El Diablo en Chile Colonial. Alhué 1792

The Devil in Colonial Chile. Alhué 1792

Resumen

El estudio narra el caso de Santiago Barreta, acusado de estupro reiterado contra sus hijas, en la localidad de Alhue en 1792. Sin embargo, lo interesante del mismo es la curiosa atribución de culpabilidad al Diablo.

Se reconoce que, a pesar de la influencia de la Ilustración europea, en el Chile de la época persistían creencias tradicionales arraigadas en el derecho divino, donde el pecado y el delito estaban entrelazados.

El estudio, de carácter heurístico, se convierte en una herramienta para entender cómo estas creencias populares y la realidad se fusionan en una estructura única. En este caso, el Diablo se convierte en el chivo expiatorio, un reflejo de la influencia que ejerce en la sociedad, más allá de su historia real, que es inaccesible excepto a través de las percepciones humanas, haciendo que las representaciones imaginarias se volvieran reales en la medida en que la sociedad las aceptaba como verdades arraigadas en su acervo cultural.

Summary

The study recounts the case of Santiago Barreta, accused of repeated rape against his daughters in the town of Alhue in 1792. However, what is interesting is the curious attribution of guilt to the Devil.

It is recognized that, despite the influence of the European Enlightenment, traditional beliefs rooted in divine law persisted in Chile at the time, where sin and crime were intertwined.

The study, heuristic in nature, becomes a tool to understand how these popular beliefs and reality merge into a single structure. In this case, the Devil becomes the scapegoat, a reflection of the influence he exerts on society, beyond his real history, which is inaccessible except through human perceptions, making imaginary representations become real to the extent that society accepted them as truths rooted in its cultural heritage.

Palabras claves

Diablo – Alhue – Colonia

Keywords

Devil – Alhue – Colony

Introducción

El caso presentado a continuación es relativo a Santiago Barreta, acusado por estupro reiterados en contra de sus hijas en 1792. La investigación no entrega pruebas concretas de lo ocurrido, pero lo realmente interesante es quién termina siendo el culpable de los hechos, el Diablo, por lo mismo, diversos autores se han basado en estas fuentes para escribir novelas históricas y fantásticas, como Justo Abel Rosales y su “Los amores del diablo en Alhué” (2001).

En tiempos donde el triunfo de la razón se impone en el mundo europeo, las creencias ilustradas no llegan a sobrepasar el imaginario popular del Chile tradicional. El mismo derecho natural de los hombres aún se entrelaza muy estrechamente con el derecho divino, es decir, la ley de Dios. Bajo este prisma, la comprensión de un delito como pecado no es equivoco ni menos descabellado.

El estudio heurístico permite conocer y entender esta estrecha relación entre lo verdaderamente vivido y las explicaciones que entregan los imaginarios colectivos de aquellos tiempos, mezclándose lo real y lo imaginario para formar parte de una sola estructura. En esta ocasión, la figura que se transpone ante los hechos es nada menos que el Diablo, tejiéndose todo un sistema de creencias que son válidas ante la sociedad tradicional, e incluso en los aspectos legales.

Las representaciones imaginarias han sido estudiadas en la medida de cómo los hombres las han visto como acciones visibles, no tratándose por tanto de un inconsciente colectivo, sino de un fenómeno real que enmarca el Chile tradicional por los múltiples canales culturales y religiosos que arraigan a esta sociedad. El Diablo se presenta, por tanto, como lo que simboliza para los hombres y la influencia que posee en ellos, no por la historia de este sujeto que no puede ser historiado sino por medio de las percepciones humanas de él.

El caso desarrollado en Alhué da más de una explicación a estas percepciones, las riquezas encontradas en la localidad, permiten vincular las minas de oro con el demonio. La sociedad entonces, asimila esto como parte de una verdad; su creencia por tanto actúa como acto de fe, que lleva a ver en él algo más de lo que puede ser la representación del mal, llegando a transformarse en una forma de desligarse de la responsabilidad de libertad y de acción, de esta manera se permite culpar del mal a un ser que está hecho para eso, pero que se niega así mismo, como un ardid que actúa en defensa de la sociedad, sin embargo al dudar de su existencia, la búsqueda del mal obliga a una transacción que materializa a ese sujeto diabólico como contraparte de la misma.

Es en la villa de San Jerónimo de la Sierra de Alhué, una de las tantas localidades mandadas a fundar a lo largo de todo el siglo XVIII en Chile, donde el estudio histórico de la localidad, permite asociar hechos escandalosos con el Diablo, haciendo que la comprensión de los fenómenos sociales incluya alusiones a los imaginarios que son sostenidos por las sociedades de la época, las cuales asumidas como verdades establecidas, son incorporadas en su acervo cultural, aún dentro del contexto de triunfo de la llamada razón.

Desarrollo

El Diablo en Chile tradicional

En el caso particular de Chile, el Diablo estuvo presente durante la época colonial como un ser activo y de gran fuerza, que se encarnaba en la cultura de sus habitantes, pero principalmente en la presencia inquietante de los mapuches. Los adelantados que llegan al territorio no tardan en proyectar la imagen del Diablo con la insubordinación y fuerza de los habitantes de la zona centro-sur. Es conocido el relato del conquistador Pedro de Valdivia en 1550, indicando los ataques indígenas como un plan del demonio para la expulsión de los españoles y cristianos:

“(…) vino el diablo, su patrón, y los acabdilló, diciéndoles que se juntasen muy gran multitud de gente, y qu’él vernía con ellos, porque, en viendo nosotros tantos juntos, nos caeríamos muertos de miedo” (de Valdivia, 1970 [1550, 15 octubre], p. 157)

Esta afirmación por parte de Valdivia venía a reflejar el sentir de todo el grupo conquistador. La presencia del Diablo en los indígenas rebeldes era algo evidente ante los ojos de los peninsulares, sin dejar de lado –en honor a la verdad– que el engrandecimiento de las problemáticas que presentaba la colonización y su también difícil conquista espiritual, engrandecía además sus propias figuras1. No obstante lo anterior, en general el colectivo de los conquistadores veía conjuntamente con la incorporación del territorio, la búsqueda de la fama, riqueza y prestigio, también la actividad misional, digna de la gracia de Dios y el engrandecimiento de la corona de Castilla. Por tanto, el Diablo tomaba un papel principal, y las descripciones y motivaciones de este no tardaron en ser señaladas por los cronistas que acompañaban en la empresa de conquista, es el caso por ejemplo del Jesuita Rosales, quien en el siglo XVII afirma que fue nada menos que el Demonio quien incitó a Caupolicán a animar la rebelión contra España (de Rosales, 1877, p. 483).

Desde la llegada de los españoles a los territorios que componen el actual Chile, se encontraron con una fuerte resistencia del pueblo Mapuche que no tardó en ser relacionada con la figura del mal, dando por cierta una realidad antagónica en la cual “ellos” (los españoles) representaban a Dios, por tanto el bien, y poseían su gracia y ayuda en desmedro de los infieles ayudados por Satán. Son varios los casos que relatan los cronistas en los cuales reciben ayuda divina en un momento crucial de la batalla. A menudo la visión del otro, visto como un ser ajeno, se reflejó en el mapuche. La satanización misma de los ritos araucanos comprende –según los españoles— verdaderas artimañas diabólicas. Los machitunes por ejemplo, no fueron vistos como la práctica religiosa-terapéutica que utilizaban los nativos de la zona para sus enfermedades o simplemente el acto de ceremonia tradicional utilizado por estos, fue más bien presentado ante la pluma del cronista o escribano como verdaderas curas diabólicas.

