La ilusión de la palidez. Apuntes para una epistemología del concepto de raza negra en Chile hoy1

The illusion of paleness. Notes for an epistemology of the concept of black race in today’s Chile

Resumen

En este artículo examinaremos la noción de raza, particularmente en lo referido a la raza negra, y su proyección conceptual y por lo tanto en sus connotaciones y proyecciones epistemológicas; ello en el contexto del proceso sostenido de inmigración de población haitiana a nuestro país; deseamos ser una instancia de reflexión que permita diferenciar el concepto de raza de su acepción biológica, para constituirse en una categoría social y psicocultural que, como tipo ideal, permita la comprensión de la creciente diversidad en Chile. Así, el concepto se vincula con una espiritualidad de la negritud, que deriva de una espiritualidad en la acepción que le proporciona la teología latinoamericana.

Summary

In this article we will examine the concept of race, particularly with regard to the black race, and its conceptual projection and therefore in its epistemological connotations and projections; this in the context of the sustained immigration process of the Haitian population to our country; We want to be an instance of reflection that allows us to differentiate the concept of race from its biological meaning, to become a social and psychocultural category that, as an ideal type, allows the understanding of the growing diversity in Chile. Thus, the concept is linked to a spirituality of negritude, which derives from a spirituality in the meaning provided by Latin American theology.

Palabras claves

Raza negra – racismo – espiritualidad de la negritud – relaciones interraciales – migración haitiana a Chile

Keywords

Black race – racism – spirituality of negritude – interracial relationships – Haitian migration to Chile

Introducción

La necesidad de un tipo ideal

Asumimos que es dudosa la existencia de las razas, al menos como hasta ahora se han pensado, pero el racismo es un fenómeno palpable. Dolorosamente evidente. Por otra parte, el tránsito epistemológico desde una categoría propia de una clasificación taxonomizante a un concepto transdisciplinario que dé cuenta de una espiritualidad decantada durante siglos, no es un paso más radical que el desarrollado en Occidente de manera majadera desde el siglo XIX, de entender los fenómenos de las ciencias sociales desde analogías propias de las ciencias naturales, lo que evidentemente ha sido sobrexplotado; más bien creemos que analogías tanto teológicas como estéticas permitirán ampliar el lenguaje para la comprensión, así en este ensayo exploraremos el concepto de espiritualidad de la negritud, la cual será entendida como una categoría que da cuenta tanto de una dimensión psicológica que define la conformación del yo y del modo de percibir a los otros, como también da cuenta del específico estilo de vida que inserta un sujeto en una comunidad y, por tanto, en relaciones concretas de producción. Ello nos parece de particular utilidad en función de la sostenida y masiva migración haitiana a Chile3.

Porque, para los haitianos y para cualquier otro ser humano, toda llegada a un nuevo territorio humano y espacial es un inmenso descalabro personal y, del mismo modo, un germen de ilusiones, de forma tal que se trata de un proceso de una intensidad primordial, pero todo sistema social y todo individuo debe asumir la posibilidad de la migración y también la de vivir cambios (Steiner, 2000, p. 104), por ello es primordial crear categorías comprensivas para asumir la experiencia de la otredad. La otredad que ellos nos representan y las que nosotros como chilenos les representamos, pero esta categoría debe integrar las dimensiones materiales del estilo de vida, pero del mismo modo asumir el nivel más íntimo y psíquico de la aculturación asociada a la migración.

La categoría raza, grupo étnico o subcultura, no dejan de ser preestructuras de la comprensión de carácter kantiano que Weber transformó para las ciencias sociales en tipos ideales. En este artículo pondremos el concepto de identidad racial como tipo ideal, que supere la suposición de identidad entre raza y biología (Anthias, 1992, p. 76), pero que, del mismo modo, no restrinja un rasgo externo como el de tener la piel negra o morena, a un criterio de distinción, sino que lo asuma como un fundamento que permita comprender la migración de personas de raza negra a Chile hoy, ello como criterio que permita desde la identificación de un rasgo en la conformación de una identidad social entender cómo esta se irá adaptativamente replanteando, yuxtaponiendo y sincretizando, y así conformarse sistémicamente compacta y heterogéneamente, según sea la circunstancia, para generar una identidad dentro del sistema étnico social chileno.

Para la teología latinoamericana la espiritualidad es una mística del estar en el mundo donde la vida social tiene un papel fundamental:

Poco a poco, la espiritualidad tematizada se hizo expresión del dinamismo interno que moviliza la liberación integral, que no desconoce la esfera de lo político. Según Assman (1971), ésta debe entenderse como “todo lo que está implicado en el término sociedad y no solamente la relación formal con el Estado” (p. 13). (Estupiñán, Hoyos, Navarro, Rodríguez, Solano & Zurek, 2013, p. 410)

Hacemos nuestra esta concepción operativa de espiritualidad para sumar estilo de vida y universo mental, de manera que ello se conjuga en el plano sociopolítico que le corresponde en este caso al migrante que experimenta la espiritualidad de la negritud.

