que los lugares “se construyen en nuestros recuerdos y afectos a través de encuentros repetidos y de asociaciones complejas” (Harvey, 2018, p. 389), lo que coincide con su percepción del lugar, bajo el principio de que son las relaciones y las permanencias las que construyen al lugar, más allá de generar una relación sentimental con el espacio, constituye lo que Heidegger denomina el “escenario de la verdad de estar en la naturaleza” (Harvey, 2018, p. 390).
De manera complementaria, David Harvey al explicar la relación entre memoria y lugar retoma las palabras de Walter Brueggermann2, quien alude al lugar como un escenario de vida que está definido por lo que ahí sucede:
“El lugar es un espacio que tiene significados históricos, donde han sucedido algunas cosas que ahora se recuerdan y proporcionan continuidad e identidad a lo largo de generaciones. El lugar es un espacio en el que se han dicho palabras importantes, que han establecido una identidad, que han definido una vocación e imaginado un destino. El lugar es un espacio en el que se han intercambiado votos, se han hecho promesas y se han emitido demandas” (Harvey, 2018, p. 393)
Esta explicación, sin duda, nos acerca a una noción de lugar en donde sucede la vida, y por ende, su identificación está relacionada justo con las cosas que pasan en él, sin omitir que el paisaje como tal también determina la identificación del mismo, puesto que son las llamadas permanencias del paisaje las que al entablar un vínculo con la historia oral, se convierten en la vía mediante la cual es posible perpetuar la identidad cultural (Harvey, 2018, p. 295), dicha explicación ofrecida por Harvey, la respalda al hacer alusión a la cultura de los nativos norteamericanos para quienes el paisaje representa una fuente de sabiduría que se tiene que saber leer. Por lo tanto, la comprensión del lugar es un diálogo continuo entre lo simbólico, lo social y lo medioambiental que coexisten de manera conjunta, bajo la cual se construye la memoria, puesto que es justo en el proceso de preservación y construcción del sentido de lugar que se produce lo que Harvey denomina el “tránsito de la memoria a la esperanza” -puesto que -“si no se recuerda nada, no se puede esperar nada” (Harvey, 2018, p. 396).
La importancia que tiene el lugar respecto a la memoria, responde a que es justo a través del acto de habitar que se va construyendo el sentido y, por ende, el significado del lugar, puesto que al ser actos reiterados y repetidos o relevantes adquieren un significado que se traduce en cultura e identidad para una determinada comunidad, así mismo dichos actos al ocurrir en el presente, en el futuro se convierten en recuerdos que son representativos para cierto grupo en la medida que generan un vínculo de pertenencia.
Por consiguiente, la capacidad que tiene el lugar para evocar la memoria a partir de la lectura que ofrece David Harvey, obedece a una comprensión de éste desde las diversas dimensiones que lo integran, en donde se destaca que es justo el acto de habitar y la construcción de permanencias y de sus relaciones, lo que dota de significado a un lugar. Por lo tanto, el recuerdo que se genere respecto éste, va a estar en función al de la relación que se haya establecido con el mismo. Cabe señalar que esta relación o vínculo no debe ser leído meramente como un acto individual, sino que puede ser generado desde la escala plural, de ahí que cobre sentido el papel relevante que le asigna David Harvey a la memoria colectiva como parte fundamental en la conformación de lugares (Harvey, 2004).
Ahora bien, bajo la perspectiva de Paul Ricoeur (1913-2005) desde el campo de la filosofía y la antropología, se refiere de manera recurrente en su obra a los conceptos de lugar y memoria. Para abordar el tema en cuestión se retoman dos textos, Arquitectura y narración (2003a) y La memoria, la historia y el olvido (2003b), en el primero se hace mención de una manera más específica al concepto de lugar, mientras que en el segundo alude al lugar desde su relación con la memoria.