La demonización de los indios en Chile tradicional no fue algo ajeno a lo que conocían los españoles antes de llegar al territorio americano en general, en el caso específico de Chile, la Machi fue identificada rápidamente con la bruja europea2, ocurriendo lo mismo con las demás costumbres y ritos “paganos” que no obedecían –ante los ojos españoles— a la concepción de entender el universo al modo cristiano europeo. Tanto los evangelizadores como los integrantes menos eruditos de la hueste creyeron detectar desde un principio la presencia del Diablo en estos territorios y, siguiendo la lógica del pensamiento occidental, veían un lugar repleto de brujería y hechizos malignos, ambos aliados poderosos del príncipe de las tinieblas (Silverblatt, 1982, p. 37). Jerónimo de Vivar, uno de los primeros cronistas hispánicos presentes en estas latitudes del continente describía a los mapuches como “grandes hechiceros” en cuyas fiestas se juntaban a beber y regocijarse a placer, dentro de las cuales “tienen con el demonio su pacto” (de Vivar, 1558/1966, p. 134).

Por su parte, Pedro de Valdivia se mostraba igualmente convencido de que el Diablo reinaba específicamente en los territorios araucanos. Según él, la conquista española en esos territorios perpetuaría y permitiría la presencia de “Nuestro Señor […] para que sea su culto divino en ella honrado y salga el diablo de donde ha sido venerado tanto tiempo” (de Valdivia, 1970, p. 157). El militar y cronista Alonso González de Nájera se expresaba en términos similares a los que planteaba Valdivia años antes. Decía que el primero que estos indios tenían “muy gran respeto y miedo al demonio, y algunos plática y familiaridad con él, tanto en sus propias casas, como en profundas cuevas donde (…) hacen algunos hechiceros penitencia” (González de Nájera, 1889, p. 48).

El demonismo en América Latina en general fue visto como un problema mayoritariamente idolátrico, por tanto, pasivo en el sentido de acción, mientras que, en caso de Chile, y como lo relatan muchos cronistas, además de la idolatría se reitera la idea de los maleficios y pactos demoníacos para causar daño. Identificando los conceptos mapuches de Pillan, o wekufe, como los equivalentes a los espíritus maléficos y portadores del demonio. Al respecto, un franciscano decía que los mapuches “creen que hay un Diablo al cual le dan el nombre de pillán, teniéndolo por un señor muy poderoso y cruel y autor de los rayos, volcanes y temblores” (Casanova, 1994, p. 112) Esta distinción en el caso de Chile es probable que se haya dado producto de la misma resistencia a la conquista tanto espiritual como territorial del ser Mapuche. Por tanto, los atributos demoniacos dados a dicha cultura fueron mayores, precisamente en virtud de su obstinación para con la nueva fe.

Entrado el siglo XVIII, el Diablo continuó estando presente en el sentir colectivo, si bien aún se reflejaban en la poligamia y las borracheras, la nueva oleada de fundación de villas y ciudades vino a hacer de Satán un ser más cercano a dichos asentamientos y no solamente reflejado en el mundo araucano. Lucifer se acercaba a los lugares donde las riquezas abundaban, por lo que no fue extraña la presencia de este en los nuevos asentamientos mineros –como es el caso de Alhué— donde fue tomado además como un ser malévolo, pero también tragicómico. Especialmente en las fronteras de lo que era el Chile colonial (parte de la zona norte y la zona central del actual Chile), donde su nombre cada vez fue más común haciéndose presente para definir algún lugar extraño, grande o que representara algún misterio o difícil acceso para los habitantes del lugar, naciendo nombres como “la quebrada del Diablo”, el “cerro de Diablo” o el llamado “paso del Diablo” a orillas del río Loa, en Chiu-Chiu, donde se cuenta desde tiempos coloniales que nadie puede transitar después de la medianoche, porque del río saldría el Diablo con cuchillo en boca “bailando y convidando a irse con él a todos los que encuentra a su paso” (Plath, 2008, p. 26).

Otros mitos insertan al Demonio en los territorios mineros, donde la imaginación y creencias populares referentes al Diablo tienen amplio margen. Es popular en el Chile tradicional dar como oficio la calidad de minero, pirquinero o extractor de minerales al Diablo, como es el caso de zona minera de Tamaya en las cercanías de Ovalle,

“(…) donde el Diablo pasa temporadas en las minas trabajando de apir o barretero. Muchos mineros se encuentran y se topan con él en las profundidades de los piques y en los oscuros socavones” (Plath, 2008, p. 48).

Agrega además Plath que, según la versión de Homero Bascuñán, el Diablo bajaría de la mina los días sábado por la noche para “comer causeo de patas y a tomar mistela en las cocinerías de la placilla San José” (Plath, 2008, p. 48).

La cita anterior deja esbozos claros como para creer que el Diablo comienza a sentirse dentro del minero como un ser más cercano a su propia realidad, lo humaniza, le da tintes de trabajador, y lo viste de minero entregándole un oficio, y cierta credulidad e ingenuidad que le aportan aún más características humanas. Ahora bien, sería un engaño pensar que dichas características fueron exclusivas de las zonas mineras de Chile, pues es conocido el caso de las creencias del Diablo en la gran montaña de plata en Potosí (Francovich, 1980), sin dejar de lado, por cierto, que esta imaginería del Diablo como un ser fácil de burlar y juguetón ya existían en la Europa antigua e incluso en gran parte de la Edad Media, noción que fue desapareciendo paulatinamente dadas la cacería de brujas y las características bestiales atribuidas al Diablo.

Se puede entonces afirmar que, en el siglo XVIII en Chile, la demonología popular se hace presente en cada situación extraña o lugar recóndito de estas zonas. Un verdadero folklore demonológico, según el concepto de Burton (1995, p. 67 y ss.), que busca diluir la máscara de horror planteada por la religión oficial. Esta misma cultura popular lo expone como un “pobre Diablo” que, a pesar de su poder y maldad puede, aparecer como “hecho leso” o estafado. Cuestión que no significa de ninguna manera que la creencia en él se haya diluido como la figura del mal que representaba en siglos anteriores. Bastaría derrumbar esta hipótesis simplemente revisando el Archivo del Arzobispado de Santiago, el Archivo Nacional o los fondos de Real Audiencia o Fondo Antiguo, entre otros, para encontrar casos como el trabajado por Casanova (1994) o como el expediente de Santiago Barreta por crimen en su contra por estupro (Real Audiencia, 1792, pieza N° 11), caso del cual trata este estudio.

Resultados

De la fundación de Alhué propiamente tal

La epistemología del concepto de Alhué, indica que los documentos primarios que guardan registro acerca de la localidad indican que el primer nombre dado era Ulbalgalgüe3, voz que conforme avanza el tiempo se fue deformando, y la nomenclatura de palabra se fue simplificado a la voz de Alue, Aloe, Algoe y, finalmente, Algüe (Bustos, 1995, p. 50). En cuanto al imaginario y las creencias colectivas de los naturales –reafirmadas con posterioridad por parte de los peninsulares y criollos– la palabra mapuche Alhué o Ahue representaría al espíritu que nace del cadáver –un ánima para los españoles–, el alma que anda en pena, espíritu de muerto, alma del muerto qua anda penando, fantasma (Plath, 2008, p. 98). Es de notar, por tanto, que desde sus inicios Alhué será tierra de profundas creencias que se mantendrán hasta nuestros días, y retratan de manera eficaz el imaginario del Diablo o la asociación a los muertos como sujetos diabólicos, que en la época se contraponen con el triunfo de los criterios racionales por sobre las creencias.