Desarrollo

La desesperada necesidad de clasificar

La migración de mujeres y hombres de raza negra, y particularmente haitianos, nos ha hecho volver a preguntarnos por algo que ya era motivo de reflexión a finales del siglo XIX. Chile necesitó, junto del Estado, entendido este como modo de organización racional de los vínculos sociales, de una identidad étnica, cultural y racial homogénea. Mito inmenso, ilusión y delirio funcionalmente necesario, en tanto ni existía solamente una etnia precolombina a la llegada de los españoles, ni los españoles eran homogéneos, y por otro lado la migración obligada de esclavos negros se invisibilizó una vez abolida la esclavitud.

Durante el siglo XIX, el romanticismo de nuestro continente generó tipos ideales, pensando en el concepto de tipo ideal al modo como lo describió Max Weber: como modelos razonados o tipos kantianos que recorren la mente del observador operando desde la percepción hacia el mundo. Sobre la base de esos modelos se intenta comprender, en este caso, el tema de la diversidad étnica (lo indígena) a diversidad biocultural (identidades raciales), y la diversidad cultural (el sujeto popular).

El proceso social europeo propio del racionalismo, que se origina en las reflexiones de autores como Kant, van a generar un concepto muy definido respecto a la diversidad cultural. Asumiendo la idea del Buen Salvaje, sobre la base de la data que obtiene de Montaigne, o del mismo Bartolomé de las Casas, Rousseau genera un tipo ideal que en Europa va a definir el concepto del otro, de la diversidad cultural no europea. Nos parece también que ese concepto de hombre o de persona humana que, para Foucault y para Lévi-Strauss, se origina en el pensamiento rousseauniano, se puede encontrar asimismo en el caso latinoamericano, aun cuando en nuestro contexto sus orígenes se construyen y desarrollan sólo a lo largo del siglo XIX y saltan veladamente al siglo XX.

En el mismo sentido, existen autores prototípicos en el siglo XIX latinoamericano, chilenos específicamente, como por ejemplo José Victorino Lastarria, en quien lo nacional nace como un valor antes que nacer como una realidad. Hay un nacionalismo abstracto que se sitúa como ideología de esta emergencia y reformulación de los estratos medios para, desde allí, definir todo movimiento social durante el siglo XX.

Hay autores que para nosotros son paradigmas de este proceso generado en el siglo XIX. Son autores situados en ambos polos de ese período. Nos referimos a Domingo Faustino Sarmiento, en un extremo, y a Nicolás Palacios, en el otro ¿Por qué nos parece que estos pensadores son fundamentales? Básicamente porque desarrollan un proceso de resignificación cultural, un imperio del significante, de la misma forma como en el caso europeo van a representar la racionalidad autores como Rousseau. Estos autores acomodan para Latinoamérica un tipo de concepto y de conceptualización respecto de la diversidad cultural o de la diferencia cultural que, sin duda, va a tener una notable influencia en la constitución del pensamiento social posterior en el siglo XX.

Reconocida es la importancia de Sarmiento en Argentina, incluso como Presidente de la República, de la misma forma que en Chile lo es la influencia de Nicolás Palacios en la concepción ideológica, sobre todo en los sectores conservadores de la sociedad chilena, empezando por Francisco Antonio Encina. Por lo tanto, nos parece importante (en términos foucaultianos) el intentar hacer una arqueología de estos dos pensadores, no sólo para su contextualización histórica, sino para ver la proyección de su pensamiento en la racionalidad moderna latinoamericana contemporánea y en la aparición de un tipo nuevo de discurso moderno.

El forjador del mito, el chileno Palacios

El mito de la homogeneidad poseyó un ideólogo sin duda, el médico chileno Nicolás Palacios (1854-1931), quien escribió un opulento libro titulado “Raza chilena” en el cual habla de la existencia de una raza “Arauco Germánica”, blanca y de estampa varonil, un mito casi estético, casi demente, pero elaborado con lo mejor de las ciencias sociológica, antropológica, biológica y lingüística de la época. No deja de ser significativo que algo que se produjo y se difundió hace un siglo, sea tan coincidente con la visión que solapadamente se tiene de chilenidad.

Los mitos son necesarios, generan integración, pero ninguna integración es total, los intentos del derecho constitucional en las democracias modernas de integrar a las minorías tienen relativo éxito, pero en el proceso de conformación inicial de un Estado Nación ese éxito es imposible pues es esa mayoría la que se integra generando identidad y exclusión, formando una clara distinción mental entre sistema y entorno.