Si bien se puede partir, grosso modo, que para Paul Ricoeur el lugar es el espacio vivido, éste se define por ciertas particularidades dependiendo del enfoque desde el cual sea abordado, en Arquitectura y Narración se concibe al lugar, desde una visión más de carácter arquitectónico y urbano, puesto que hace alusión a éste como el espacio construido que puede ser entendido como “una especie de mezcla entre lugares de vida, que envuelven al cuerpo viviente, y un espacio geométrico en tres dimensiones (…)” (Ricoeur, 2003a, p. 13), de ahí que su noción de lugar esté siempre relacionada con el habitar o, en otras palabras, con la llamada espacialidad vivida. Por lo tanto, el habitar, entendido como el vivir en, requiere forzosamente de una localización que involucra tanto al espacio vivido como al espacio geométrico.
Así mismo, es importante resaltar la constante relación que sostiene Ricoeur, respecto al espacio tiempo, pues al hablar de lugar considera a éste como un espacio que es recorrido, en donde el desplazamiento es una de sus condiciones y de sus características, de ahí que mencione que “los lugares son unos sitios donde cualquier cosa sucede, cualquier cosa se produce; donde los cambios temporales siguen los trayectos efectivos a lo largo de los intervalos que separan y vuelven a unir los lugares” (Ricoeur, 2003a, p. 17), por lo tanto se entiende que el lugar, como espacio vivido, no se experimenta de manera estática, sino que el desplazamiento y el emplazamiento son parte inherente en el acto de habitar, puesto que los “ritmos, de pausas y movimientos, de fijaciones y desplazamientos” (Ricoeur, 2003b, p. 16) constituyen condiciones definitorias, dado que el lugar no es concebido como un hueco en el espacio, sino que es un “intervalo que hay que recorrer” (Ricoeur, 2003b, p. 16), razón por la cual en la acción del recorrido queda implícito el tiempo, de ahí que la relación entre topos y cronos conformen una dualidad que tiene significado bajo la concepción de la espacialidad vivida.
En dicho sentido, queda claro que el acto de habitar supone una relación con una determinada localización, al habitar un lugar se genera una experiencia en el tiempo presente, que en un futuro conformará un recuerdo, y al ser evocado tendrá como referente una fecha y un lugar, de ahí que la memoria ya sea individual o colectiva esté vinculada a las múltiples espacialidades vividas.
A partir de lo anterior, se puede entender por qué Ricoeur sostiene que en la medida en que el individuo experimenta el espacio, lo convierte en un lugar habitado, y por lo tanto memorable, puesto que constituye parte de nuestros recuerdos. Del mismo modo, se evidencia el carácter funcional de la identificación del lugar, puesto que los desplazamientos en la vida cotidiana se efectúan mediante el recorrido repetitivo de determinados lugares, de ahí que estos adquieran el carácter de reminders (recordatorios en fránces) de lo vivido en ellos. El término de reminders, alude a la función que tienen los lugares como un apoyo o soporte para la rememorización, a fin de evitar que la memoria caiga en el olvido, bajo el principio que los lugares tienen la capacidad de permanecer de muy diversas maneras a diferencia de la memoria oral que depende de las palabras (Ricoeur, 2003b, p. 63).
Bajo la mirada de Ricoeur, difícilmente se podría diluir la díada entre memoria y lugar, si bien esto pudiese parecer obvio bajo el principio que los recuerdos están anclados a un lugar y a una fecha, supone una relación demasiado básica respecto al lugar, dado que el lugar como lo plantea Ricoeur va más allá de localización, por lo tanto, sus implicaciones en la conformación de la memoria deberían ser revaloradas, punto que será tratado más adelante.
En el caso de Pierre Nora (1931) reconocido historiador francés ha dedicado parte de su obra a trabajos relativos a la identidad francesa y a la memoria; entre 1984 y 1992 desarrolló una serie de artículos que dieron lugar al libro titulado Los lugares de la memoria, en el que reúne una serie de textos que tienen como denominador común la memoria, el lugar y la historia, desde el ámbito de la escena francesa. Cabe señalar que una de las motivaciones de Nora, respecto al tema, obedece a una crítica relacionada con la banalización de los lugares en cuanto a su valor o papel en la sociedad contemporánea, lo que se traduce en lo que él considera una conmemoración desenfrenada que denota justo esa pérdida e incomprensión de la memoria respecto al lugar (Ricoeur, 2003b, p. 525).