Respecto a la fundación de la villa San Jerónimo de la Sierra de Alhué, perteneciente a la jurisdicción de Rancagua, esta fue llevada a cabo durante la segunda mitad del siglo XVIII. Alhué, que da sus primeros pasos en 1740 aproximadamente, gracias a los descubrimientos de yacimientos minerales, especialmente de oro (Pérez, 2005, p. 12), comienza a ser poblada de manera espontánea y sin planificación urbanística –hecho que se repite en los yacimientos mineros del país en general– a orillas del estero de Alhué, en los faldeos de la sierra de igual nombre (Pérez, 2005, p. 12). Mineros, trapicheros y peones se instalan paulatinamente en los lugares de extracción del mineral, trayendo consigo todo un movimiento comercial inherente al llamado del oro. Casas de paja, adobe y ranchos en general dieron paso a un típico asentamiento minero que nace y se desarrolla no solo de forma económica, sino además cultural y religiosa (como lo trataremos más adelante). El lugar primario al cual nos referimos con respecto al primer intento de establecerse en el lugar de los minerales será denominado el Asiento, que pasará posteriormente al olvido según Hernán Bustos, quien indica:

“En 1753, el asiento quedo despoblado casi en su totalidad, pues la mayoría de sus habitantes se trasladaron para formar la Villa de San Jerónimo de la Sierra, hoy villa de Alhué” (Bustos, 1995, p. 12).

La cita anterior es ilustrativa para la fundación posterior, ya que la cantidad de interesados en una fundación de villa era la adecuada, y en virtud de los beneficios que entregaba la calidad de vecino, los trapicheros, peones y mineros, agrupados por intereses en común, solicitan al gobernador de aquel entonces, Domingo Ortiz de Rozas, el favor de conceder la autorización pertinente para la fundación de una villa y de esta forma librarse de las altas y aplastantes exigencias de los terratenientes y hacendados dueños del territorio4. Respecto a los conflictos constantes entre los hacendados y los mineros, se debe argumentar que, en el caso de Alhué, el dueño de la hacienda se quejaba constantemente del destrozo y daño causado por los mineros y otros actores que se hacían participes en las labores. Mientras que estos últimos, en cambio, se quejaban de los altos cánones que cobraba el terrateniente por el uso de las tierras y de la madera que se utilizaba en el proceso (Lorenzo, 1994, p. 93).

Se debe comprender que cuando una mina era encontrada, el dueño del territorio en cuestión estaba obligado de arrendar las tierras y vender lo necesario a los mineros para la mantención de estos a un precio justo5, y dado que estas condiciones no fueron las ocurridas en la naciente villa de Alhué, los conflictos no tardaron en llegar. Se sustenta lo dicho por la solicitud que envía en 1752 el corregidor de minas de la zona, don Ignacio Baeza, al gobernador del Reino en donde señalaba que:

“Los mineros de Algüe y asiento de San Gerónimo de la Sierra y otros habitadores, se ponen a los pies de Usía y dicen que por un superior decreto que se ha leído y publicado para que se tasen las tierras, conforme a la real ordenanza en que están los trapiches, hemos llegado a conocer la justicia que tenemos y los privilegios que su majestad nos concede para adelantamiento de las minas.

Mediante esta providencia, excelentísimo señor, hemos respirado todos los de este distrito, que hasta aquí habíamos estado arto oprimidos” (Pérez, 2005, p. 13).

Luego de las constantes revisiones del territorio en cuestión, y la verificación de las familias interesadas en poblar el valle, se entrega la licencia para la fundación posterior de la villa. Y es así como el Gobernador Ortiz de Rosas, en virtud de los antecedentes que respondían a lo anterior mencionado, y entregado por el corregidor de Rancagua, concede la licencia para avecindarse y “formar pueblo en el paraje nuevo Reino de la hacienda de Alhué, al que le dio por nombre Villa de San Gerónimo de la Sierra” (Bustos, 1995, p. 63), comisionando al señor Ignacio Baeza para efectuar las mediciones pertinentes para la división del territorio y la asignación de plaza y calles, entre otras.

Así quedaba conformada la villa ya a mediados del siglo XVIII, con medio centenar de familias que se empoderan del lugar y que, como imán al metal, se suman demás actividades económicas, que ven en Alhué un futuro próspero, o al menos no explotado hasta ese momento. De esta forma el comercio, el cual es parte esta investigación –por medio de Santiago Barreta, pequeño burgués del lugar que es protagonista del caso a estudiar–, entra en la zona como principal abastecedor, ocupando el lugar que tuvieron –y cumplieron de muy mala forma– los hacendados y dueños de los fundos en los cuales se asentaba a priori la villa de San Gerónimo.

Presentación del caso y sus implicados

El caso de estudio se encuentra en el tomo 3017 de la Real Audiencia. Investigación sumaria realizada por la justicia del año 1792 ante hechos extraños sucedidos en la familia de Santiago Barreta y su señora Juana Putiel, en la localidad de Alhué. Santiago Barreta, hacendado en la localidad de Alhué, fue un mercader suizo que se radicó en tierras chilenas, y específicamente en esta zona, para la práctica común en esos años del trueque de oro. No es de extrañar, por tanto, que haya escogido la villa de Alhué para dicho oficio. Barreta, casado con Juana Putiel, de nacionalidad chilena, fue padre de cuatro niñas, dueño de un par de esclavos y un próspero comerciante. Era hasta el momento un hombre respetado dentro de su comunidad, en donde el orden eclesiástico se hacía sentir con gran vigor.

La sociedad del Chile colonial, y especialmente la alhuina, estaba compuesta por españoles europeos y americanos, indios mestizos, mulatos, negros, artesanos, jornaleros, comerciantes y hacendados que se sometían al orden colonial eclesiástico que se encontraba presente por lo demás en todas las familias –o al menos en la gran mayoría de ellas– estableciendo pautas y lineamientos para la diferenciación entre el bien y el mal. Por tanto, que el caso judicial en cuestión no haya sido presentado por una autoridad civil, o simplemente por los implicados, sino que fue puesta ante los tribunales judiciales y opinión popular –no menos injuriosa y agresiva– por las autoridades eclesiásticas, en este caso por el cura del pueblo, quien al escuchar a la esposa e hijas del imputado decidió tomar cartas en el asunto.

La problemática era escandalosa y de graves perjuicios para la moral familiar y pública: Barreta es acusado por su propia familia, debido a los constantes y reiterados estupros que ha cometido para con sus hijas. Dicho esto, a la vez que se hizo público por el cura, fue puesto al tanto de la situación el obispo, quienes juntos llevan el caso ante la fiscalía de su majestad para el mejor esclarecimiento de los hechos. Tomaron estos, por tanto, las riendas completas del asunto.