La hipótesis de Nicolás Palacios respecto de la raza “Arauco Germánica” es hoy un delirio, pero como decía Jacques Lacan (1984) todo delirio persistente y entusiasta es en el fondo la apelación a una verdad que se esconde en el inconsciente y que se nutre de la esfera de lo imaginario.

Nicolás Palacios sostuvo varias tesis absurdas, quizás una de las más inverosímiles fue su férrea oposición a la llamada de Vicente Pérez Rózales a invitar a poblar nuestro suelo. La migración a Chile ha sido casi siempre beneficiosa, especialmente con comunidades desde la alemana hasta en la actualidad la palestina o la haitiana, que llegan con una voluntad asumida de trabajo y brío en el aporte a al país. No obstante, mantenemos un pero capcioso: nuestro temor como país más profundo e inconfesable no es a la delincuencia negra o al “rapto” de puestos de trabajo, es simplemente que no queremos confesar que no deseamos que nuestra piel se ennegrezca, que adquiera esa negritud que como exotismo es atrayente y a la cual se le pide hasta esoterismo, pero que, en el proceso de mezcla y mestizaje cultural y biológico, nos puede convertir en negros. Miedo políticamente inconfesable, pero que sin duda opera al momento de asumir la migración hoy en Chile. Curiosamente en Europa o Norteamérica no seriamos generalmente considerados blancos, sino gente morena, mestiza de fuentes por lo general indefinidas (Bendel, 2009, p. 44).

La diferencia en Chile ha retornado a ser un “asunto de piel”, ya la etnicidad o la cultura no son categorías capaces de explicar a la persona del haitiano migrante, ello probablemente por el abuso del concepto de cultura como significante flotante que no decía nada, o porque la etnicidad era algo que desaparecía junto las formas identitarias y la reetnificación aún no es asumida en nuestro sentido común. Nos cuesta decir negros, pero la diferencia es un asunto ostensible en nuestra conciencia. Definitivamente aún no estamos acostumbrados a los contextos multirraciales.

En el diccionario etimológico de Rodolfo Lenz (1904) dedicado las voces chilenas populares de origen indígena, la palabra negro es sinónima con la palabra “cholo”, en un plano semántico posee un carácter más bien descalificador y en el caso menos grave humorístico, y luego de la desaparición de la evidencia de la piel negra en los descendientes de los esclavos negros coloniales, la negritud era representada por los peruanos y bolivianos luego de la primera guerra contra la confederación Perú-boliviana. Hoy en el vocabulario popular no hay aún una palabra para denominar al negro asimilado en Chile; hay pudor de llamarlos negros, y haitiano es sinónimo de negro, un sinónimo impreciso y ambiguo, pero a la palabra negro se le da un sentido peyorativo. Aún no tenemos una palabra para denominar a los individuos haitianos que suman ya cientos de miles. La imposibilidad de darles una denominación es prueba de lo inconcluso de la asimilación o de la integración. Solo está el dato de notar la diferencia y hacerla consiente: cuestión de piel.

La teoría antropológica había establecido una fuerte división entre el concepto de raza y el de etnicidad, todo ello en tanto el concepto de cultura era una herramienta para des-biologizar las categorías utilizadas, muy imbuidos en el miedo atroz a los conceptos del nazismo que entendía que la historia era esencialmente biología. Hoy volvemos a encontrarnos con que rasgos étnicos, culturales y lingüísticos han vuelto a ser criterios de distinción; si el cognitivismo y la antropología interpretativa (Clifford & Marcus, 1986) retornaban la interpretación hacia el plano mental, hoy la presencia haitiana en Chile nos pone frente a un hecho sociológico claro: puede superarse la diferencia lingüística de los haitianos por medio del aprendizaje de la lengua francesa en parte debido al parentesco del kreyòl ayisyen4 con las lenguas romance y especialmente con el francés; pero la piel no se borra; los vemos en las calles vendiendo golosinas, pan o juguetes, y a media lengua ofrecer sus productos haciendo un esfuerzo de inteligibilidad que es doloroso, y quienes hemos sido inmigrantes por exilio, por trabajo o por estudios lo sabemos; hay en ese balbuceo una desolación en la desesperación de intentar ser comprendido, y también en la consideración casi de una suerte de mutismo inherente: pareciera que los haitianos no tuvieran lengua, al menos al principio de su migración, y más complejo se les torna obtener todo: un trabajo, un lugar donde vivir, la entrada a la escuela a sus hijos, la atención médica, entre otros muchos obstáculos.

Ello porque, supuestamente, pasamos en vuelo rasante de ser un país “blanco” a ser un país con presencia notoria de negros, idea bastante absurda ya que en muchos países desarrollados los chilenos somos “sudacas” y somos por tanto caracterizados, incluso a nivel legal, como “gente de color”; un color intermedio pero que no deja de compartir la marginalidad del asiático, del medioriental o del negro.