Dicho lo anterior, en el caso de Pierre Nora, la relación lugar y memoria cobra un sentido diferente, no por ello menos importante, si bien la manera en cómo aborda el lugar desde un sentido más abstracto, no tanto desde el ámbito geográfico, responde a que Nora concibe al lugar desde una postura ambigua “que no se trata únicamente ni principalmente de lugares topográficos, sino de marcas exteriores, como en el Fedro de Platón, en las que puedan apoyarse las conductas sociales” (Ricoeur, 2003b, p. 529), por lo tanto el lugar adquiere cualidades que van más allá de la espacialidad, al abordarse como un referente que puede ser más de carácter simbólico.
Cabe señalar que la explicación de lugar que ofrece Nora debe ser leída desde su vínculo con la memoria, de ahí que la noción presentada difiera a la de David Harvey y a la de Paul Ricoeur. Sin embargo, propone una manera diferente de concebir la diada entre el lugar y la memoria.
Pierre Nora parte del principio que un lugar de memoria no es únicamente un objeto de carácter físico o palpable, sino que, desde una concepción más amplia, a partir de que:
“(…) el lugar de memoria supone, de entrada, el ensamblaje de dos órdenes de realidades: una realidad tangible y aprehensible, a veces material, a veces menos, inscrita en el espacio, el tiempo, el lenguaje, la tradición, y una realidad puramente simbólica, portadora de una historia” (Nora, 2008, p. 111).
Es por ello que bajo esta percepción los lugares de la memoria pueden estar representados tanto por objetos físicos como simbólicos, en donde la identificación del lugar llega a ser secundaria en la medida que ésta no genere el despliegue de la misma, dado que el lugar de la memoria se entiende como “toda unidad significativa, de orden material o ideal, que la voluntad de los hombres o el trabajo del tiempo convirtieron en elemento simbólico del patrimonio memorial de una comunidad cualquiera” (Nora, 2008, p. 111). Dicho lo anterior, los lugares de la memoria adquieren esta connotación a través de un proceso de significación, lo cual no queda muy claro de qué forma se da este proceso desde la postura de Nora.
Ahora bien, de manera más específica, Nora divide los lugares de la memoria en dos reinos, el de los naturales y el de los artificiales, los simples y los ambiguos. Desde esta diferenciación, establece que la condición de lugar se obtiene a partir de tres características: la material, la simbólica y la funcional (Nora, 2008, p. 33). Esta primera diferenciación no es una clasificación radical, pues estas dimensiones pueden coexistir y traslaparse, en el sentido de que la memoria como una elaboración del tiempo presente es por definición dinámica y cambiante.
Nora señala, por ejemplo, que un lugar de memoria de carácter material, puede ser un archivo, sin embargo, para que adquiera un significado más profundo es necesario que la imaginación le asigne un aura simbólica. Respecto a los lugares de carácter funcional, éstos constituyen lugares de memoria siempre y cuando sean parte de un ritual.
Ciertamente, Nora a lo largo de su obra detalla diferentes categorizaciones respecto a los lugares de la memoria, pero no corresponde a los fines de este texto explicar cada uno, por lo que se retoman sólo aquellos aspectos que resultan relevantes y esenciales para entender su propuesta conceptual respecto a la memoria y al lugar.
Por otro lado, uno de los puntos que se deben destacar del discurso manejado por Pierre Nora, es el aspecto simbólico, como elemento fundamental de los llamados lugares de la memoria, puesto que el autor identifica un resquebrajamiento en la esencia de la memoria, al considerar que se ha caído en el abuso de la conmemoración, lo que ha conducido a una ruptura entre la memoria y la historia. Dicho abuso obedece a que ha surgido un ímpetu por conservarlo todo, se ha caído en la celebración de rituales de memorización sin memoria, lo que no es exclusivo de la sociedad francesa, sino de todas aquellas sociedades contemporáneas que han ido perdiendo su capacidad de reflexión, en donde la celebración está por encima de la memoria que alude a un pasado simbólico, lo que conduce a Nora a denominar la llamada metamorfosis de la conmemoración.