El comienzo

El sotacura de la villa, en conjunto con el obispo, al encontrarse al tanto de los hechos escandalosos que sucedían en la villa de Alhué, no perdieron momento alguno para hacer saber de la situación a las autoridades pertinentes, y el fiscal de su majestad el día 27 de agosto de 1792, habiendo reconocido las cartas enviadas por ambos personajes, no tardó en exclamar su sorpresa con respecto a los hechos que se relataban en las misivas:

“(…) nos podréis oírles sin asombro el escandaloso suceso contenido en dichas cartas… no solo se asegura haber estuprado el enunciado don Santiago a sus hijas siendo dos de ellas de edad inmadura sino que con la una ha mantenido ese horrible por espacio de tres años frecuentándolo en el día con todas ellas en su propia cama” (Real Audiencia [RA], 1792, f. 199).

El fiscal comienza con los preparativos para las medidas preventivas correspondientes, pidiendo que se nombre a alguien hábil y con todas las facultades que correspondan al caso para poner a Barreta “en esta real cárcel, y averigüe la sumaria completa de modo que sin… ni dilaciones y determinarse la causa” (RA, 1792, f. 199). El día 29 de agosto, dos días después de los acontecimientos relatados por las autoridades eclesiásticas de la villa, se daba paso a la acción de buscar y tener en custodia a Santiago Barreta por la posible culpabilidad en los hechos. El mencionado Barreta permanecerá por órdenes reales en la cárcel y será por lo demás embargado de sus bienes hasta el mejor esclarecimiento de los sucesos, recayendo estos en Juana Putiel, su esposa. Es común en los juicios del Chile tradicional dar paso al embargo o retención de los bienes del enjuiciado hasta que se esclarezcan los hechos o sucesos6, por lo que no habría nada de extraño en lo ocurrido hasta el momento.

Al respecto el señor fiscal, pide que:

“Siguiendo con las demás diligencias que conforme a derecho correspondían, hasta que echo el embargo de bienes, y puesto en depósito de persona llana, loga y abonada que lo otorgue en forma a satisfacción de su mujer doña Juana Putiel, o en poder de esta (para su venir a fin de sus alimenticias, y las de sus hijas)” (RA, 1792, f. 201).

Agregaba el fiscal que de “no resultar culpa, suspenda los embargos” (RA, 1792, f. 201), dando cuenta de ello y de lo demás a las autoridades correspondientes.

Es indudable que las acusaciones que recaían en Santiago Barreta eran de suma gravedad, el pecado y delito de estupro, y la conexión entre ambos dio paso para las averiguaciones sumarias con un gran interés en el caso. Barreta, ya puesto en custodia, debe entregar por medio de declaración la visión y culpas que él perciba en su persona con respecto a dichos estupros. Y siendo así, el juez comisionado pide una declaración por vía de juramento al acusado para luego comenzar con las preguntas:

“(…) y preguntosele si es cierto haber tenido acceso carnal con sus cuatro hijas o con alguna de ellas… a lo que el acusado Barreta responde: “no solo no haber ejecutado… ni mantenido el más feo pensamiento.” (RA, 1792, f. 204).

A medida que las preguntas avanzan, Barreta se mantiene firme en su posición: él no ha estuprado ni de pensamiento con sus hijas. Pero entonces ¿cómo se explicarían dichas palabras acusadoras de su mujer? A lo que don Santiago dice:

“(…) que su propia mujer ha sido la causa de ello pues ya que se enoja en donde voces denigrativas le vienen a la imaginación y después concluye con pedirle celos con diversas mujeres de esta villa y últimamente con sus hijas” (RA, 1792, f. 204).

No es extraño que Barreta haya recurrido a la imagen de su mujer para intentar de alguna forma dar explicación a estos hechos. El género femenino durante el Chile tradicional se mantiene en gran parte subordinado al masculino, por tanto, ideas como los celos o las reprimendas sentimentales preponderantes en las mentes femeninas que muy poco se tomaban en cuenta. Pero esta acusación no era como otras, no era como la de adulterio. Se trataba más bien de una acusación en la que se buscaba una explicación o culpabilidad con respecto a las actividades ilícitas que mantendría Barreta con sus propias hijas. Se le pregunta al acusado si sospecha que alguna de sus hijas o criadas las visitara con frecuentaba algún hombre con alguna familiaridad o de continuo de quien pudiese formar algún recelo, a lo que Santiago responde que no sospecha de aquello de ninguna forma “tanto por la buena edad de todas ellas, cuanto por la buena educación que an tenido” pero si agrega que “un mulato se amancebó con una criada del declarante adentrando de puertas adentro a verse con ella; [pero] no por eso juzga cosa en contra de él” (RA, 1792, f. 205). Luego de lo contestado, menciona que es todo lo que sabe y puede aportar, y que “es la verdad so cargo de su juramento con el que se afirmó y ratificó siéndole leída su declaración” (RA, 1792, f. 205).

La voz de la acusadora: Juana Putiel

Las declaraciones entregadas por la esposa de Santiago Barreta, Juana Putiel, son de suma importancia en el caso, esto porque fue ella quien toma la iniciativa de las acusaciones en contra de su marido, que las guía por medio de las autoridades eclesiásticas a las que ella encontró más pertinente contar tan grave conflicto. Luego de los pasos de rigor para dar pie a la confesión7, ante las preguntas realizadas, Juana Putiel dice que:

“Acepta que aunque no lo ha visto o palpado, pero que sin embargo lo cree y sin la menor duda lo presume así por que dichas sus hijas se lo han expresado como porque an aparecido vestigios en las ropas interiores de uso de ellas que convencen lo mismo que la tienen anunciando, a que se agrega que no teniendo ninguna de ellas aquella edad completa para el descenso del menstruo” (RA, 1792, f. 205).

Lo que plantea Juana Putiel es que no encuentra otra explicación para encontrar indicios de sangre en la ropa interior de sus hijas más que por medio del estupro, en virtud de que todas sus hijas aún no se encontraban en edad de menstruar. Pero ¿qué la lleva a pensar que es su padre quien estupra de sus hijas? La señora de Barreta lo cree así porque sus hijas se lo han dicho con grandes espantos, por lo que no le quedaba otra opción que creerles, y que intentando poner todo de su parte para evitar estas situaciones como “dormir con sus hijas” y brindarles “todo su cuidado y atención […] No ha podido conseguir el que se vean libres de su padre, pues a la media noche o cuando menos piensan se allan con el dentro de aquella pieza sin saber ni entender el modo con que a entrado, y que por la mañana le dan parte las referidas sus hijas de lo acaecido en la noche” (RA, 1792, ff. 205-206). Por lo anterior, queda en evidencia que las creencias que tenía doña Juana de su esposo como violador de sus hijas se sostiene de los relatos que provenían de ellas mismas, y que no podía menos que creer al ver “La informidad con la que todas ellas se lo cuentan, como por la desfiguración que manifiestan en sus rostros que no puede menos que hacer efecto del continuado estupro que padecen” (RA, 1792, f. 206).

Desde que doña Juana Putiel se ha enterado de los acontecimientos relatados, ha decidido poner todos sus esfuerzos para evitar dichos sucesos. En sintonía con lo anterior, dice la madre de las hijas en cuestión que:

“Cansada… de arbitrios [y] para ver modo de conseguir poner término a estos excesos como el de pernoctar con dichas sus hijas velando la declarante mientras ellas dormían y lo mismo estas cuando la declarante tomaba algún reposo” (RA, 1792, f. 206).