En este plano de la actitud que tenemos frente a los haitianos debemos decir que, más allá de algunas manifestaciones racistas y xenófobas fruto de un fascismo casi endémico pero marginal, el Estado y la Sociedad Civil aún no desarrollan una actitud aversiva frente a los haitianos, pero ¿qué pasará cuando masivamente se inicie el mestizaje? ¿Estamos preparados para matrimonios mixtos? El empuje de judíos y palestinos, la límpida blancura de la piel de los alemanes y franceses, y la cercanía cultural y lingüística de los españoles, por dar algunos ejemplos, permitió una rápida asimilación y la adquisición de su lugar en la sociedad nacional, pero cuando el factor color de piel intervenga, cuando las hijas o hijos de los que somos tolerantes comiencen a procrear hijos mestizos ¿cuál será la actitud tanto particular como generalizada?

No podemos dejar de reconocer que hasta el momento existe aceptación benevolente; y ellos, los haitianos, asumiéndose como los “condenados de la tierra” toman, a nuestro parecer, a Chile como una tierra de promisión, son en su mayoría cristianos que ven a nuestro país como una suerte de tierra prometida, llena de diferencia, pero promisoria, ¿y qué pasará cuando la migración sea más masiva? Ocupación en el plano ya no solo físico sino simbólico, los haitianos aún no se perciben plenamente, los vemos, valoramos su laboriosidad, su silenciosa anuencia, son aún exotismo, pero ¿qué pasará cuando las relaciones se simetricen y sean un “legítimo otro” en palabras de Levinas (1993), y se constituyan en sujetos sociales demandantes con plena legitimidad? ¿Podernos pasar de la exotización y caridad hacia la plena legitimación? Se trata de un proceso aún no completado y el futuro pondrá a prueba la capacidad de la sociedad chilena para aceptar la diferencia radical; el nuevo factor será racial, probablemente la pigmentación coloniza esta ilusoria blancura de nuestra piel, pasando ellos de los obsecuentes haitianos a los nuevos “cholos”.

El irracionalismo romántico europeo, unido políticamente al populismo de derecha, da cabida al surgimiento del nazismo y del fascismo (Bensch, 2009, p. 68). Este proceso tiene un correlato latinoamericano, cuyos referentes ideológicos van políticamente de derecha a izquierda.

En el plano socioeconómico, la expresión más preclara es el estructuralismo económico que desde una crítica de las relaciones económicas internacionales, en el contexto del capitalismo, significó un modelo de desarrollo “hacia adentro” o de sustitución de importaciones. Toda una ideología de la modernización daba cabida a un desarrollo fuertemente nacionalista, como le gustaba a Palacios, no obstante, la temática étnico racial se sumergió analíticamente en el plano económico estructural. El cambio social era más relevante que cualquier especificidad identitaria.

No es casualidad que sean justamente en las décadas del ’30 y del ’40 del pasado siglo (los decenios radicales para Chile), que esa misma clase media que promueve el desarrollo de una industria nacional sea la que origina las literaturas indianista y criollista, pero el actor social negro aparece muy poco. Las primeras décadas del siglo XX tienen como factores fundamentales y definitorios la crisis del latifundio tradicional y los intentos de desarrollo, que ven como indispensables, al menos en la mente de las élites de izquierda, centro y derecha, la necesidad de generar un cambio sociocultural en el cual la diversidad racial o étnica son solo variables.

Tal como intuye Palacios, las primeras revueltas de los universitarios argentinos, las represiones al naciente movimiento obrero, el surgimiento del catolicismo social y el vuelco hacia el centro político por parte de la masonería, son todos fenómenos que apuntan a la intención del proletariado naciente y de las clases medias por lograr el cambio social, lo racial es aún solo un asunto de piel.

El modelo está muy a la vista, los países desarrollados están en el camino de aquello que Franz Hinkelammert (1990) denominó “ideologías del desarrollo”, las que abogan siempre por la modificación de la estructura de la sociedad. No obstante, ¿cómo se ve esto unido con la reivindicación de la especificidad histórica y de las identidades étnicas y culturales? Ambos cometidos se funden en un intento de matriz iluminista de generar cambio cultural, al alero del cambio socioeconómico, donde la especificidad histórico cultural y racial tienen poca cabida. Es así como las élites políticas y culturales coinciden desde la década del ’30 en su intención de reconocer los rasgos de la identidad cultural latinoamericana, para luego discernir aquellos atributos que determinarán que el desarrollo sea o no alcanzado; en este contexto la negritud tiene poco lugar y validez.