En este sentido, Nora considera que la llamada memoria verdadera se ha borrado, y ha sido sustituida por otra dictatorial, integrada e inconsciente, “en cuanto hay traza, distancia, mediación, ya no se está en la memoria verdadera sino en la historia” (Nora, 2008, p. 20), lo que responde a la diferenciación que establece entre memoria e historia, en donde la primera se manifiesta en aquellos que están vivos, sujeta a una “(…) evolución permanente, abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia, inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, capaz de largas latencias y repentinas revitalizaciones. La historia es la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es” (Nora, 2008, p. 21), la memoria es afectiva mientras que la historia es racional de carácter intelectual.
Esta diferenciación entre memoria e historia es lo que lleva a Nora a enunciar que “todo lo que hoy llamamos memoria, no es memoria, entonces, sino que ya es historia” (Nora, 2008, p. 26), puesto que se han declarado como lugares de memoria a aquellos que en realidad son lugares históricos, ante una cultura desenfrenada de la conservación y el llamado productivismo archivístico, que se manifiesta mediante un almacenamiento material de infinidad de objetos que carecen de significado, como si fuera una reacción ante la pérdida de la memoria tradicional o verdadera, y se opta por acumular todos aquellos vestigios del pasado, que aparentan ser indicadores de memoria, aunque se desconozca a qué hacen alusión.
Por lo tanto, el discurso de Nora más allá de ser una explicación referente a la relación entre el lugar y la memoria, es una reflexión en torno a esta dualidad en la que se debe cumplir con ciertas condiciones que provoquen que el lugar adquiera un significado simbólico y afectivo respecto a la conformación y conservación de la memoria.
A través de este análisis general de la obra de tres autores y tres perspectivas diferentes, es evidente que la relación entre lugar y memoria puede ser abordada desde muy diversas aristas, los enfoques ahora presentados, por una parte denotan diferencias, y a la vez permiten identificar convergencias que coadyuvan a ampliar la comprensión que se tiene entre la diada de memoria y lugar, desde un ámbito más interdisciplinario, a través de posturas complementarias que enriquecen un discurso que abre betas de estudio para el quehacer de la historia.
Reflexiones en torno al lugar y la memoria
Queda claro que los tres autores comparten el principio que a partir de la relación que se establece con el lugar, se llega a generar una experiencia y de ahí la conformación de la memoria, los tres autores sostienen que este resultado no es fortuito, para que esto ocurra, el espacio debe ser experimentado y vivido, acciones que van a ir generando experiencias por quienes lo habitan, lo usan o lo viven, para entonces poderlo recordar, y hacer de estos espacios lugares de la memoria, de ahí que Yin Fu-Tuan (1979) mencione que el tiempo es necesario para crear lugares, bajo el entendido que el espacio se convierte en lugar sólo cuando se establece un lazo entre el ser y el espacio, bajo un proceso de identificación, resultado de una experiencia localizada en una espacialidad determinada. Lo anterior coincide con lo expuesto por Harvey, Ricoeur y Nora, de ahí que las implicaciones del lugar no son exclusivamente geográficas, el lugar no es una georreferenciación de un suceso, sino que es un actor dentro del constructo de la memoria, cuyo papel ha sido considerado como secundario.
En consonancia con Paul Ricoeur, es a partir del acto de vivir el espacio que se genera el lugar habitado y, por ende, el lugar memorable. No obstante, la intención va más allá, puesto que lo que se pretende es entender el lugar no sólo como una mera localización del acontecimiento, sino abrir el discurso hacia una comprensión más integral del lugar respecto al acto de habitar y de la construcción de la memoria.