No obstante lo anterior, y pese a las vigilias continuadas que sostenía la madre para poder evitar de algún modo los continuos estupros que sus hijas recibían, no pudo hacer nada pues los abusos continuaban de igual forma y sin encontrar explicación a cómo se las ingenia el padre para hacerse presente en la habitación y abusar de sus hijas pese a que esta se encuentra “con llave y cerrada por dentro” (RA, 1792, f. 204). El caso presentado no tiene evidencias claras de lo ocurrido. La propia doña Juana lo admite, porque según ella aun estando en persona en la pieza con sus hijas, ellas le han mencionado por la mañana siguiente que su padre a estado ahí. Afirma la señora Putiel que:

“Aun durmiendo con dichas sus hijas le han contado estas que en la propia [pieza] a estado su padre con ellas pero que la declarante ni lo ha sentido ni visto, sin embargo de haberse pasado aquella propia noche casi toda ella en vela concluyendo con decir que según estos antecedentes solo el demonio tomando la forma de su marido pudiera en iguales circunstancias ejecutar lo que sus hijas le cuentan por la mañana” (RA, 1792, f. 208).

El Diablo entra en escena

Las complicaciones que presentaba el caso, y la rareza de este mismo dio rápidamente paso a explicaciones que iban más allá de los propios acontecimientos. Es así como entra en la escena judicial la figura del Demonio. “Solo él tomando la forma de su marido pudiera […] ejecutar lo que sus hijas le cuentan” (RA, 1792, f. 208). Las explicaciones, pese a que aún mantienen a Barreta como principal sospechoso, poco a poco se van insertando la figura del Diablo en los relatos y confesiones de los implicados. El Alhué Mapu (lugar o país del Diablo) comenzaba a hacerle honor a su nombre, el Diablo “metía la cola” en la tranquila vida de los habitantes de esta zona. Al respecto, Juana Putiel no tardó en ver el Diablo como un posible culpable de la situación, y no solo ella, también sus hijas cuando, al no encontrar explicación por las entradas que hacía su padre al cuarto, comenzaron a centrar el caso en cómo el posible padre entraba de tal forma a la pieza de sus hijas sin ser sentido ni mucho menos tener la única llave que abría la puerta.

Cuando a la hija de Barreta, María Dolores, le es tomada declaración, dentro de las preguntas que se le realizan se encuentra

“Si sabe de qué arbitrios se valía su padre para entrar a la pieza donde dormía con sus demás hermanas” a lo que Dolores responde “que ignora el modo con que entraba, pues por la mañana amanecía tan cerrada como antes, la puerta y la llave en el mismo poder en que esa noche había quedado” (RA, 1792, f. 209).

Agregaba, además, que a pesar de todos los esfuerzos que realizaba la familia para evitar estas situaciones, no podían reaccionar con menos “espanto y admiración el que entrase […] el referido su padre no solo sin hacer el menor ruido en las puertas sino lo que es más sin usar la llave” (RA, 1792, f. 210). El Diablo metía la cola en los asuntos relatados. Cada vez más las posibilidades de buscar una solución al caso se remitían a la figura del maligno. Esto sin duda era fortalecido por encontrarse en una zona minera –de oro especialmente– amante de los mitos del Diablo y sus diabluras. La opinión pública cada vez se sentía más fascinada y atraída por el caso, y no viendo precisamente a Barreta como el culpable.

Las voces de las víctimas: las hijas de Barreta

Las declaraciones que entregaron las víctimas de los hechos son de vital importancia para el esclarecimiento y desglose de los acontecimientos. Así lo entendió la autoridad, que pese a la corta edad de las implicadas y los perjuicios que podrían traer dichas preguntas a aquellas niñas, fueron tomadas las confesiones partiendo por María Dolores, la hija mayor del matrimonio Barreta Putiel. Dolores afirmaba en la declaración que efectivamente era su padre, que al menos lo reconocía por “su aspecto y locución” (RA, 1792, f. 209). Todas las visitas que realizaba su padre eran de noche, por tanto, la declarante basaba sus dichos en la contextura que podía sentir más que ver por la escasez de luz. Pero siguiendo con la confesión de la hija mayor de Barreta y al ser consultada respecto de si hacia la resistencia debida “dando voces al menos” (RA, 1792, f. 209), responde que por cierto lo hacía “que por lo común desamparaba su cama luego que sentía y se mudaba al lecho de las demás sus hermanas” (RA, 1792, f. 209) y por medio de aquel movimiento lograba escapar.

La declarante sumaba a lo anterior no recordar cuántas veces su padre había acudido a su pieza con malas intenciones, pero que sí fueron muchas. y respecto a los estupros propiamente tal, para mayor información de los delitos cometidos por Santiago Barreta se le preguntaba a Dolores lo siguiente:

“Preguntosele con aquella mayor honestidad y decencia que fue posible, si en dichas ocasiones tubo acto consumado Cum penetratione. [A lo que Dolores respondía] que le parecía que no había tenido nularis sanguines efutionem ni menos sentido el menor maltratamiento impastibus pudicitus” (RA, 1792, f. 209).

Tal y como lo dice María Dolores, hija de Barreta, hasta el momento las acusaciones que recaían a él eran por las intenciones ilícitas que mantenía con sus hijas, no por los estupros de los que se le acusaba en un principio. Pero faltaba aun gran parte del caso para la develación de culpa o inocencia del imputado. Es por esto que las voces de las victimas seguían siendo claves y así lo entendió Juan de Dios Gacitúa, el abogado de la Real Audiencia quien llama a confesión a la segunda hija de Santiago, Juana Barreta Putiel, niña de diez años y dos meses, que al ser preguntada con respecto a los hechos que acontecían en su casa responde

“Ser cierto haber tenido copulas o actos carnales con su padre en tantas ocasiones que no tiene cuentas de ellas, pues desde ahora tres años según le parece a que comenzó a tener esta ilicitud continuamente en ella con tanta frecuencia que ha habido semana en que tres veces a tenido semejantes accesos” (RA, 1792, f. 210).

Juana Barreta reconocía efectivamente que existieron actos carnales con su padre, pero luego tras ser preguntada acerca de si reconocía realmente a su padre en los hechos responde que:

“Nunca conoció [que] fuese su padre sino semejante porque se lo decía y que por el contrario presumía fuese otro por la gran mudanza y diferencia que hallaba en su locución pues usaba de una [voz] muy ronca, totalmente distinta a la de su padre” (RA, 1792, ff. 211-212).

Luego se le pregunto si en ocasiones tuvo su padre acceso con ella o si sintió en alguna ocasión penetración in utero. A la que la declarante dice que “en todas o en las mas” (RA, 1792, f. 212), sintiéndose ella misma como “corrompida y desflorada” (RA, 1792, f. 212). A medida que avanza la confesión, nuevamente sale al tema el misterio de cómo entra el padre a la habitación. Al respecto la interrogada dice que su madre las ha puesto en custodia de ella en una habitación cerrada y siendo su padre despojado de la casa teniendo este que dormir en la tienda de él, su madre, por tanto:

“No solo las deposita para que durmiecen con sus demás hermanas en una pieza interior bajo de llave y guardándola esta [llave] la propia madre, sino que también les hacia dormir juntas con la susodicha en una cama y su padre en la tienda, y [en] muchas ocasiones bajo de llave el dicho su padre y que sin embargo de estas precauciones nunca se pudieron ver libres pues tanto en la pieza en que estaba bajo de llave cuanto en la propia cama de su madre experimento la delcarante el propio naufragio, pues ni las cerraduras ni la inmediata compañía de la madre pudo servirles de refugio” (RA, 1792, f. 212).