En este sentido, estamos frente a un intento iluminista que ideológicamente se define desde el concepto de desarrollo y económicamente se conforma desde un modelo de industrialización fuerte y protegido, donde el actor étnico o de especificidad minoritaria en lo racial es solo un actor que se asume según su inserción en la estructura social. Este proceso tiene quizás su expresión más radical en la masificación de la educación, la que aumenta extraordinariamente en su alcance en los niveles básico, medio y universitario en la primera mitad del siglo XX. No obstante, esa misma masificación del sistema educacional, que en la década de los ’60 del pasado siglo se radicaliza aún más, va a dejar al desnudo la paradoja de que el aumento de la escolaridad no se corresponde con los puestos de trabajo disponibles para estos escolarizados. Esta contradicción resulta un fuerte revés para las pretensiones hegemónicas de los estratos medios, ya que la educación deja de ser un mecanismo seguro de ascenso social e incluso no asegura la reproducción de los segmentos de clase y, creemos, aumenta la marginación de los grupos raciales minoritarios; por ello la educación intercultural toma en Latinoamérica una inusual importancia.

Tiempos de soledad

“¿Puede uno contener / en sus venas de nómada / el flujo existencial de tiempos de soledad?” se preguntó el poeta haitiano René Depestre (2016), la migración no es nada extraño, casi todos somos por algún lado descendientes de migrantes, siglo más siglo menos, y hoy en Chile los haitianos, por su mansedumbre y laboriosidad, inspiran en Chile simpatía, más que otros grupos migrantes como peruanos o colombianos al menos, pero hay algo insondable mezcla de paternalismo y vilipendio: una actitud diría casi de temor frente a los haitianos, y no se trata de nada que ellos hagan o dejen de hacer: es su piel morena, ya no la de nuestro color mate y mestizo sino la inmensa negritud, la novedad y las precauciones de una pesada carga. La piel negra significa mucho más que una pigmentación, es signo de las formas originales de la especie humana, representa algo que tuvo su cúspide en las culturas bantú o en la especificidad de lo zulú, pero que hoy representa a un territorio espiritual despreciado por la racionalidad capitalista.

Ser negro es sinónimo de diferencia y temor, también objeto de deseo, pero por sobre todo de miedo, deseo y miedo, pero más que todo miedo, miedo a los matrimonios o al menos el nacimiento de hijos mulatos, simbólica de una genética fantástica, que ennegrecerá la “sangre”. Aquello forja una realidad subjetiva e inconsciente de miedo a ennegrecer la “raza”, somos más morenos por lo general que los argentinos o uruguayos, pero desde la Guerra del Pacífico el apelativo de “cholo” respecto de peruanos y bolivianos nos hacía rescatar esas gotas fugitivas de sangre blanca y de favorecer la migración europea en el Chile republicano.

Es el miedo vernáculo de ennegrecer la piel degradándonos en la escala de la barbarie, a ser o tener algo de africanos, ese es un miedo que se simula por ser políticamente incorrecto, pero el modo en que ese miedo se canaliza es diverso y su introyección, su ocultamiento, es una suerte de dispositivo en movimiento que de alguna manera dará paso a la conformación de una comunidad que probablemente tomará las formas de guetos de negritud, y ya sabemos que el paso hacia el racismo es uno subrepticio que comienza con la tolerancia delirante y puede concluir con la conversión en el resumidero donde se vierten todas las tristezas y todos los miedos, ese es el costo de la soledad para Depestre, Paz o García Márquez.

El deseo permanente de taxonomizar

El concepto de raza, como base para la clasificación, surge desde la incipiente ciencia social y desde una biología fragmentaria y manipulada (Bartels, Rietveld, Van Baal & Boomsma, 2002, p. 78) en tanto se crearon taxonomías que, en muchos casos, más que aclarar el panorama en torno a la variabilidad humana biocultural, sirvieron como instrumentos de dominación de una cultura sobre otra. Como reacción a esta postura surgen líneas teóricas, tanto en el plano de la etnografía como en el nivel etnológico, que intentan asumir apelaciones de corte positivista como la de Durkheim (2001 [1895]) en el sentido de “analizar lo social por lo social”. Desde el funcionalismo estructural surgen, por ejemplo, visiones en torno a la identidad social, estrechamente ligadas a la territorialidad y a la especialización de las funciones sociales vinculadas a las relaciones ecológico-culturales.

Se piensa en el grupo étnico como un conglomerado de individuos pertenecientes, por lo general, a un territorio dado y que mantienen relaciones de dependencia con éste, de forma tal que la pertenencia a un espacio guarda relación con las funciones surgidas desde la necesidad del mismo de poseer un perfil autónomo respecto de otros conglomerados sociales, determinando esta relación funcional la estructura interna del grupo. Posteriormente, en la década de los ‘50 del siglo XX, nace una crítica desde la etnolingüística estructural, que entiende a la identidad étnica desde la perspectiva “emic” o desde adentro, fijando en el actor social los criterios de clasificación, en tanto la pertenencia a un grupo étnico se define desde las categorías de adscripción e identificación con él mismo: pertenece a un grupo étnico quien se siente parte de él y, al mismo tiempo, es identificado como tal por otros (Barth, 1998); y desde allí el criterio de etnicidad se libera definitivamente de su definición directa desde categorías como las biológicas o geográficas, para pasar a ser un problema en la esfera de la conciencia social.