Otro aspecto relevante, concierne a la referencia que hace Paul Ricoeur, al mencionar que a través de la espacialidad vivida y, por lo tanto, en la experimentación del espacio, se genera el desplazamiento y el recorrido, lo que supone un nivel diferente de leer el lugar, dejarlo de ver como una mera localización, y percibir la relación que éste tiene respecto al espacio tiempo. Dicha postura, si bien pareciera obvia, constituye un enfoque que se ha omitido o se ha trabajado poco en los estudios históricos, en cuanto a la historia y la memoria que genera el recorrido y los desplazamientos como marcas en el espacio, y que también son esenciales en la conformación de la memoria.
A partir de este principio de la espacialidad vivida, es pertinente hacer alusión al relato del espacio que plantea Michael de Certeau, puesto que cuando se elabora una narración ésta involucra los llamados recorridos del espacio, en los cuales se efectúan circulaciones y se entrelazan lugares, dicha narración por lo general implica el desplazamiento del individuo en el espacio, “todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio” (Certeau, 2007, p. 128), lo que coincide con la idea de la espacialidad vivida o la práctica del espacio, en donde cada acto puede llegar a ser georreferenciado, pues su localización no se sostiene en el espacio por un alfiler, sino que el dinamismo propio de las acciones genera recorridos y desplazamientos determinados por las características del lugar.
Por tal razón Certeau concibe al espacio como un lugar practicado “la calle geométricamente definida por el urbanismo se transforma en espacio por la intervención de los caminantes” (Certeau, 2007, p. 129); así pues, el movimiento y la acción son determinantes, no sólo para la conformación del relato, sino para la memoria misma, entendida ésta justo como una narración de un suceso del pasado.
Bajo esta tesitura de indagar respecto a las formas en que se presenta la llamada espacialidad vivida y en la búsqueda por revalorar el lugar dentro de la relación historia, espacio y memoria, resulta pertinente hacer mención del trabajo de Matthew Kingle, quien aboga justo por abrir el diálogo en cuanto a la manera en cómo hasta ahora ha sido abordado el lugar. Kingle parte de “(…) el espacio es el lugar donde suceden las cosas. Es donde tiene lugar la historia” (Kingle, 2018, p. 576), mediante estas palabras se deduce que difícilmente se puede desvincular el recuerdo al lugar; no obstante la historia ha tendido a enfocarse más en el suceso, que en el lugar de los hechos, esto puede conllevar a una interpretación del pasado incompleta, pues se omiten las relaciones que se tienen con el entorno, de ahí que en las últimas décadas del siglo XX haya surgido una corriente dentro del quehacer de la historia, preocupada justo por abordar la historia desde un ámbito más integral en donde el espacio fuese tomado en cuenta como parte esencial de la memoria social. En esta línea surge la llamada historia espacial, que busca ver más allá de la localización, mediante una lectura del espacio y del lugar capaz de integrar las diferentes dimensiones espaciales, pues si se tiene claro, como lo menciona Harvey, Ricoeur y Nora, que la memoria es resultado de la experiencia y el significado de ésta respecto a un lugar, a partir de la llamada espacialidad vivida, entonces las prácticas del espacio y las modificaciones de éste deberían también ser tomadas en consideración (White, 2010).
Bajo esta visión que busca no tanto replantear la relación memoria, historia y lugar, sino generar nuevas lecturas, al respecto Dolores Hayden, en su obra el Poder del lugar (1997), expone la necesidad de mostrar una forma diferente de hacer historia, al integrar y vincular el entorno (paisaje) como un elemento clave dentro de la historia cultural, la cual ha tenido la tradición de ser contada a través del relato de determinados sucesos. Hayden, subraya que la importancia de establecer vínculos con la memoria del lugar, obedece a que es justo el paisaje urbano el almacén de la memoria social (Hayden, 1997, p. 9), por lo tanto, si no se hace una lectura del espacio se tendrá un relato incompleto del pasado.