Pendiente todavía la interrogante de cómo el padre puede entrar al cuarto bajo llave y custodiado por la madre, es más sorprendente aún que la misma declarante dijera que él:

“Se adentraba en aquella pieza sin ser sentido y del mismo modo salía quedando siempre la puerta cerrada, aun todavía más de admirar que ayándose la declarante durmiendo con su madre en su propia cama se atreviese su padre a ir a ella en busca de la declarante debiendo recelar que la dicha su madre despertase; y que con todo eso ha llegado el caso de hallarse con su padre y este ha hecho lo que se le a antojado no obstante el haber despertado inmediatamente su madre y ocurrido esto al instante pues con su precipitada fuga ni dicha su madre consiguió verlo” (RA, 1792, ff. 212-213).

Este hombre que al parecer se mueve como un fantasma, atraviesa puertas cerradas y entra sin ser sentido, y sale de la misma forma, es sin duda un misterio que se prestaba para la invocación de poderes más allá de las humanas, y cuando lo más extraño parecía visto, agrega la confesante que

“No hallando a su madre en donde ponerla para que pudiese estar segura de las violaciones que de su padre padecía: determino encerrarla una noche en una caja grande bajo de llave llevándosela consigo su madre, y que a media noche sintió llegar a su padre en camisa y calzoncillos hablándole con una voz muy tosca, distinta de la que tiene” (RA, 1792, f. 214).

Evidentemente el caso era confuso y la declaración difícil de creer, a no ser que existiera una explicación más allá de lo físicamente posible, debido a que la caja a la que se hace referencia media de largo, vara y tercia; ancho, dos tercias; alto, dos tercias menos una pulgada (RA, 1792, f. 214), es decir, un verdadero ataúd que puesto bajo llave y custodiado por la madre, la declarante aun dice haber estado con su padre dentro de esta caja. Ahora bien, su padre podría de alguna forma vulnerar el cuarto y entra en la pieza de sus hijas, pero ¿cómo haría lo mismo para entrar en una caja con llave y custodiada, donde según solo cabría una persona, que con suerte podría respirar en tan pequeño espacio?

La confesión siguiente de María de la Concepción, de tan sólo nueve años, hija también del imputado, sólo se llevó de forma superflua debido a la corta edad de la niña y por temor a corromperla. Por lo que esta se enfocó solo a preguntarle si dormía con sus hermanitas, en qué lugar, qué tiempo, y qué cosas habían sucedido, a lo que no tardó en responder que “su madre las hacia dormir […] en una pieza continua a la principal, echándole para ello llave” (RA, 1792, ff. 214-215). Luego agrega que “en algunas ocasiones vio a su taitita entrar en camisa u calzoncillos y acostare con su hermanita Dolores” (RA, 1792, f. 215). Y solo María de la Concepción reconoció a su padre de forma visual, porque al ser preguntada por el asunto declara que lo vio porque “por las rendijas de la puerta entraba alguna luz y por esto le vio la cara y el traje con que iba” (RA, 1792, f. 215). Pero aun así no podía faltar esa pisca de misterio, porque tan sólo una línea más abajo del expediente, la niña María agregaba que “en él lo extraño porque hablaba muy grueso” (RA, 1792, f. 215).

Tienen la palabra las parteras de Alhué

El 10 de agosto de 1792, el diputado de esta villa, don Felipe Baeza, pide y solicita que se contacten a las parteras o matronas para que den un veredicto medico con respecto a los estupros sufridos por las hijas de Barreta. Es así como en casa de una vecina, doña Isidora Palacios, son reunidas las dos parteras para las diligencias pertinentes del caso, una es llamada María Saavedra, mientras que la otra se nombra como María de las Nieves Peralta. Ambas pasan a dar el juramento de rigor para la ocasión y se les pide que examinen a las dos hijas mayores de Barreta para que expusieran si “estaban o no vírgenes” (RA, 1792, f. 216). En los días posteriores se les informó detalladamente a las hijas de Barreta los procedimientos que se practicarían para ver el estado médico del asunto.

Estas “De una en una y en un ligar muy oculto y separado hicieron el predicho reconocimiento sin que una se pudiese comunicar el concepto que sobre el asunto formaba” (RA, 1792, f. 216). Cuando los procedimientos fueron realizados, las parteras comunicaron su veredicto:

“Señores, como que hemos [de] mentir y que sabemos el gran cargo que tenemos en este asunto tan delicado no podemos menos que decirles que tan virgen [se encuentran] una como la otra y que decir lo contrario sería levantar falso testimonio” (RA, 1792, ff. 216-217).

Es preciso recordar que las parteras y matronas empleadas para este asunto examinaron a las víctimas por separado, y ninguna de ellas tuvo contacto con la otra sino hasta el último momento para dar la declaración final. Por lo que no es de extrañar que el caso su pusiese cada vez más complejo, esto porque la mayoría de las hijas declaraba no haber visto a su padre sino solo de presumir que era él, sumado ahora a la ausencia total de una posible violación según los indicios entregados por las especialistas en la materia. Las voces inculpatorias comenzaban a modelar una nueva idea de los hechos. Si no es el padre, ¿entonces quién es?, si no existe violación física, ¿entonces qué ocurrió?

Las astucias del Diablo

Cada vez con más fuerza se sentía en este caso la presencia de Satanás, ¿quién más sino él con su astucia podría abrir puertas con llave sin la necesidad de esta? ¿Quién podría entrar en cuartos vigilados o cajas cerradas para cumplir con sus propósitos malignos e ilícitos? O más aún, ¿quién podría abusar de las menores sin dejar rastro alguno? La idea de que el Diablo era el causante de estos hechos resultaba casi evidente tanto para la autoridad eclesiástica como también para las hijas de Barreta, que parecían cada vez más convencidas de estos hechos diabólicos.

“La voz gruesa del eco” (RA, 1792, f. 215) a la que se refería la pequeña María de la Concepción para intentar describir y plasmar el sentir de que aquel que entraba en su cuarto no era su padre sino otro, que no le parecía a ella más que el Diablo. En ello también coincidía Juana Barreta, quien en términos diferentes pero similares explicaba que sentía que no era su padre quien entraba y que percibía aquello por “la gran mudanza y diferencia que hallaba en su locución…[voz] ronca, totalmente distinta a la de su padre” (RA, 1792, ff. 211-212), agregando más adelante que la única forma para detener estos abusos era “la oración de credo, o que por hallarse despierta invoca el nombre de Jesús o de María Santísima consiguiendo la victoria deseada separándose de ella aquel que dice ser su padre” (RA, 1792, f. 213).

Según Juana Barreta, la oración de credo y el nombre de Cristo serían los únicos capaces de hacer que su supuesto padre se alejara. Esto es, sin duda, un indicio que apunta indirectamente a la figura del Diablo, ahora de la certeza de un padre abusador se pasa a la fuga de un supuesto padre que ya no es identificado con tal certeza como en principio. Los imaginarios colectivos y populares que se percibían del Diablo, y la falta de explicaciones lógicas al asunto, llevaron a pensar que no podría ser otro que Satanás, incluso la misma autoridad judicial se refería al respecto de la siguiente forma:

“No debe ahora causar menor admiración la lectura de estas diligencias, viéndose el entendimiento casi necesario a insidir en uno de dos conceptos, o que las indicadas imputaciones son procedidas de odiosidad y celo de la mujer; o que el exceso y estupro de las hijas ha sido un sueño o ilusión de estas, o causado por algun demonio de los que se dicen íncubos” (RA, 1792, f. 238).