Este proceso de transformación de la ciencia misma, guarda directa relación con el acelerado proceso de mezcla y difusión cultural asociado a la industrialización, al colonialismo y al desarrollo de los medios de comunicación de masas. Así, la pregunta respecto de las minorías étnicas y raciales se replantea a partir del esfuerzo por explicarse la variabilidad cultural dentro de las sociedades modernas, en tanto conceptos como clase, estamento, segmento de clase, entre otros, han demostrado ser insuficientes para explicar muchos aspectos del funcionamiento y del conflicto en las sociedades multiculturales.

El vínculo entre relaciones de producción y migración es capital para comprender los modos de acceso a la diversidad étnica y racial; es indudable que la migración a Chile guarda una relación no solo con las expectativas de los migrantes sino las necesidades del país y especialmente de los potenciales empleadores de esa mano de obra migrante.

La vieja relación que Marvin Harris (2004) destacó entre raza y trabajo en América sigue siento un vértice fundamental, ello en una dialéctica entre los procesos psicocoginitivos y los procesos productivos, y, más allá de la conquista y colonización de América y la migración de personas esclavizadas, existe un intrincado vínculo entre la construcción de un yo étnico y racial, y las formas de producción y de explotación que en cada momento surge y se reproducen.

Hoy la dependencia del concepto de identidad étnica de factores psicocognitivos es cuestionada en términos absolutos y ello se une a las carencias instrumentales del concepto de raza, ni un concepto idealista de etnicidad ni un concepto biológico de raza son ya suficientes; hoy frente a la migración de afrodescendientes en Chile y principalmente a lo masivo de la migración haitiana, parece que el concepto de raza aparece nuevamente, ello en dos factores indicativos: color de piel y lenguaje, ello sin considerar la especificidad cultural de la cual los migrantes son además portadores. La clasificación padece hoy en Chile de una tremenda precariedad conceptual y empírica. Nuestro precario sistema jurídico habla de lo extranjero, hay un Departamento de Extranjería, por lo tanto, el concepto de inmigración refiere a algo particular, personas, orígenes, cuerpos, colores, situaciones económicas particulares, y en ese sentido afirmamos que la inmigración no quiere decir inmigración sino seis nacionalidades específicas: Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador, República Dominicana y Haití, y los que quedan fuera de esa categoría son considerados extranjeros.

El frágil orgullo racial

A finales del siglo XIX el médico Nicolás Palacios escribió “Raza chilena” que subtituló “un libro escrito por un chileno para chilenos”. Acusar de racismo a esta elaboración es absurdo ya que en esa época las ciencias, y en especial las ciencias médica y antropológica, eran racistas en sus supuestos epistémicos y teóricos.

En nuestra opinión la importancia de Palacios estriba en el escoger (y articular) elementos de la historia para levantar categorías conceptuales (la fundación de un mito) para la interpretación de la actualidad del hombre en situación, más allá de una mera caracterización de la realidad sociocultural chilena, una genealogía del cómo se ha llegado a ser chileno. Esta hermenéutica se vuelve al mismo tiempo el sedimento base, y por tanto “objetivo”, en el cual fundamentar un proyecto político-ideológico global que garantice un auténtico desarrollo de la chilenidad como modo de ser (identidad) y de pensar (racionalidad) en el mundo. El sustrato que organiza los materiales de trabajo de Palacios gira en torno a su concepción del origen de la chilenidad a partir de una base mitológica centrada en la actividad del narrar, no sólo como una actividad del lenguaje sino, más bien, en la realización viva del hablar, como un permanente fundar y convidar mundo, en una suerte de energía lingüística (Gadamer, 1977) capaz de instaurar y sostener los relatos que abordan todas las comprensiones de lo humano. Palacios intenta constituir un mito de origen referido a un pasado arquetípico fundante y a un futuro idílico posible, entendido como la construcción del éutopos o buen lugar.

La resolución del conflicto suscitado por los regionalismos posteriores a los procesos independentistas da lugar en el contexto latinoamericano a distintas formas de reivindicación de la identidad bajo la figura de indigenismos y nacionalismos que, en su mayor nivel de radicalización, permiten la constitución de corrientes racistas, o al menos con rasgos reivindicatorios de la identidad desde líneas biologicistas. Conceptos como el de raza chilena, en Nicolás Palacios, acuñado en 1892 en la primera edición anónima de esta obra, dan origen a una verdadera mitología secularizada, un intento de interpretar la incorporación a la modernidad desde una especificidad cultural, entendida como un fino proceso de contaminación, que incluye lo indígena, leído como el proceso de mestizaje potente y único que le confiere sentido auténtico y original en el proceso de conformación de la chilenidad.