Esta tendencia de empoderar al lugar respecto a la memoria y a la historia, al revisar los textos de Harvey, Ricoeur y Nora, pareciera que se ha tenido muy clara esta relación puesto que se reconoce la importancia que guarda el lugar, no sólo como escenario, sino como partícipe en la conformación de la experiencia, pues coinciden en ver el lugar más allá de un emplazamiento y abogan más por la búsqueda del significado del lugar, de las relaciones y los vínculos que se generan entre el habitante, el lugar y las acciones, las cuales, como lo destaca Harvey, generan relaciones entre diferentes entidades, y dan lugar a la conformación de las permanencias o los llamados reminders que presenta Ricouer.
Los lugares de la memoria, sólo lo serán cuando posean un poder simbólico, como lo sostiene Nora, la memoria va más allá de la repetición de un discurso, puesto que es un constructo social mucho más complejo, compuesto de múltiples significados históricos, que van de lo individual a lo colectivo.
Conclusiones
Como reflexión final, vale extrapolar este discurso al ámbito de la memoria urbana, pues bajo este supuesto surge el cuestionamiento referente a qué tanto se ha trabajado desde el ámbito de la historia urbana, las múltiples dimensiones espaciales que nos da la ciudad como contenedor de memoria, al respecto la literatura denota que ésta se ha abordado desde diferentes enfoques y posturas, por un lado desde la sociología, la geografía y la antropología urbanas, así como desde el ámbito de los historiadores centrados en la evolución de la morfología urbana y de los procesos de urbanización y, por último, el enfoque de los arquitectos y urbanistas quienes se han interesado más en la forma espacial (García V., 2016), si bien cada campo disciplinar posee sus propias metodologías, éstas obedecen a la necesidad derivada de la complejidad inherente al fenómeno urbano, la cual obliga establecer límites de acuerdo con los intereses y los fines perseguidos.
Ahora bien esta división disciplinar conlleva a un aprovechamiento trunco de las múltiples posibilidades que nos brinda la ciudad, por ejemplo el espacio urbano como texto histórico, en el sentido de poder hacer una historia más integral, que vaya más allá del suceso o de la descripción del lugar, e integrar variantes tales como la experiencia, que involucre la triada lefebvreriana3 del espacio percibido-concebido-vivido bajo una perspectiva del espacio como una integralidad multidimensional (Torres, 2016), lo que supone una tarea ambiciosa, implica al mismo tiempo un campo que ofrece una gran beta de estudio para la memoria urbana.
La triada que expone Lefebvre, se resume también como el espacio percibido-concebido-vivido en alusión a sus tres variantes, a saber, la práctica del espacio, la representación del espacio y el espacio de representación, respectivamente. Estas tres dimensiones, en opinión de Richard White, constituyen una tríada en la que las tres son mutuamente constitutivas y, por ende, no deberían ser abordadas como categorías separadas en un modelo abstracto, de ahí la crítica de White, al decir que los historiadores han abrazado de manera parcial la propuesta de Lefebvre, puesto que la experiencia espacial poco se ha profundizado y, por lo tanto, ha sido poco explotada (White, 2010).
El binomio memoria y ciudad, es inquebrantable al pretender entender todos aquellos procesos de evolución y transformación no sólo de la forma urbana, sino de las constantes reconfiguraciones de la sociedad, dado que la memoria es ante todo un proceso social resultado de la sumatoria “historicidad, tiempo, espacio, relaciones sociales, poder, subjetividad, prácticas sociales, conflicto y, por supuesto, transformación y permanencia” (Kuri, 2017, p. 11), que mediante distintas configuraciones se convierten en huellas del pasado, que pueden ser leídas como permanencias que logran trascender a través de diferentes temporalidades.
La memoria en el espacio, al igual que la ciudad, está en un constante cambio, no es un ente estático, depende de la capacidad de la sociedad de ser recordada y evocada. Por lo tanto, no es el espacio como tal lo que evoca a la memoria, sino su contenido lleno de significados, unos tangibles como los edificios, las calles y demás elementos urbanos; y por otro lado está la significación que se le concede a estos espacios con relación a lo sucedido en ellos, y es justo lo que se trasmite mediante el recuerdo, lo que resulta ser intangible, pues cobra vida a modo de relato, ya sea histórico, en un sentido académico o cotidiano como historia oral.