Así se refería el comisionado Juan de Dios Gacitúa frente a los hechos, no descartando dentro de la investigación una posible intervención diabólica en los acontecimientos, entregando así una explicación que, aunque carente de racionalidad para el lector actual, posee una gran validez frente a la audiencia del Chile tradicional, que no se extraña de que el Diablo se encuentre tan presente en sus vidas, tanto así como para intervenir de forma directa en ellas. La imagen de Barreta como culpable frente a los hechos en cada vez más diluida, dadas la posibilidad de los celos de su esposa, como también por la intervención del Diablo.

Las confesiones de los otros: Criadas, gañanes y empleados de Barreta

Los juicios y opiniones que alojaron los trabajadores de Barreta por medio de sus respectivas confesiones no dejan de estar más cercanos a la virtud de aquel hombre, generalmente destacando su rectitud como padre, además de su incapacidad para cometer aquellos actos de los que era imputado. Petronila Rojas, sirvienta de la casa de Barreta por más de cinco años, empleada de puertas adentro, declaró:

“Cierto que de continuo tenían entre sí semejantes discordias originadas de que la predicha doña Juana Putiel suponía que su marido don Santiago solicitaba y aun se hallaba en ilícita amistad con sus hijas, sin duda porque las susodichas se lo decían, sin que la declarante lo hubiese visto y mucho menos creído ni presumido por no haberle jamás notado cosa alguna contraria a la autoridad y reverencia de padre, antes por el contrario una refinada crianza tanto en una como en otra, por cuyo motivo tenia y refuta por ilusión cuanto sobre el asunto se decía” (RA, 1792, f. 218).

Luego de las declaraciones entregadas por Petronila, el 11 de septiembre del mismo año se le procede a tomar confesión a Inés Barreta Pardo, esclava de la familia, quien, al ser consultada respecto a que si creía o veía que su amo abusara de sus hijas, responde que

“No [vio] palabra menos honesta que en algún modo diera a entender amores profanos” (RA, 1792, f. 221).

La esclava Inés agregaba que estas maniobras “no podía ser otra cosa que el mismo demonio” (RA, 1792, f. 221) y concluye diciendo que

“según las cosas que a experimentado no puede menos que hacer concepto de que todo esto es cosa del demonio, pues ha habido noche que teniendo sus amitas que irse a confesar al día siguiente y por esto ordeñándole su ama doña Juana que vele: en su obedecimiento e ejecutado sin cerrar en toda la noche sus ojos y que con todo esa ha […] que por motivo de haber estado su amo con sus amitas en aquella propia noche según ellas mismas se lo han comunicado a su madre no han podido ir a la iglesia sin que la declarante hubiese oído ni notado cosa alguna” (RA, 1792, f. 222).

Lo mencionado por la esclava Inés es trascendental para el curso de la investigación, ella viene a afirmar las posibilidades que se presumen de la participación del Diablo en los asuntos familiares de la casa Barreta Putiel. Ya no son sólo las niñas las que creen aquello, se les suma una persona ajena a lo sucedido, pero cercana a la vez. Otra confesión tomada, esta vez a Bernardo Orellana, un hombre español que se empleó en casa de Barreta por transcurso de cuatro meses sirviendo como peón gañán dice que desconoce la situación estando dentro, pero que una vez fuera de la casa de Barreta se entera de los rumores que circulan y al respecto tiene un juicio, estos se deben a “los celos de Juana su esposa” (RA, 1792, f. 223).

Luego sería sumado a las diligencias otro gañán, Carlos Orellana. Este, más recatado o poco informado de la situación dice que solo vio en el lapso que trabajó ahí algunas “discordias entre los susodichos pero como estando de oído no alcanzo de que fuesen dimanadas ni que cosas se decían, pues solo percibía gritos” (RA, 1792, f. 224). Josef Orellana era otro gañán que prestó declaración en el proceso, pero no agrega mayores antecedentes al tema. Distinto a los antecedentes que entrega Transito Rojas Parada, trabajador empleado para todos los ministerios en casa de los Barreta Putiel, y quien indica que “de continuo tenían semejantes riñas, pero que en su concepto eran todas dimanadas de celos” (RA, 1792, f. 226).

Las palabras que se observan hasta el momento son de sorpresa por las grandes imputaciones que se le hacen a Santiago Barreta debido a su presumible rectitud en todo ámbito, o referidas a los celos de la mujer de este que era posible sobrepasara incluso a sus propias hijas. Ahora bien, dentro de estos dos conceptos tampoco estuvo ajeno el Diablo. Al respecto, Juan Gorbea, un trabajador y alojado de la casa de Barreta achaca estos males al “ángel caído” y no cree en que aquellas niñas en tan corta edad sean ya impuras, y mucho menos por su padre, dice:

“De ser de tan tierna edad y tan inocentes con el concepto del declarante que presume que hasta lo presente mantienen con la propia pureza e inocencia, por lo que juzga cuanto se le a imputado a don Santiago es una quimera valida por el demonio a fin de tenerlos siempre en guerra” (RA, 1792, f. 230).

Agregando más adelante que Santiago Barreta está tan lleno de “tristeza y suma melancolía” que:

“Al verse notado y aun acusado de su mujer de incestuoso, sin ser ello cooperante en tal conformidad que aburrido y desesperado de estas cosas el susodicho determinó en diversas ocasiones irse a perder, y a persuasiones del declarante se hubo de retractar de su sistema” (RA, 1792, f. 231).

La desesperación de Barreta ante estos hechos era evidente, ahora solo quedaba develar la verdad.

El arpón de la verdad apunta hacia el Diablo

Cuando los métodos e indagaciones en los hechos comenzaron a disminuir, el arpón de la verdad apuntaba hacía el Diablo. El misterio no se hizo esperar ni tampoco la respuesta de las autoridades. Estas, tras contratar peritos para la revisión de las cerraduras de la alcoba de las niñas y no encontrar irregularidad alguna, comenzaron a convencerse en lo único que era difícil de probar, por tanto, también difícil de descartar. Al respecto, la foja N° 239 es ilustradora:

“(…) las reflexiones que ofrecen a las reclamaciones casi obligan a persuadir que la declaración de doña Juana es una quimera y calumnia, la más escandalosa, pudiendo ser ella capaz de seducir sus hijas por desahogarse contra Barreta. Porque si por otro lado hubiéramos de inclinarnos a la posibilidad del congreso a lo menos ut cunque de íncubos, se encuentra al instante el tropiezo de hallarse intactas estas mujeres pues permitiendo al demonio transformarse en un cuerpo semejante al humano” (RA, 1792, f. 239).

Era de esperar una inclinación “lógica” a la primera alternativa, aquella que apuntaba los dardos a Juana como mujer celosa. Por lo demás, la figura del Diablo debió ser descartada, pero no. Es más, el mismo fiscal la nombra como una alternativa real de la situación y las conclusiones no se hacen esperar. Todos coinciden en que la voz de Barreta al momento del estupro es distinta a la del padre en cuestión. Otro antecedente apunta a la sagacidad del susodicho para ingeniárselas de no ser visto aun estando personas en vigilia y los cuartos bajo llave. Estas pruebas contundentes permiten dilucidar a Barreta como inocente de los actos, y siendo la mujer persuadida de ellos, el 10 de octubre de 1792 reconoce esta su yerro y que “ha sido mal dirigida, o no aconsejada, se retracta de cualquiera expresiones que resulten de sus declaraciones contrarias y opuestas a la estimación, crédito, cristiandad y buenas costumbres de su marido” (RA, 1792, f. 253).