Para Palacios el concepto de raza chilena apunta a la composición de un modo de ser como pueblo chileno, a partir de una estructura biológico-étnica característica de la población, conformada a partir del elemento gótico peninsular, por una parte, y el araucano-aborigen, por otra, por medio de un proceso de contaminación mutua que permite la fusión y la articulación armónica de características tanto fisiológicas como psicológicas de los pueblos Godos y Araucanos generando una raza única, como un grupo esencialmente patriarcal y guerrero. Esta afirmación no es gratuita ni emergida de la nada, sino que corresponde a una hermenéutica desprendida de la participación del pueblo, especialmente las clases populares, en la Guerra del Pacífico (1879-1883), en la que tienen una particular participación en las acciones que determinaron el triunfo para Chile. En este sentido el concepto de raza articula un autorreconocerse como diferente de otras razas (una lectura a partir de la distinción triunfadores/derrotados) además de una forma de autoconciencia natural devenida del encuentro y contaminación de dos razas en oposición:

“Es el cerebro humano la más grande maravilla de la Creación, superior al Sol i el firmamento, i por medio del cual la Naturaleza misma tiene conciencia de su propio ser” (Palacios, 1918, p. 406).

La episteme de la piel

Usualmente los conceptos de grupo étnico, cultura, lengua o raza, se correspondieron con un deseo taxonómico (Benedict, 1983). De una u otra forma la diversidad debía de ser clasificada, y la etnicidad se identificó con los conceptos de raza y cultura.

Frente a la migración haitiana estamos expuestos a la triple diferencia, etnicidad, raza y lenguaje; los haitianos demuestran voluntad de adaptación y han adquirido un prestigio como gente trabajadora y de paz, por otra parte, han surgido en universidades, municipalidades y ONGs cursos de lengua española, lo que unido al deseo de integrarse a una cultura distinta como la chilena hacen pensar que la adaptación será pronta.

No obstante, la pigmentación de la piel, el factor biológicamente racial sigue importando, pero no somos una sociedad que asuma lo multirracial, el conflicto mapuche lo ha demostrado, pero la llegada de una masa tan ostensible de migrantes negros, pasa de lo biológico a lo cognitivo; si hasta hace corto tiempo la etnicidad se evaluaba según criterios de adscripción e identificación, hoy podemos decir que el color de la piel ha pasado a ser un asunto epistemológico. En una sociedad como la cubana o la norteamericana, una persona de raza negra no llama la atención y su progreso económico, social o cultural es visto como fruto de su esfuerzo, hoy la población negra chilena es una masa uniforme de mano de obra que no se distingue, obviamente no por falta de méritos, sino por lo reciente de su migración y por lo inicial del proceso aculturativo.

El concepto de aculturación es una categoría soporte que daría más sustento al criterio de raza negra: se es de raza negra en tanto son individuos en proceso de aculturación que comparten rasgos comunes, su negritud, pero esta negritud no es solo cromática, sino que responde al modelo en que desde su base cultural se adquiere y resignifica de manera adaptativa a una cultura mestiza como la chilena, con rasgos propios y con muchas otras características propias de la globalización.

Decir negritud es remitirnos a una teoría, nuestra morenidad es tan solo una conjetura. Nos resulta difícil en Chile hablar de negritud, ello porque lo negro fue ocultado por medio de una negación muy republicana de la esclavitud que existió en Chile, pero hoy debemos apelar al concepto para comprender a una parte significativa de nuestro país, esta corriente surge de gente negra con estudios superiores y va desde la metalengua creada por Aimé Césaire hasta la relación entre clase y raza de Frantz Fanon, pero más que definir el concepto, Fanon (2020) reivindica sus vínculos con la dimensión política. Césaire ilustra muy bien a la negritud como espiritualidad operante:

mi negritud no es una piedra, su sordera
acometida contra el clamor del día
mi negritud no es una mancha de agua muerta
sobre el ojo muerto de la tierra
mi negritud no es ni una torre ni una catedral
ella penetra en la carne roja de la tierra
ella penetra en la carne ardiente del cielo
ella atraviesa el abatimiento oscuro
de su erguida paciencia.
(Césaire, 1969)

Nuestro interés es vislumbrar el modo como esa negritud puede estructurarse como una fuente heurística en la comprensión intercultural. No obstante, para comprender desde una escritura y un campo cultural occidental no podemos más que apelar a conceptos occidentales, y quizás las Cartas de regreso al país natal sean el modo más sintomático de demostrar que la negritud es en su exterioridad una sensibilidad y a nivel cognitivo un modo de construcción del yo, pero es ante todo algo que puede heideggereanamente ser comprendido desde el lenguaje, pero inmediatamente surge la pregunta: ¿qué tipo de lenguaje surgirá del contacto lingüístico entre el kreyòl ayisyen y el castellano de Chile? Aventurando más, ¿qué literatura podrá emerger de los descendientes y de los propios migrantes actuales? No nos queda más que decir que mientras más surja una escritura híbrida y aculturada, de mejor manera podremos entender cómo la negritud se posicionará en Chile, entenderemos a nuestros coterráneos de raza negra mientras más escuchemos esta palabra y mientras más ella se sofistique, producto del contacto y la aculturación, y quizás del mismo modo que en el caso mapuche, la palabra literaturizada será un fenómeno paralelo sintomático de la reivindicación de la negritud chilena actual como una dimensión de un movimiento social que algo menos da voz a un millón de personas.