Bajo este tenor, el espacio urbano debe ser abordado y entendido como un conjunto de capas que no están definidas sólo a partir de su funcionalidad respecto al lugar, sino también por una narrativa histórica acumulada a través de distintas generaciones (Flohr, 2020), con la premisa que las narrativas al igual que las espacialidades son cambiantes y dinámicas.
Ahora bien, la significación del lugar, como lo señalan Harvey, Ricoeur y Nora, representa un proceso que se construye en el espacio tiempo, que depende de la capacidad del individuo para establecer vínculos y relaciones, no sólo con el lugar como un referente de localización, sino en un sentido más amplio que involucre a sus componentes físicos y con lo que ahí sucede. Es por ello que la capacidad de un lugar para evocar la memoria, no es un acto de denominación, al establecer que en determinado sitio sucedió cierto acontecimiento, pues mientras que entre el individuo y el lugar no se teja un vínculo y se dé un proceso de significación, éste no va a ser capaz de evocar a la memoria, de ahí la crítica de Pierre Nora, a la conmemoración, ante la pérdida de significado respecto al lugar, en tanto que el espacio adquiere la connotación de lugar a través de la interacción con el sitio, esto llevaría a plantearse nuevas líneas de estudios, respecto a la capacidad de la sociedad contemporánea a construir y recrear lazos de identidad respecto al lugar, pues la falta de estos lazos conlleva a una pérdida del sentido del lugar y, en consecuencia, a la pérdida de identidad y de memoria (Othman et al., 2013).
Por lo anteriormente expuesto, se deduce que la memoria es un significante sutil del lugar, puesto que es resultado de una experiencia generada mediante la experimentación del espacio, tanto en el sentido físico, sensorial y emocional, lo que conduce a dejar de ver la memoria como una unidad, y comenzar a identificar las diferentes capas que la componen, a través de un estudio que involucre la estratificación no sólo de los recuerdos, sino también de la espacialidad, pues ello permitirá identificar los diversos componentes que intervienen en su conformación (Mowla, 2004).
En este sentido, al trasladarse al ámbito de la memoria urbana se generan un sinfín de posibilidades, debido a que la ciudad como construcción social y cultural ofrece un abanico de opciones en las cuales puede explorarse la relación entre memoria y lugar, desde diferentes connotaciones ya sean naturales o artificiales como lo señala Pierre Nora, mediante la identificación de permanencias y de relaciones entre múltiples identidades como lo plantea David Harvey, o a través de los procesos de significación de la llamada espacialidad vivida que sostiene Paul Ricoeur, bajo la premisa de que el lugar no es sólo un referente geográfico.
El reto para identificar y explotar las múltiples potencialidades que tiene el lugar en la construcción de la memoria y en el relato histórico, conduce a plantear nuevas interrogantes respecto a la manera en cómo se puede documentar el presente, pues las herramientas con las que se cuenta en la actualidad permiten estudiar la espacialidad de diversas maneras, en las que la relación espacio-tiempo puede llegar a ser capturada más allá del relato, de ahí la importancia del empleo y aprovechamiento de la tecnología, como lo son los sistemas de información geográfica, la fotografía y el video, los cuales pueden ayudar justo a estudiar, entender y representar los procesos de significación del espacio así como de las diversas prácticas y modos de apropiación de los lugares que a través del tiempo construyen la memoria.
Aunado a lo anterior, John Mraz (2021), como fotohistoriador, señala que la historia se ha desarrollado bajo una cultura textocéntrica, entendida ésta como el estudio basado principalmente en documentos escritos, lo cual excluye muchas otras fuentes que abren infinidad de puertas al pasado y, por ende, posibles lecturas para adentrarse en la memoria y sobre todo en aquella que hace referencia al espacio, pues se debe considerar que el lenguaje escrito tiene sus limitantes frente a la capacidad de aprehensión de la espacialidad y de los procesos de significación, de ahí la necesidad de aprender a leer el espacio y su pasado, identificar huellas y construir relatos que nos ayuden a entretejer la memoria.