El caso termina con el retracto de la esposa de Barreta debido a las presiones que entregaba la fiscalía por la falta de pruebas. En los días posteriores, Barreta volvería a su hogar y lo mismo haría Juana, perdonándose ambos por los agravios debido a la creencia de que estos eran “quimeras del Diablo” para su separación. En definitiva, el asunto termina tan sólo con un sospechoso real y creíble: Satanás.

Consideraciones finales

El Diablo se presenta en la América del siglo XVIII de la misma manera en que lo había hecho durante la Europa medieval, un sujeto que se encuentra permanentemente en la vida de la gente, influenciadas y remarcadas estas ideas gracias al entusiasmo de los sermones y predicas de los religiosos que ayudaron a conformar la imagen de un demonio activo, capaz de tomar iniciativas y hacer el mal a diestra y siniestra.

En el caso que se ha presentado no pueden quedar más claro las concepciones de la influencia maligna del ser luciferino. Este, por medio de engaños y hazañas, es capaz de tomar formas humanas que le permitirían adentrarse en el corazón mismo del Chile tradicional. Las creencias hacia él no son cuestionadas –al menos en este caso–, Satanás, se mezcla entre los hombres para la realización de sus diabluras e incurrir en actos pecaminosos y delictuales, inculpando o provocando culpas que no son más que de suyas.

Cuestionar la presencia de un dios maligno, el dios de los brujos como lo llamará Murray (2006), no era una opción. El derecho colonial así lo demuestra al plantear al Diablo como una verdadera posibilidad con respecto a los extraños casos ocurridos en la villa de Alhué. La racionalidad presumida durante el siglo XVIII no es tal, al menos en América. Las creencias acarreadas por la tradición se sujetan con gran fuerza cuando la Ilustración intenta presumir su triunfo.

Conclusiones

Las ideas que se mantuvieron del Diablo en el Chile tradicional se vieron modificadas a medida que el sujeto Mapuche se integra en gran medida a la sociedad colonial. Su demonización como un otro pasó a ser secundaria y el Diablo mismo comienza a asentarse cada vez más en donde las riquezas son palpables, el mundo de la minería. Radican aquí todas las visiones e imaginarios que la población de Alhué mantuvo hasta el fin de los tiempos coloniales con respecto a Satanás, un vecino más que habita en el lugar y perjudica la convivencia, pero también que alegra la vida del minero. El Diablo es objeto de fe, que se produce por la negación de la libertad personal del hombre y la idea de saber que no hay tal determinación, siendo el mal y su presencia más que justificado por el factor hombre.

El caso de estudio obligó a debelar la figura que ocupa el Diablo en nuestro universo mental e imaginación en general. Fue necesario, por tanto, rastrear huellas que se han atribuido a tal personaje. Los peores pecados y atrocidades según la iglesia, eran y son posibles atribuciones al demonio. Estos mismos actos son severamente castigados por el derecho que rige en aquel momento histórico. La ley divina y la ley natural de los hombres se unen en contra de lo demoniaco, depositando la fe en el Diablo y su alta capacidad para hacer daño. Es así como la respuesta europea de los siglos XIV y XV será la misma que se arrastrará a la América hispana durante los siglos XVI a XVIII e incluso posteriores: la acusación al Diablo de ser el padre de todas las desdichas y de todos los vicios a fin de no dudar de Dios. Actos como estos llevaron a un proceso de casería de herejes y brujas, relacionadas generalmente con el género femenino, y asimiladas al mundo shamánico de Machis en cuanto al territorio del reino de Chile se refiere.

Cuando Montesquieu en Europa hablaba del espíritu de las leyes, o cuando él proclama el triunfo de la Razón durante el siglo XVIII, o se pregonaba la filosofía liberadora de la Ilustración que introduce en el Viejo Continente una inyección tranquilizadora en cuanto al destino de la humanidad y sus relaciones divina-demoniacas, no queda menos que dudar de todas aquellas expresiones al menos en nuestro continente. Casos como el relatado dejan en evidencia que las creencias y actos sobrenaturales aún laten vivamente en el corazón de los hombres americanos, el temor está presente y aun existían muchas formas para llegar a la morada del Diablo. Este está más presente que nunca en el folklore como bien dice Burton (1995), y el concepto cristiano de la figura del mal no hace más que realzar al Diablo, transformándolo en parte importante de la religión popular, siendo incluso más temido y respetado que Dios.

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  1. No es equívoco pensar que La Araucana del español Alonso de Ercilla, poema épico que relata la primera fase de la guerra de Arauco, sea parte del engrandecimiento y virtud caballeresca que dicho autor quiere atribuir a los españoles por medio del alago de la fuerza del pueblo Mapuche y del ser Araucano en general.
  2. Si bien la machi fue identificada como bruja, esta no cabe dentro de la definición que da Jean Bodin (1580/1995), la cual sería alguien que, conociendo la ley de Dios, intenta realizar alguna acción mediante un acuerdo con el Diablo. Ahora bien, es evidente que las culturas nativas al inicio de la conquista no conocían las leyes de Dios, por tanto, malamente las del Diablo, lo que las excluye “legalmente” de la categoría de Brujas. No obstante, el sujeto popular que participa en la conquista tanto geográfica como espiritual, probablemente ni siquiera conocía la definición de lo que estaba relatando u observando, sino que sus juicios se acotan a sus propias percepciones y similitudes que el sujeto lograba conectar con su pasado y tradición en Europa.
  3. Cf. Archivo Nacional, Real Audiencia [AN.RA.], vol. 310, f. 123, donde se indica que el nombre dado corresponde al cacique que gobernaba la región en el momento de contacto con los españoles.
  4. El territorio en cuestión (el asiento minero en sí) es de propiedad privada, al igual que la mayoría de las vetas y yacimientos encontrados en aquellos años, lo que lógicamente genero un enfrentamiento constante entre el minero y el dueño del territorio.
  5. La actividad minera era un sector privilegiado respecto a las otras actividades económicas, por lo que un dueño no podía tener en privado una veta o mina. Cualquier persona podía denunciar la existencia y concebirse la explotación de ella, pasando este a ser minero.
  6. Al respecto existe una dilatada lista de casos en los que se observa la misma situación de embargo, dentro de los casos más conocidos y publicados se encuentran los relatados por Cornejo (2003; 2006).
  7. En el contexto procesal del antiguo régimen, uno de los procedimientos principales era la instancia de la confesión. Esta consistía básicamente en un interrogatorio durante el cual el juez hacia a la persona acusada una serie de cargos. En este sentido, difiere bastante de la aceptación moderna del término, que alude al reconocimiento de responsabilidad en determinado delito.
    Lo anterior tiene sus bases en el origen eclesiástico e inquisitorial del derecho que imperaba en los territorios colonizados por España, y que ponía en directa relación la confesión judicial con el sacramento de penitencia. Así, la frontera demarcada entre delito y pecado era bastante tenue.