Conclusiones

La negritud es una realidad aún no decodificada ni comprendida, pero es una realidad imperiosa y silenciosa. Es indispensable asumirla porque una identidad negra reafirmada, debe ser parte integral del futuro del Chile multirracial, y opera de manera silenciosa porque se realiza en cada clase de kreyòl, en cada trabajo bien remunerado de un inmigrante, como extranjero ya no descalificado.

No podemos mantener la coartada del Chile insular, cada vez en Chile se viaja más al extranjero y las comunicaciones nos mantienen en vilo, no obstante, el punto más fundamental es no reconocer a la negritud como exotismo o esoterismo, sino como una rutilante equivalencia, como una otredad que es mismidad con una diferente espiritualidad. Compartir el trabajo, el aire, el sol, el espacio, es una tarea inmensa, pero del mismo modo imprescindible; y desde la negritud y el estilo de vida expresado en esta espiritualidad se comparte, pero ese compartir será necesariamente específico, con una especificidad imprescindible de ser considerada: el respeto a la espiritualidad que suma identidad racial y estilo de vida, es un camino imprescindible para la convivencia social.

La migración de extranjeros de raza negra no es uniforme, y evidentemente a las personas negras de habla castellana se les recibe con más fluidez, pero en los que son de habla kreyòl ayisyena aún se les atribuye una cierta timidez y puritanismo, asociado a su cristianismo practicante. La piel no es un criterio lo suficientemente poderoso como para generar ni identidad, ni para planificar desde esa distinción la vida de la sociedad; más bien es el rasgo que complementado con variables culturales y psicológicas caracteriza a una espiritualidad que identificamos en este caso como negritud; esa negritud se corresponde nivel diacrónico con una historicidad que incluye rapto, esclavitud y marginación, y a nivel sincrónico separación y del mismo modo pertenencia, en un proceso de construcción de una identidad y de un yo específico con características sui generis, que lejos de desaparecer deben ser reelaborados en un contexto tan distinto del original como es el contexto chileno.

Más que pronosticar futuros conflictos raciales, el hablar críticamente de nuestros prejuicios y rencores frente a la raza negra, es ante todo una invitación a comunicarnos transculturalmente de otra forma, es invitar a integrar al sujeto racial de un color distinto desde la mayor horizontalidad posible. Los descendientes del primer país libre de Latinoamérica, los herederos de las tierras africanas donde surgió la especie humana, no pueden ser debido a circunstancias geopolíticas los “desterrados de la tierra” de nuestra democracia compleja y actual, ello para lograr no hacer desolada la vida de estos otros debido a nuestra incapacidad para asumir meras diferencias corporales, destacar la espiritualidad de la negritud es un camino horizontal y de mutuo aprendizaje entre Chile y los migrantes haitianos, donde se supera la distinción física y somática, situación en la que ya el color de la piel deja de ser el eje desde el cual nos relacionamos.

La labor más inmensa es asumir enteramente a la espiritualidad de la negritud, que en definitiva es un sistema de valores y sensibilidades infinitamente más importantes que las diferencias externas. La profundización en el fundamento de esta negritud en nuestras tierras puede dar cuenta de un estilo de vida y de sincretismos que son creaciones culturales no solo de una extraordinaria complejidad, sino de una seductora belleza. Aunque el sistema capitalista y su globalización toman a África del mismo modo que a Haití como lugares disfuncionales y por tanto perdidos, así muy contrariamente el reconocimiento de la espiritualidad no es solo un asunto mental: en verdad cada acto, cada opción, cada forma de relacionarse con la comunidad haitiana migrante dan cuenta de un lento pero precioso proceso de asumir esta espiritualidad, lo cual es ante todo una episteme convertida en pensamiento y acto desde reconocer la legitimidad de esta negritud y sus proyecciones en nuestro medio.

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  2. Investigador asociado del Centro de Investigación en Educación CIDCIE de la Universidad del Bío-Bío.
  3. Policía de Investigaciones de Chile registraba la entrada de 104 782 haitianos, lo que implica casi 56 mil más que en 2016. Se calcula que en la progresión actual podría a mediano plazo migrar a Chile alrededor de un millón de personas de procedencia haitiana (Ferrer, 2018).
  4. Lengua criolla de Haití.