Siguiendo esta línea, es oportuno mencionar que han surgido diferentes discursos, entre los que destaca el referente a la importancia de la memoria colectiva ante los procesos de regeneración o transformación urbana, pues si se parte de que el espacio urbano es la estructura o el escenario de la memoria colectiva, difícilmente pueden borrarse las huellas, entendidas como recuerdos, pues como sostiene Halbwachs (2004) el espacio que ocupa un grupo no es como una pizarra, donde uno puede escribir y borrar las figuras a voluntad, cuando un suceso se conserva en lo colectivo su persistencia será menos efímera. Esto solo es posible gracias a las permanencias inherentes a una ciudad, las cuales representan poderosas estructuras de significación de entornos construidos, conservados a través de la memoria colectiva (Lak y Hakimian, 2019), por lo que las transformación del espacio urbano motivada por diversas causas no necesariamente borrará la memoria del lugar, en tanto que ésta logre perpetuarse en la memoria la comunidad a través de los diversos procesos de significación.
Por último, es interesante hacer alusión a la postura que presenta Antoni Remesar y Javier Vergel (2020) concerniente a la relevancia que tiene la significación del espacio urbano y de la llamada accesibilidad simbólica al concebirla como uno de los nuevos derechos urbanos, al hacer alusión al derecho de ciudad planteado por Henry Lefebvre. A partir de la idea de que el derecho a la ciudad reconoce la capacidad de los ciudadanos para transformar y reinventar la ciudad, otorga a la ciudadanía la capacidad y la oportunidad de dar forma y de apropiarse del espacio urbano, a través de diversos modos de significación, en donde uno de los fines es justo el de construir una memoria colectiva dispuesta a frenar la segregación, la dominación y cosificación cultural y el extrañamiento (entendido como la desorientación geográfica relacionada la medio urbano). Lo que da lugar a la diverisificación de la memoria urbana, dejando de lado la significacición a priori que ejercen los grupos de poder, a través de la monumentalidad selecta, y se da cabida a la significación a posteriori ajena a la monumentalidad o las especificidades formales, ya que su origen reside justo en la experiencia del grupo excenta de los proceso de formalización explícita (Remesar y Vergel, 2020), planteamiento que coincide con Pierre Nora. Por consiguiente, estos procesos de significación a posteriori, son justamente los que nacen de la comunidad y, por ende, los que pocas veces son estudiados y retomados en la construcción de la memoria del lugar, a pesar de conformar fuentes inagotables de relatos y de huellas en el espacio urbano.
Todo este recorrido a través la memoria de los espacios vividos, representa una ventana abierta para continuar indagando sobre los procesos de significación del espacio en la construcción de la memoria, a partir de la premisa de que la experiencia no es un suceso estático, sino que involucra una compleja experimentación del espacio mediante infinidad de trayectos, circulaciones y demás acciones que están determinadas por las condiciones del lugar y la relación simbólica que se genera respecto a éste.
Referencias
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- ←Raymond Williams (1921-1988), intelectual galés dedicado al estudio de las implicaciones de la en los procesos históricos y el cambio social.
- ←Teólogo protestante estadunidense nacido en 1933.
- ←A grandes rasgos, la primer variante, de la triada lefevbreriana, las prácticas espaciales, hace referencia al movimiento, a la forma en cómo nos desplazamos en el espacio como soporte físico de toda práctica social, establece la relación entre la realidad cotidiana (tiempo) y la realidad urbana (rutas o redes) que genera un vínculo entre lugares, de ahí que el movimiento sea un componente esencial junto con la variante tiempo; la segunda, la representación del espacio, alude a la forma en cómo abstraemos el espacio “espacio conceptualizado, el espacio de los científicos, de los planificadores, urbanistas, tecnócratas fragmentadores, técnicos e ingenieros sociales” (Lefebvre, 2013, p. 97). Por último, está el espacio de representación, que es aquel que es vivido por los habitantes, es el espacio experimentado mediante símbolos y signos no verbales (Lefebvre, 2013, p. 98).